Jack llegó temprano. Sobre la una y media. Se había tomado el día libre, y dedicado casi toda la mañana a decidir qué se pondría; algo que nunca le había preocupado antes, pero que ahora le parecía de una importancia vital.
Se arregló la americana gris, cosió un botón de la camisa de algodón blanca y se ajustó el nudo de la corbata por enésima vez.
Caminó por el muelle y observó a los marineros baldear la cubierta del Cherry Blossom, una nave de recreo que imitaba los viejos barcos del Mississippi. Kate y Jack habían navegado en él durante su primer año en Washington, en una de las pocas tardes que no habían tenido que trabajar. Intentaban disfrutar de todas las atracciones turísticas. Había sido un día templado como el de hoy, pero más despejado. Ahora llegaban los nubarrones por el oeste; en esta época del año llovía casi todas las tardes.
Se sentó en un banco cerca de la pequeña casilla del capitán del muelle y se entretuvo contemplando el vuelo lento de las gaviotas sobre las aguas revueltas. Desde esta posición privilegiada se veía el Capitolio. La estatua de la Libertad, despojada de la capa de mugre acumulada durante ciento treinta años de vivir al aire libre gracias a una reciente limpieza, se erguía majestuosa en lo más alto de la famosa cúpula. La gente de esta ciudad vivía cubierta de mugre, pensó Jack, venía dada por el lugar.
Los pensamientos de Jack se volvieron hacia Sandy Lord, el más prolífico cuerno de la abundancia, y el ego más grande de Patton, Shaw. Sandy era toda una institución en los círculos legales y políticos de la capital. Los otros socios pronunciaban su nombre como si, en aquel mismo momento, acabara de bajar del Sinaí con su propia versión de los diez mandamientos. El primero decía: «Harás que los socios de Patton, Shaw y LORD ganen todo el dinero posible».
Resultaba irónico, pero Sandy Lord había sido parte del atractivo cuando Ransome Baldwin le mencionó la firma. Lord era uno de los mejores, si no el más destacado ejemplo de los abogados del poder que había en la ciudad, y aquí los había por docenas. Las posibilidades de Jack eran ilimitadas. Si estas posibilidades incluían la felicidad personal, eso estaba todavía por verse.
Tampoco tenía muy claro qué esperaba sacar de esta comida. Sí, estaba seguro de querer ver a Kate Whitney. Lo deseaba con toda el alma. Tenía la sensación de que cuanto más se aproximaba la fecha de la boda, más se apartaba él emocionalmente. ¿Había mejor refugio que la mujer con la que había querido casarse hacía cuatro años? Se estremeció al recordarlo. Le aterrorizaba casarse con Jennifer Baldwin. Le espantaba que su vida se convirtiera en algo irreconocible para él.
Algo le hizo volver la cabeza, sin ningún motivo aparente. Entonces la descubrió mirándole desde el borde del muelle. El viento le apretaba la falda larga contra las piernas, el sol luchaba contra los nubarrones, pero daba luz suficiente para brillar sobre su rostro cuando ella se apartó el mechón de pelo de los ojos. Tenía las pantorrillas bronceadas y la blusa amplia dejaba al descubierto los hombros con las pecas y la pequeña marca de nacimiento en forma de media luna que Jack tenía la costumbre de recorrer con el dedo después de hacer el amor, cuando ella dormía y él la miraba.
Jack sonrió mientras ella se acercaba. Sin duda había ido a su casa a cambiarse. Era obvio que esas prendas presentaban un lado femenino de Kate Whitney que sus oponentes legales nunca llegarían a conocer.
Entraron en el pequeño restaurante, pidieron y dedicaron los primeros minutos a mirar por la ventana el inicio de la tormenta que azotaba los árboles, y a intercambiar miradas tímidas, como si esta fuese la primera cita y les diera vergüenza mirarse a los ojos.
– Gracias por venir, Kate.
– Me gusta el lugar. -Encogió los hombros-. Hace años que no venía por aquí. Es agradable poder salir. Casi siempre como en el despacho.
– ¿Galletas y café? -Él sonrió y le miró los dientes. El colmillo que se curvaba un poco hacia dentro, como si quisiera abrazar al vecino. Le gustaba ese diente. Era la única imperfección que tenía.
– Galletas y café. -Kate le devolvió la sonrisa-. Pero ahora sólo fumo dos cigarrillos al día.
– Felicidades.
La lluvia llegó al mismo tiempo que el primer plato.
Kate miró por un instante la comida, después a través de la ventana y, por último, con un gesto brusco, a Jack. Le sorprendió mirándola. Jack sonrió con timidez y se apresuró a beber un trago.
Ella dejó la servilleta sobre la mesa.
– El Mall es un lugar muy grande como para tropezar con alguien por casualidad.
– Desde hace un tiempo tengo una racha de buena suerte -replicó él con la cabeza gacha. Pero después se enfrentó a su mirada. Ella esperó. Él hundió los hombros, derrotado.
– Está bien. No fue casual, sino algo premeditado. Pero no puedes discutir el resultado.
– ¿Cuál es el resultado? ¿Comer aquí?
– No miro al futuro. Sólo doy un paso a la vez. Me he prometido cambiar. Cambiar es bueno.
– Al menos ya no defiendes a violadores y asesinos -señaló ella con un tono bastante desdeñoso.
– Ni ladrones -replicó él y lo lamentó en el acto.
El rostro de Kate se puso gris.
– Lo siento, Kate. No quería decir eso.
Ella sacó el paquete de cigarrillos, encendió uno y le lanzó el humo a la cara. Jack apartó la nube con la mano.
– ¿El primero o el segundo del día?
– El tercero. No sé por qué siempre me haces sentir atrevida. -Ella miró al exterior, cruzó las piernas. Uno de sus pies tocó la rodilla de Jack y se apresuró a apartarlo. Aplastó el cigarrillo en el cenicero y se levantó al tiempo que cogía el bolso.
– Tengo que volver al trabajo. ¿Cuánto te debo?
– Te invité a comer. Cosa que no has hecho.
Ella sacó un billete de diez, lo arrojó sobre la mesa y se dirigió hacia la salida.
Jack añadió otros diez y la siguió.
– ¡Kate!
La alcanzó un metro más allá de la puerta. Diluviaba y a pesar deque Jack utilizó la chaqueta a modo de paraguas se empaparon en un segundo. Ella no se dio ni cuenta. Se metió en el coche. Jack dio la vuelta y se sentó en el asiento del pasajero. Ella le miró.
– Tengo que volver a la oficina.
Jack inspiró con fuerza, se enjugó el rostro. En el interior del coche el repiqueteo de la lluvia resultaba atronador. Sintió que la situación se le escapaba de las manos. No sabía qué hacer. Pero tenía que decir algo.
– Venga, Kate, estamos hechos una sopa. Vamos a cambiarnos y después al cine. No, mejor al campo. ¿Recuerdas el Windsor Inn? Ella le miró atónita ante sus palabras.
– Jack, ¿por casualidad se te ha ocurrido discutir esto con la mujer con quien te vas a casar?
Jack agachó la cabeza. ¿Qué debía contestar? ¿Que no estaba enamorado de Jennifer Baldwin aunque le había pedido que se casara con él? Ahora mismo ni siquiera recordaba si había llegado a pedírselo.
– Sólo quiero estar un rato contigo, Kate. Nada más. ¿Qué tiene de malo?
– Todo. Absolutamente todo, Jack. -Kate metió la llave en el contacto, pero él le apartó la mano.
– No quiero convertir esto en una pelea.
– Jack, tú tomaste una decisión. Ahora es un poco tarde para cambiarla.
– Perdona -replicó él asombrado-. ¿Mi decisión? Yo tomé la decisión de casarme contigo hace más de cuatro años. Esa fue mi decisión. Tú decidiste acabar con el asunto.
– Está bien, fue decisión mía. -Kate se apartó el pelo mojado de los ojos. ¿Y ahora qué?
Él se volvió en el asiento, la sujetó por los hombros.
– Escucha, se me ocurrió anoche, así sin más. ¡No, mentira! Lo pienso cada noche desde que te marchaste. Sé que fue un error, ¡maldita sea! Ya no soy un defensor público. Tienes razón. Ya no defiendo a los criminales. Llevo una vida respetable. Yo, nosotros… -Miró el rostro atónito de Kate, y se quedó en blanco. Le temblaban las manos. La soltó y se derrumbó en el asiento.
Se quitó la corbata mojada, la guardó en un bolsillo y miró el reloj del tablero. Ella se fijó en el velocímetro inmóvil, y después miró a Jack. Le habló con dulzura, aunque el dolor era evidente en sus ojos.
– Jack, la comida ha estado muy bien. Me alegró verte. Pero eso es lo más lejos que podemos llegar. Lo siento. -Se mordió el labio inferior, un gesto que él no vio porque se bajaba del coche.
– Te deseo lo mejor, Kate -dijo Jack que asomó la cabeza antes de cerrar la puerta-. Si alguna vez necesitas cualquier cosa, llámame.
Ella se fijó en las espaldas anchas de Jack mientras él se alejaba bajo la lluvia, se metía en el coche y se marchaba. Permaneció inmóvil durante unos minutos. Una lágrima corrió por su mejilla. Se la quitó con un movimiento brusco, arrancó el coche y se alejó en la dirección opuesta.
A la mañana siguiente, Jack cogió el teléfono y después lo volvió a dejar. No tenía ningún sentido. Llevaba en la oficina desde las seis, había sacado todo el trabajo urgente, y ahora se ocupaba de los proyectos que llevaban semanas pendientes. Miró a través de la ventana. El sol se reflejaba en los edificios de cemento y ladrillo. Le molestó el resplandor y bajó la persiana.
Kate no iba a reaparecer de pronto en su vida y tenía que comprenderlo. Había pasado la noche dándole vueltas a todas las situaciones posibles, la mayoría inverosímiles. Se encogió de hombros. Lo mismo le pasaba a hombres y mujeres cada día en todos los países del mundo. Algunas veces las cosas no funcionaban. Aunque se desearan por encima de todo lo demás. No se podía obligar a una persona amar a otra. Había que seguir adelante. Él tenía dónde ir. Quizás era hora de disfrutar del futuro que le esperaba.
Volvió a sentarse y se ocupó de otros dos proyectos: una cuenta de participación que necesitaba un estudio previo, y el otro para su único cliente aparte de Baldwin, Tarr Crimson.
Crimson, propietario de una pequeña compañía audiovisual, era un genio en gráficos e imágenes generadas por ordenador y se ganaba muy bien la vida con las conferencias audiovisuales para compañías de la industria hotelera. Viajaba en moto, vestía tejanos cortados a medida, fumaba de todo, incluido algún canuto de vez en cuando, y parecía el drogata más pasado del mundo.
Se habían conocido cuando un fiscal amigo de Jack acusó a Tarr de ebriedad y desorden en la vía pública, y perdió el caso. Tarr se presentó en el juicio vestido con traje y chaleco, maletín de ejecutivo, y la barba y el pelo bien cortados y peinados. Había argumentado con mucha persuasión que el testimonio del agente de policía era parcial porque le había detenido a la salida de un concierto de los Grateful Dead, que la prueba era inadmisible porque el poli no le había comunicado las advertencias legales pertinentes y, por último, que el alcoholímetro utilizado en la prueba no funcionaba correctamente.