El Jaguar avanzó lentamente por el largo camino particular, se detuvo y bajaron dos personas.
Jack se alzó el cuello del abrigo. La noche era fresca y el cielo estaba encapotado con nubarrones que amenazaban lluvia.
Jennifer pasó por delante del capó para ir a reunirse con Jack y se apoyaron en el vehículo.
Jack contempló la casa. La hiedra, muy espesa, tapaba toda la parte superior de la entrada. La mansión transmitía una sensación de fortaleza y sosiego que sin duda contagiaría a sus ocupantes. Ahora mismo a él le vendrían muy bien las dos cosas. Tenía que admitirlo: era preciosa. Además, ¿qué tenían de malo las cosas hermosas? Cuatrocientos mil dólares como socio. Si traía más clientes, ¿quién sabía cuánto llegaría a ganar? Lord ganaba cinco veces más, dos millones al año, y ese era el mínimo.
El dinero que ganaban los socios era materia estrictamente reservada y nunca se discutía en la firma, ni siquiera en las circunstancias más informales. Sin embargo, Jack había adivinado la palabra clave que daba acceso al archivo de cuentas de los socios en el ordenador. La palabra era «codicia». La secretaria que la escogió se habría partido de la risa.
Jack observó el prado, que tenía el tamaño de la cubierta de un portaaviones. Tuvo una visión y miró a su prometida.
– Hay lugar de sobra para jugar al fútbol con los chicos -comentó con una sonrisa.
– Sí, así es. -Ella le devolvió la sonrisa y le dio un beso en la mejilla mientras le cogía un brazo para que le rodeara la cintura.
Jack volvió a mirar la casa, de tres millones ochocientos mil dólares, que muy pronto sería su hogar. Jennifer no dejó de observarle, con la sonrisa cada vez más amplia. Sus ojos brillaban, incluso en la oscuridad.
Por su parte, Jack sintió una profunda sensación de alivio. Esta vez sólo veían ventanas.
A doce mil metros de altura, Walter Sullivan se recostó en la mullida butaca y contempló la oscuridad a través de la ventanilla del 747. A medida que avanzaban de este a oeste, Sullivan añadía horas al día, pero los husos horarios nunca le habían preocupado. Cuanto más viejo se hacía menos necesitaba dormir, y además nunca había dormido mucho.
El hombre sentado delante de él aprovechó la ocasión para observar al anciano con atención. Sullivan era conocido en todo el mundo como un empresario honrado, aunque duro de pelar. Honrado. Esta era la palabra que pasaba una y otra vez por la cabeza de Michael McCarty. Los empresarios honrados no tenían necesidad de (ni ganas de hablar con) los caballeros con una profesión como la de McCarty. Pero cuando a alguien le avisan a través de los canales más discretos que uno de los hombres más ricos de la tierra desea entrevistarse con ese alguien, la persona en cuestión acepta. McCarty no se había convertido en uno de los mejores asesinos del mundo porque le gustara mucho el trabajo. Él disfrutaba con tener dinero y los lujos que el dinero le permitía comprar.
McCarty contaba con la ventaja de parecer él también un empresario, o un universitario, cosa que era verdad porque se había licenciado en política internacional en Dartmouth. Con el pelo rubio ondulado, los hombros anchos y sin una arruga en la cara, cualquiera le hubiese tomado por un empresario en el camino a la cumbre o una estrella de cine. El hecho de que se ganara la vida matando gente, por una tarifa superior al millón de dólares, no empañaba su entusiasmo juvenil o su amor por la vida.
Por fin, Sullivan se fijó en él. McCarty, a pesar de la enorme confianza en sí mismo y su frialdad ante la presión, comenzó a inquietarse ante el escrutinio del multimillonario. De una elite a otra.
– Quiero que mate a alguien por mí -dijo Sullivan, sin inmutarse-. Por desgracia, en este momento, no sé quién es esa persona. Pero con un poco de suerte, algún día lo averiguaré. Hasta que llegue ese día, queda usted contratado y sus servicios estarán a mi disposición.
– Sin duda conoce mi reputación, señor Sullivan -replicó McCarty con una sonrisa al tiempo que meneaba la cabeza-. Existe una gran demanda de mis servicios. Como ya sabe, mi trabajo me obliga a viajar por todo el mundo. Si le dedicase todo mi tiempo a usted hasta que se presente la oportunidad, entonces no cumpliría con los demás compromisos. Me temo que mi cuenta bancaria, junto con mi reputación, resultarían perjudicadas.
– Cien mil dólares al día hasta que surja la oportunidad, señor McCarty -respondió Sullivan en el acto-. Cuando cumpla con éxito el trabajo, le pagaré el doble de la tarifa habitual. No puedo hacer nada para preservar su reputación; sin embargo, confío en que mi oferta evite cualquier perjuicio a su peculio personal.
McCarty abrió los ojos un poco más de la cuenta pero enseguida recuperó la compostura.
– Considero que es una oferta adecuada, señor Sullivan.
– Desde luego, se dará cuenta de que no sólo deposito una gran confianza en su capacidad para eliminar sujetos, sino también en su discreción.
McCarty disimuló una sonrisa. El avión de Sullivan le había recogido en el aeropuerto de Estambul a la medianoche, hora local. La tripulación no sabía quién era. Nunca nadie le había identificado, por lo tanto no le preocupaba que alguien le reconociera. Sullivan, al recibirle personalmente, había eliminado un peligro. Al intermediario, que habría tenido a Sullivan en su poder. Por su parte, McCarty no tenía ningún motivo para traicionar a Sullivan, más de un millón de razones para no hacerlo.
– Recibirá los detalles cuando estén disponibles -añadió Sullivan-. Se alojará en la zona metropolitana de Washington, aunque su misión podría ser en cualquier parte del mundo. Necesitaré que se mueva al primer aviso. Me informará de su paradero en todo momento y se pondrá en contacto cada día a través de líneas de comunicación seguras que yo le asignaré. Pagará sus gastos de la cantidad que reciba. El dinero lo recibirá por transferencia a la cuenta que usted nos diga. Mis aviones estarán a su disposición si surge la necesidad. ¿Está claro?
McCarty asintió, un poco desconcertado por las órdenes de su cliente. Pero nadie llegaba a multimillonario sin ser un poco mandón, ¿no? McCarty estaba enterado del asesinato de Christine Sullivan. ¿Quién coño podía culpar al viejo?
Sullivan apretó un botón en el apoyabrazos de la butaca.
– ¿Thomas? ¿Cuánto falta para que lleguemos?
– Cinco horas y catorce minutos, señor Sullivan -respondió la voz serena del capitán-, si mantenemos la velocidad y la altura actuales.
– Asegúrese de que así sea.
– Sí, señor.
Sullivan apretó otro botón y apareció un camarero que preparó la mesa y les sirvió una cena que McCarty nunca había tenido oportunidad de probar a bordo de un avión. Sullivan no dijo nada hasta que acabaron de cenar y el joven se levantó mientras el camarero le explicaba cómo llegar a su litera. A un ademán de Sullivan, el camarero dejó solos a los dos hombres.
– Una cosa más, señor McCarty. ¿Alguna vez ha fallado en una misión?
McCarty entrecerró los párpados hasta que sólo se vio una raja mientras miraba a su nuevo patrón. Por primera vez resultó evidente que el tipo con pinta de empresario era muy peligroso.
– Una vez, señor Sullivan. Con los israelíes. Algunas veces parecen sobrehumanos.
– Por favor, que no ocurra otra vez. Muchas gracias.
Seth Frank paseaba por los salones de la casa Sullivan. Las cintas amarillas de la policía seguían colocadas en el exterior, sacudidas por la brisa cada vez más fuerte, mientras el cielo se encapotaba con gruesos nubarrones que prometían nuevos aguaceros. Sullivan se alojaba en su apartamento del Watergate. El personal doméstico se encontraba en la residencia de su patrón en Fisher Island, Florida, sirviendo a los miembros de la familia Sullivan. Los criados no tardarían en regresar a casa para ser sometidos a nuevos interrogatorios.
Se tomó un momento para admirar el lugar. Era como si estuviese de visita en un museo. Tanto dinero… El lugar rezumaba dinero, desde las soberbias antigüedades a los cuadros pintados con brocha gorda que había por todas partes, con firmas de verdad en una esquina. Caray, en esta casa todo era original.
Entró en la cocina y después en el comedor. La mesa parecía un puente que unía los extremos de la alfombra azul claro que cubría el suelo de parqué, los pies se hundían en el espesor del pelo. Se sentó en la cabecera de la mesa, sin dejar de mirar a todas partes. Por lo que se veía, aquí no había pasado nada. Pasaba el tiempo sin conseguir el menor progreso.
Fuera, el sol se abrió pasó por un instante entre las nubes, y Frank tuvo su primera oportunidad en el caso. Se le habría escapado de no haber sido porque en aquel momento admiraba las molduras en el techo. Su padre había sido carpintero. Las juntas se fundían sin solución de continuidad.
Entonces fue cuando vio el arco iris que se movía por el techo. Se preguntó de dónde surgiría. Su mirada buscó por todo el comedor la vasija llena de oro que, según la leyenda, estaba al final del arco iris. Tardó unos segundos, pero entonces lo encontró. Se arrodilló junto a la mesa y espió debajo de una de las patas. La mesa era una Sheraton, del siglo xviii, o sea que pesaba una tonelada. Necesitó dos intentos, el sudor le corrió por la frente, una gota le entró en el ojo derecho y le hizo lagrimear, pero por fin consiguió levantar un poco la mesa y sacarlo.
Volvió a sentarse y contempló su nueva posesión, quizá su pequeña vasija de oro. El trozo de material plateado servía como barrera para evitar que las alfombras húmedas dañaran la madera o la tapicería de los muebles. Con la ayuda de la luz del sol, la superficie metalizada había dado origen a la aparición del arco iris. Él tenía un paquete de estas cosas en su casa. Su esposa las usaba cuando se ponía muy nerviosa ante el anuncio de la visita de los suegros y decidía hacer una limpieza a fondo.
Frank sacó su libreta. Los sirvientes llegarían a Dulles al día siguiente por la mañana, a las diez. Dudaba que en esta casa el pequeño objeto hubiese permanecido mucho tiempo debajo de la mesa. Podía no ser nada o serlo todo. Era un margen muy amplio. Si tenía suerte, quizá se encontrara en un término medio.
Se arrodilló otra vez y olió la alfombra, se pasó los dedos por el pelo. Con los productos de limpieza de hoy en día resultaba difícil saber. No dejaban olor, se secaban en un par de horas. No tardaría en averiguar cuándo había sido y si le serviría de algo. Podía llamar a Sullivan, pero por alguna razón, prefería saberlo por alguien que no fuera el dueño de la casa. El anciano no estaba en los primeros puestos de la lista de sospechosos, pero figuraba en la misma. Si ganaba o perdía posiciones, dependería de lo que él descubriera hoy, mañana, o la semana próxima. Cuando lo planteaba así, resultaba muy sencillo. Esto no estaba mal, porque, hasta ahora, nada sobre la muerte de Christine Sullivan era sencillo. Salió del comedor pensando en la caprichosa naturaleza del arco iris y de las investigaciones policiales en general.