Seth Frank masticaba un trozo de tostada al tiempo que intentaba atar el moño de su hija de seis años, impaciente por ir a la escuela, cuando sonó el teléfono. La mirada de su esposa le dijo todo lo que necesitaba saber. Ella se encargó del moño. Seth sujetó el auricular entre el hombro y la barbilla mientras acababa de hacerse el nudo de la corbata, sin dejar de escuchar la voz tranquila del oficial de transmisiones. Dos minutos más tarde estaba montado en el Ford de la jefatura y aceleraba a fondo, con las luces azules encendidas, por los caminos secundarios casi desiertos del condado.
A los cuarenta y un años, el cuerpo alto y fornido de Frank había comenzado el viaje inevitable hacia la madurez, y su pelo negro y rizado había conocido tiempos mejores. Padre de tres hijas que cada día eran personas más complejas y sorprendentes, había llegado a la conclusión de que no todo tenía sentido en la vida. Pero en el conjunto era un hombre feliz. La vida no le había maltratado, al menos por ahora. Llevaba en la policía los años suficientes para saber que eso podía ocurrir en cualquier momento.
Frank cogió un caramelo, le quitó el papel y lo masticó sin prisa mientras veía desfilar los pinos a gran velocidad. Había comenzado su carrera como policía en uno de los peores barrios de Nueva York, donde aquello que se decía sobre «el valor de la vida» era una soberana estupidez y donde había visto a la gente asesinar de todas las maneras posibles. A su debido tiempo le habían ascendido a detective, algo que entusiasmó a su esposa. Al menos ahora llegaría al lugar del crimen después de la marcha de los malos. Ella dormía mejor por las noches sabiendo que quizá nunca llegaría la llamada que destrozaría su vida. Era todo lo que podía desear al estar casada con un poli.
Por fin a Frank le habían destinado a homicidios, que era el último desafío en su trabajo. Después de unos años llegó a la conclusión de que le gustaba el trabajo y el desafío, pero no a un ritmo de siete cadáveres cada día. Así que puso rumbo al sur, hacia Virginia.
Asumió el cargo de detective en jefe de homicidios del condado de Middleton, algo que sonaba mucho mejor de lo que era en realidad, pues era el único detective de homicidios empleado por el condado. Pero los relativamente inocuos confines del rústico condado de Virginia no le planteaban demasiado trabajo. Las rentas per capita en su jurisdicción eran altísimas. Había asesinatos, pero nada más allá de una esposa que mataba al marido o viceversa, o chicos que desesperados por heredar se cargaban a los padres. En estos casos, los autores se descubrían solos, no había que pensar mucho para dar con ellos, sólo había que ir a detenerles. La llamada del oficial de transmisiones prometía un cambio.
La carretera serpenteó por los bosques y después salió a campo abierto donde, en los prados vallados, los pura sangre se enfrentaban al nuevo día. Detrás de los enormes portones y los largos caminos particulares se encontraban las residencias de los ricos que tanto abundaban en Middleton. Frank llegó a la conclusión de que en este caso no averiguaría nada por los vecinos. Una vez en el interior de sus fortalezas, probablemente no oían ni veían nada de lo que ocurría en el exterior. Era lo que deseaban, y pagaban a gusto por el privilegio.
Poco antes de llegar a la mansión de los Sullivan, Frank se arregló el nudo de la corbata y se pasó la mano por el pelo. No sentía una afinidad especial por los ricos, ni tampoco le disgustaban. Eran partes del rompecabezas. Un acertijo que no se parecía en nada a un juego. Algo que le brindaba la parte más satisfactoria de su trabajo. Porque entre todas las vueltas, revueltas, pistas falsas y simples errores, había una verdad irrefutable: si alguien mataba a otro ser humano, ese alguien caía dentro de su dominio y acabaría por ser castigado. A Frank no le interesaba saber cuál era el castigo. Lo que le interesaba era que alguien fuera llevado a juicio y, si lo condenaban, ese alguien recibiría el castigo merecido. Ricos, pobres y los que estaban en el medio. Sus habilidades quizás estaban un poco oxidadas, pero el instinto no había desaparecido. Al final esto era lo más importante.
Cuando entró en el camino privado se fijó en una máquina que trabajaba en el campo de maíz vecino; el conductor no se perdía detalle de la actividad de la policía. Sus informaciones no tardarían en divulgarse por toda la zona. El hombre no sabía que estaba destruyendo pruebas. Tampoco lo sabía Frank cuando se bajó del coche, se puso la chaqueta y entró en la casa.
Con las manos en los bolsillos, Frank observó sin prisa la habitación. Se fijó en cada detalle del suelo, de las paredes e incluso del techo antes de volver a mirar la puerta espejo y el lugar donde la muerta había permanecido los últimos días.
– Saca muchas fotos, Stu -dijo Frank-. Las vamos a necesitar.
El fotógrafo sacó las fotos desde distintas distancias con el cadáver como punto de referencia para reproducir todos los aspectos de la habitación, incluida la víctima. Después filmarían en vídeo toda la escena del crimen acompañada por una grabación. No era un testimonio válido en un juicio, pero era imprescindible para la investigación. De la misma manera que los deportistas ven películas de competiciones, los detectives utilizan cada día más los vídeos para buscar pistas adicionales que muchas veces sólo se descubren después de diez, veinte o cien visionados.
La soga seguía en la posición original: atada a la cómoda colgaba por la ventana. Sólo que ahora estaba cubierta con un polvo negro empleado para descubrir huellas digitales. No las había, porque cualquiera que se descolgaba por una soga utilizaba guantes, aunque la soga tuviera nudos.
Sam Magruder, el oficial al mando, se acercó a Frank, después de pasar dos minutos en la ventana respirando aire puro. Hacía todo lo posible para no vomitar el desayuno. Habían traído un ventilador portátil y abierto todas las ventanas. Los técnicos de la unidad criminal llevaban mascarillas, pero el hedor era sofocante. La broma final de la naturaleza con los vivos: hermosa en un instante, putrefacta al siguiente.
Frank repasó las notas de Magruder. Al observar el tono verdoso en el rostro del sargento le comentó:
– Sam, si te mantienes apartado de la ventana, perderás el sentido del olfato en cuatro minutos. Ahora sólo lo empeoras.
– Lo sé, Seth. Me lo dice el cerebro, pero mi nariz no le hace caso.
– ¿Cuándo llamó el marido?
– Esta mañana, a las siete cuarenta y cinco hora local.
– ¿Y dónde está? -preguntó Frank.
– En Barbados.
– ¿Desde cuándo? -Frank inclinó la cabeza.
– Lo estamos confirmando.
– Hazlo.
– ¿Cuántas tarjetas de visita han dejado, Laura?
– La pregunta iba dirigida a Laura Simon, la experta en huellas digitales.
– No encuentro gran cosa, Seth.
– Venga, Laura, tiene que haber huellas de ella por todas partes. ¿Qué me dices del marido? ¿De la criada? Esto tiene que estar hasta los topes.
– Pues no las encuentro.
– Estás de broma.
Simon, que se tomaba el trabajo muy en serio y era la mejor experta en huellas que conocía Frank, incluida la policía de Nueva York, le miró compungida. Había polvo de carbón por todas partes, ¿y no habían encontrado nada? En contra de la creencia popular, muchos asesinos dejaban huellas en la escena del crimen. Sólo había que saber dónde buscar. Laura Simon lo sabía y el resultado había sido cero. Con un poco de suerte quizás encontrarían algo cuando hicieran los análisis en el laboratorio. Había huellas, las denominadas latentes, que no se veían a primera vista por mucho que se las iluminara desde cualquier ángulo. Había que espolvorear y recoger en cinta adhesiva todo aquello que quizás habían tocado los delincuentes. Y después confiar en la suerte.
– Tengo unas cuantas cosas empaquetadas para llevarme al laboratorio. Usaré la ninhidrina y al resto le daré una pasada con Super Glue; entonces quizá tenga algo para ti. -Simon volvió a su trabajo.
Frank meneó la cabeza. El Super Glue, un cianoacrilato, era tal vez el mejor método para rociar y encontrar huellas en las cosas más increíbles. El inconveniente era que el proceso tardaba mucho en dar resultado. Un tiempo que no tenían.
– Venga, Laurie, por la pinta del cuerpo los malos ya nos llevan mucha ventaja.
– Tengo otro ester de cianoacrilato que quiero usar desde hace tiempo. Es más rápido. O si no puedo calentar el Super Glue. -Simon sonrió.
– Estupendo -exclamó el detective con una mueca-. La última vez que lo hiciste tuvimos que evacuar el edificio.
– Nada es perfecto en este mundo, Seth.
Magruder carraspeó. Quería intervenir.
– Al parecer nos enfrentamos a unos auténticos profesionales.
– No son profesionales, Sam -le corrigió Seth, muy serio-. Son criminales, son asesinos. No fueron a la universidad para aprender a hacer esto.
– No, señor.
– ¿Estamos seguros de que es la señora de la casa? -preguntó Frank.
– Christine Sullivan. -Magruder señaló la foto en el velador-. De todos modos, pediremos una identificación positiva.
– ¿Algún testigo?
– Ninguno por ahora. Todavía no hemos visitado a los vecinos. Lo haremos esta mañana.
Frank escribió un relato muy detallado de la habitación y el cadáver, y después hizo un croquis del cuarto y el contenido. Un buen abogado defensor podía dejar como un idiota a cualquier testigo de la acusación que no estuviese bien preparado. La falta de preparación significaba que los culpables salían libres.
Frank había aprendido la lección con sangre cuando era un novato y había llegado el primero a la escena de un robo. Nunca se había sentido tan avergonzado y deprimido en su vida como aquella vez cuando dejó el banquillo de los testigos, su testimonio hecho trizas y utilizado como base para dejar en libertad al acusado. De haber tenido el arma reglamentaria, aquel día el mundo se habría quedado con un abogado menos.
Frank cruzó la habitación para reunirse con el médico forense, un hombre canoso y entrado en carnes que sudaba la gota gorda a pesar del fresco de la mañana. El forense bajó la falda del cadáver. Frank se puso en cuclillas y observó las manos pequeñas de la víctima ahora metidas en bolsas de plástico; después miró el rostro de la mujer que mostraba una coloración negra y azul. La ropa estaba empapada con los fluidos corporales. Con la muerte se producía la relajación casi instantánea de los esfínteres. Los olores eran muy desagrables. Por suerte, la presencia de insectos era mínima a pesar de la ventana abierta. Aunque un entomólogo forense, por lo general, podía fijar la hora de la muerte con más acierto que un patólogo, a ningún detective, a pesar de la precisión, le agradaba examinar un cuerpo humano que se había convertido en alimento para los insectos.