La llamada a la puerta fue inesperada. El presidente Alan Richmond mantenía una reunión muy tensa con su gabinete. La prensa criticaba desde hacía algún tiempo las políticas internas y quería saber el motivo. No porque sintiera un interés particular por las mismas. Lo que le preocupaba era la impresión que transmitían. En el esquema general, las impresiones eran lo único importante. Ese era el primer axioma de la política.
– ¿Quiénes son? -El presidente miró furioso a la secretaria-. Me da lo mismo, no están en la agenda del día. -Miró a los presentes. Coño, su jefa de gabinete ni siquiera se había presentado al trabajo. Quizá había hecho algo inteligente y se había tomado un frasco de pastillas. Eso le perjudicaría a corto plazo, pero él podía sacar grandes beneficios del suicidio. Además, ella había acertado en una cosa: llevaba tanta ventaja en las encuestas que no tenía sentido preocuparse.
La secretaria entró con paso tímido. Su asombro era evidente.
– Es un grupo de hombres muy numeroso, señor presidente. El señor Bayliss del fbi, varios policías, y un caballero de Virginia que no quiso decir su nombre.
– ¿La policía? Dígales que se marchen y presenten la petición para una cita. En cuanto a Bayliss que me llame esta noche. A estas horas estaría en alguna delegación del fbi en el culo del mundo si no le hubiese propuesto como director. No toleraré esta falta de respeto.
– Son muy insistentes, señor.
El presidente se levantó con el rostro rojo como un tomate.
– Dígales que se vayan a tomar por el culo. Estoy ocupado, idiota.
La mujer retrocedió a toda prisa. Antes de que pudiera salir, se abrió la puerta. Entraron cuatro agentes del servicio secreto, Johnson y Varney entre ellos, seguidos por un grupo de la policía local, incluido el jefe de policía Nathan Brimmer, y el director del fbi Donald Bayllis, un hombre bajo y corpulento con el rostro más blanco que la casa donde se encontraba ahora, vestido con un traje cruzado.
El último en entrar fue Seth Frank, que cerró la puerta. Traía un maletín marrón. Richmond miró a cada uno de los recién llegados, y su mirada se centró por fin en el detective de homicidios.
– El detective… Frank ¿no? En el caso de que no se haya dado cuenta, está interrumpiendo una reunión confidencial del gabinete. Tendré que pedirles que se retiren. -Miró a los cuatro agentes del servicio secreto, enarcó las cejas y movió la cabeza para señalarles la puerta. Los agentes le devolvieron la mirada sin moverse de su sitio.
Frank se adelantó. Con toda discreción sacó un papel del bolsillo, lo desplegó y se lo entregó al presidente. Richmond miró el papel mientras el gabinete contemplaba asombrado la escena. El presidente miró una vez más al detective.
– ¿Es una broma?
– Esto es una copia de una orden de arresto a su nombre por asesinatos cometidos en la mancomunidad de Virginia. El jefe Brimmer tiene una orden similar por asesinato en el distrito. Será efectiva después de que la mancomunidad acabe con usted.
El presidente miró a Brimmer, que le devolvió la mirada mientras asentía con una expresión severa. La mirada fría del jefe de policía reflejaba claramente su opinión sobre el jefe del ejecutivo.
– Soy el presidente de Estados Unidos. No pueden servirme nada que no sea café. Ahora salgan de aquí. -El presidente les volvió la espalda y caminó hacia su sillón.
– Es probable que sea cierto. Sin embargo, no me importa. En cuanto acabe el proceso de destitución ya no será el presidente Alan Richmond sino Alan Richmond a secas. Y cuando eso ocurra volveré. Puede estar seguro.
El presidente se dio la vuelta, con el rostro blanco como la leche.
– ¿Destitución?
Frank avanzó hasta quedar frente a frente con el hombre. En cualquier otro momento esto habría provocado la respuesta inmediata por parte de los agentes del servicio secreto. Ahora, los cuatro no se movieron. Era imposible saber por sus expresiones lo que cada uno de ellos sufría por la pérdida de un colega muy respetado. Johnson y Varney estaban furiosos por el engaño de que habían sido objeto en relación con los episodios ocurridos en la casa de los Sullivan. Ahora el hombre al que consideraban responsable se desmoronaba ante ellos.
– Basta de rollos. Hemos detenido a Tim Collin y a Gloria Russell. Ambos han renunciado a sus derechos y han realizado una declaración detallada de todos los hechos en relación con los asesinatos de Christine Sullivan, Luther Whitney, Walter Sullivan y otras dos muertes en Patton, Shaw. Creo que ambos han llegado á un acuerdo con los fiscales, que sólo están interesados en usted. Si me permite decirlo, este caso ayudará mucho a la carrera de cualquier fiscal.
El presidente se tambaleó al dar un paso atrás, pero recobró el equilibrio en el acto.
Frank abrió el maletín y sacó una cinta de vídeo y cinco casetes.
– Estoy seguro de que a sus abogados defensores les interesará ver esto. El vídeo muestra a los agentes Burton y Collin cuando intentaron asesinar a Jack Graham. Los casetes corresponden a varias reuniones en las que usted estuvo presente y se organizaron los asesinatos que tuvieron lugar. Son más de seis horas de testimonios, señor presidente. Se han enviado copias al congreso, al fbi, a la cia, al Post, al fiscal general, al departamento de abogados de la Casa Blanca y a todos aquellos en los que pensé. No hay saltos en las cintas. También se incluye el casete grabado por Walter Sullivan de la conversación telefónica que mantuvo con usted la noche en que le asesinaron. No coincide mucho con la versión que usted me dio. Todo con los saludos de Bill Burton. Dijo en su nota que era el cobro de su póliza de seguros.
– ¿Dónde esta Burton? -preguntó el presidente, furioso.
– Le declararon muerto en el hospital Fairfax a las diez y media de esta mañana. Suicidio.
Richmond consiguió llegar a la silla a duras penas. Nadie le ofreció ayuda. Miró a Frank.
– ¿Algo más?
– Sí. Burton dejó otro papel. Su voto para las próximas elecciones. Lamento comunicarle que no votó por usted.
Uno a uno los miembros del gabinete salieron de la habitación. El miedo al suicidio político por asociación era algo muy presente en la capital de la nación. Los policías y los agentes del servicio secreto les siguieron. El presidente se quedó solo. Sus ojos contemplaban la pared fijamente.
Seth Frank asomó la cabeza.
– Recuerde, nos veremos muy pronto -dijo, y cerró la puerta.