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Eran las siete y media de la mañana cuando Jack entró con el Lexus en el aparcamiento de la comisaría de Middleton. El día era despejado pero muy frío. Entre los vehículos policiales cubiertos de nieve había un sedán negro con el capó frío. Seth Frank se levantaba temprano.

Luther tenía un aspecto distinto; el uniforme naranja de los presos había sido reemplazado por un traje marrón, y la corbata a rayas era discreta. Con el pelo gris bien cortado y los restos del moreno de las islas podía pasar por un vendedor de seguros o un socio mayor de un bufete de abogados. Algunos abogados defensores habrían reservado el traje para el juicio donde el jurado tendría ocasión de ver que el acusado no era mala persona, sino un incomprendido. Pero Jack estaba dispuesto a insistir en el asunto; estaba convencido de que Luther no se merecía ir vestido de naranja brillante. Quizás era un delincuente, pero no la clase de malhechor que hacía temblar a la gente o capaz de atacar a cualquiera. Esos tipos merecían que les vistieran de naranja para que los demás vieran en todo momento dónde estaban.

Esta vez Jack no se molestó en abrir el maletín. Ya conocía la rutina. Le leerían a Luther los cargos de la acusación. El juez le preguntaría a Luther si entendía los cargos y entonces Jack presentaría la solicitud de absolución. A continuación, el juez formularía toda una serie de preguntas para determinar si Luther comprendía lo que significaba la solicitud de absolución, y si Luther estaba satisfecho con su representante legal. La única cosa que preocupaba a Jack era que Luther le enviara a tomar por el culo y se declarara culpable. Esto ya había ocurrido en otras ocasiones. ¿Y quién sabía lo que podía pasar? El juez quizá lo aceptara. Pero lo más probable era que el juez se atuviera al reglamento, porque, en un caso de asesinato donde se pedía la pena capital, cualquier fallo en los procedimientos podía dar pie a una apelación. Y las apelaciones en las condenas a muerte podían durar años. Jack tendría que confiar en que las cosas salieran bien.

Con un poco de suerte, todo el procedimiento duraría cinco minutos. Fijarían la fecha del juicio y entonces comenzaría la diversión.

Dado que la mancomunidad ya disponía de una orden de acusación contra él, Luther no tenía derecho a una audiencia preliminar. A Jack no le hubiera servido de mucho, pero al menos habría tenido la ocasión de echarle una ojeada al caso de la mancomunidad y de hacerle algunas preguntas a los testigos de la acusación, aunque los jueces del circuito por lo general no dejaban que los defensores utilizaran las audiencias preliminares para averiguar alguna cosa.

También podría haber aceptado la orden de procesamiento, pero la intención de Jack era hacerles luchar por cada punto. Quería a Luther ante el jurado, para que todos le vieran, y quería que la solicitud de absolución se escuchara con toda claridad. Después pretendía tumbar a Gorelick con la petición de cambio de juzgado y sacar el caso de la jurisdicción del condado de Middleton. Con un poco de suerte nombrarían a otro fiscal y el señor Futuro Fiscal General se pillaría un cabreo que le duraría décadas. Y a continuación conseguiría que Luther hablara. Kate tendría protección. Luther contaría su historia y entonces llegarían al arreglo del siglo. Jack miró a Luther.

– Tienes buena pinta.

Los labios de Luther se torcieron en una mueca de burla.

– Kate quiere verte antes del proceso.

– No. -La respuesta de Luther sonó como un disparo.

– ¿Por qué no? Ya está bien, Luther. Primero querías recuperar tu relación con ella, y ahora que, por fin, Kate parece dispuesta, tú te cierras. Maldita sea, hay veces que no te entiendo.

– No la quiero cerca de mí.

– Mira, ella lamenta lo que hizo. Está destrozada, te lo juro.

– ¿Cree que estoy enojado con ella? -preguntó Luther.

Jack se sentó. Por primera vez había conseguido la atención de Luther. Se reprochó no haber probado antes con este tema.

– Claro que sí. ¿Por qué otro motivo no querrías verla?

Luther miró la vulgar mesa de pino y meneó la cabeza, disgustado.

– Dile que no estoy enojado. Ella hizo lo correcto. Díselo.

– ¿Por qué no se lo dices tú?

Luther se levantó con un movimiento brusco caminó por el cuarto antes de detenerse delante de Jack,

– ¿Sabes una cosa? Este lugar tiene muchos ojos. ¿Me comprendes? Alguien la ve aquí conmigo, entonces ese alguien piensa que ella sabe algo que no sabe. Créeme, eso no es bueno.

– ¿De quién hablas?

– Sólo transmítele lo que te digo. -Luther se sentó-. Dile que la quiero, que siempre la he querido y la querré. Convéncela, Jack. Lo demás no importa.

– ¿Me estás diciendo que ese alguien pensará que me has dicho algo aunque no me lo hayas dicho?

– Te dije que no aceptaras el caso, Jack, pero no quisiste escucharme.

Jack encogió los hombros, abrió el maletín y sacó un ejemplar del Post .

– Mira los titulares.

Luther echó una ojeada a la primera página. Entonces en un arrebato de cólera arrojó el periódico contra la pared.

– ¡Maldito cabrón! ¡Maldito cabrón! -Las palabras explotaron de la boca del viejo.

Se abrió la puerta de la habitación y un guardia gordo asomó la cabeza, con una mano puesta sobre el arma reglamentaria. Jack le indicó con un ademán que no pasaba nada y el poli se apartó lentamente sin quitar la mirada de Luther.

Jack dejó la silla y fue a recoger el periódico. En la primera plana aparecía una foto de Luther tomada delante de la comisaría. El titular, en letras enormes, reservadas casi siempre para noticias como «Los Skins ganan la Super Bowl», decía: Hoy se presenta ante el juez el presunto asesino de Sullivan. Jack observó el resto de la página. Más muertes en la antigua Unión Soviética mientras continuaba la limpieza étnica. El departamento de Defensa preparaba otro recorte presupuestario. La mirada de Jack pasó por encima pero sin darse cuenta en el anuncio del presidente Alan Richmond sobre la reforma de la asistencia sanitaria y una foto del primer mandatario en un centro infantil de los barrios pobres del sudeste de la capital.

El rostro sonriente había sido como un mazazo en la frente de Luther. Con un bebé negro en los brazos para que todo el mundo le viera. Mentiroso cabrón hijo de puta. En sus recuerdos, el puño machacaba el rostro de Christine Sullivan. La sangre volaba por el aire. Las manos se cerraban sobre la garganta como una serpiente, arrancándole la vida sin ningún remordimiento. Era un ladrón de vidas. Besaba bebés y asesinaba mujeres.

– ¿Luther? ¿Luther? -Jack apoyó una mano sobre el hombro de Luther. El viejo se sacudía como una máquina que necesitaba una puesta a punto, amenazaba con saltar hecho pedazos, sin poder contenerse por más tiempo en el interior de una cáscara que se resquebrajaba. Por un momento, Jack se preguntó si Luther habría matado a la mujer, si su amigo se habría vuelto loco. Sus temores se disiparon cuando Luther volvió a mirarle. Los ojos aparecían serenos una vez más.

– Sólo dile a Kate lo que te he dicho, Jack. Acabemos de una vez con esto.

El juzgado de Middleton había sido desde siempre el centro del condado. El edificio, construido hacía ciento noventa y cinco años, había sobrevivido a la guerra contra los ingleses en 1812, a los yanquis y a los confederados en la guerra de la agresión norteña o la guerra civil según el lado de la línea Mason-Dixon en que estuviera la persona que respondiera. Las obras de reforma de 1947 lo habían remozado y los ciudadanos honrados esperaban que siguiera en pie para disfrute de sus biznietos, y que lo visitaran de cuando en cuando por cosas no mucho más serias que una infracción de tráfico o solicitar una licencia de matrimonio.

Al principio el edificio se erguía solo al final de la calle de doble dirección que era la zona comercial de Middleton, pero ahora compartía el espacio con tiendas de antigüedades, restaurantes, un mercado, un hostal enorme y una gasolinera que era toda de ladrillo, para mantener el estilo arquitectónico de la zona. Apiñadas a muy poca distancia del juzgado había una serie de oficinas donde colgaban los carteles de muchos abogados rurales de prestigio.

Era un lugar tranquilo excepto los viernes por la mañana, que era el día de registro de sumarios de procedimientos civiles y criminales, pero en esta ocasión el juzgado de Middleton ofrecía un espectáculo que hubiera hecho remover en sus tumbas a los fundadores de la ciudad. A primera vista daba la impresión de que los rebeldes y los chaquetas azules de la Unión habían vuelto para dirimir sus diferencias de una vez para siempre.

Seis camiones de la televisión con las letras de sus cadenas pintadas a los costados blancos habían tomado posición delante de las escaleras del juzgado. Los grandes mástiles de las antenas se desplegaban lentamente. Una multitud de diez en fondo se apiñaba y empujaba contra la barrera de alguaciles, reforzada con agentes de la policía estatal de Virginia que miraban imperturbables a la masa de reporteros que agitaban libretas, micrófonos y bolígrafos delante de sus caras.

Por fortuna, el edificio tenía una entrada lateral, que en este momento estaba protegida por un semicírculo de policías, provistos con armas antidisturbios y escudos, que desafiaban a cualquiera que intentara acercarse. La furgoneta que transportaba a Luther se detendría aquí. Por desgracia, el juzgado no disponía de un garaje interior. Pero la policía consideraba que tenía controlada la situación. Luther sólo estaría expuesto durante unos segundos.

Al otro lado de la calle, más agentes con fusiles recorrían las aceras atentos a cualquier destello metálico, a una ventana abierta sin ningún motivo.

Jack miró a través de la pequeña ventana del juzgado que daba a la calle. La sala era tan grande como un auditorio, con un estrado tallado a mano de dos metros cuarenta de alto y casi cinco metros de ancho. Las banderas de Estados Unidos y Virginia ocupaban cada uno de los extremos. Un alguacil solitario ocupaba una mesa pequeña delante del estrado, igual a un remolcador delante de un transatlántico.

Jack miró la hora, observó las posiciones de las fuerzas de seguridad y después miró al grupo de periodistas. Los reporteros eran los mejores amigos o la peor pesadilla de los abogados defensores. Muchas cosas dependían de lo que los reporteros pensaran sobre un acusado o un crimen en particular. Un buen reportero pondría el grito en el cielo respecto a su objetividad en el tratamiento informativo al mismo tiempo que crucificaba al acusado en la última edición, mucho antes de que se llegara a un veredicto. Las mujeres periodistas tendían a ser generosas con los acusados de violación, ya que intentaban demostrar que no tomaban partido por razones de sexo. Por la misma razón, los hombres se inclinaban por las mujeres maltratadas que, por fin, se defendían. Luther no tendría esa suerte. Los ex presidiarios asesinos de mujeres jóvenes, ricas y hermosas, recibían los palos de todos los plumíferos, con independencia del sexo.

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