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Se probó la americana nueva. Le sentaba bien. Los pantalones le venían un poco grandes de cintura; había adelgazado. Tendría que comer más. Quizá podía comenzar invitando a su hija a una cena temprana. Si ella aceptaba. Tendría que pensarlo; no quería apresurar las cosas.

¡Jack! Tenía que haber sido Jack. Él le había hablado de su encuentro. Que su padre estaba metido en problemas. Ahí estaba la conexión. ¡Desde luego! Había sido un estúpido al no verlo desde el principio. Pero ¿qué significaba esto? ¿Que ella se preocupaba? Sintió un temblor que le comenzó en el pecho y acabó en las rodillas. ¿Después de tantos años? ¡Maldita inoportunidad! Pero había tomado una decisión y no la cambiaría. Ni siquiera por su hija. Algo tan terrible debía ser castigado.

Luther estaba convencido de que Richmond no sabía nada de las cartas a la jefa de gabinete. La única esperanza de la mujer era comprar discretamente lo que Luther tenía y asegurarse de que nunca más nadie vería el objeto. Comprarlo, con la esperanza de que él desaparecería para siempre. Luther ya había comprobado que el dinero había ingresado en la cuenta. Lo que había pasado con el dinero sería la primera sorpresa.

La segunda les haría olvidar la primera. Lo mejor de todo era que Richmond ni siquiera se lo imaginaba. En realidad dudaba que el presidente fuera a la cárcel. Pero si esto no era suficiente para que le destituyeran, entonces ya no sabía qué más hacía falta. Esto convertía el caso Watergate en una inocentada. Se preguntó qué hacían los ex presidentes destituidos. Esperaba que se consumieran en las llamas de su propia destrucción.

Luther sacó la carta del bolsillo. Lo arreglaría todo para que ella la recibiera en el momento en que esperaba las últimas instrucciones. La venganza. Ella recibiría su merecido. Como todos los demás. Valía la pena dejarla sufrir como si él supiera que ella tenía todo este tiempo.

Por mucho que lo intentaba no conseguía olvidar el recuerdo del plácido encuentro sexual de la mujer delante de un cadáver todavía caliente, como si la mujer muerta hubiese sido un montón de basura que no merecía ninguna consideración. Y Richmond. ¡El borracho hijo de la gran puta! Una vez más le enfureció el recuerdo. Apretó las mandíbulas, y de pronto sonrió.

Aceptaría cualquier trato que Jack pudiera conseguir. Veinte años, diez años, diez días. Ya no le importaba. Que le dieran por el culo al presidente y a todos los que le rodeaban. Que le dieran por el culo a toda la ciudad, los hundiría.

Pero primero pasaría algún tiempo con su hija. Lo demás ya no le interesaba.

Iba hacia la cama cuando se estremeció. Se le acababa de ocurrir otra cosa. Algo que dolía, pero que comprendía. Se sentó en la cama y bebió un vaso de agua. ¿Si era verdad cómo podía culparla? Además podía matar dos pájaros de un tiro. Mientras descansaba un rato pensó que las cosas demasiado buenas para ser verdad nunca lo eran. ¿Merecía algo mejor de parte de ella? La respuesta era clara: no.

En el momento que la transferencia llegó al banco, las instrucciones automáticas se encargaron en el acto de repartir y enviar los fondos a cinco centrales bancarias diferentes; cada transferencia era por un importe de un millón de dólares. A partir de ese momento, los fondos siguieron un largo circuito hasta que la suma total volvió a reunirse en otro lugar.

Russell, que había colocado un rastro en el flujo de dinero desde el inicio, no tardaría en descubrir qué había pasado. No se sentiría muy contenta. y mucho menos le agradaría el próximo mensaje.

El Café Alonzo llevaba abierto poco más de un año. Tenía la típica terraza con mesas y sombrillas de colores instalada en un pequeño espacio de la acera marcada con una verja de hierro negro de un metro cincuenta de altura. Servían varios tipos de café y tanto la bollería como los bocadillos eran muy populares entre la clientela del desayuno y la comida. A las cuatro menos cinco sólo había una persona sentada en la terraza. Hacía fresco y las sombrillas plegadas parecían una columna de pajitas gigantes.

El local estaba ubicado en la planta baja de un moderno edificio de oficinas. A la altura del segundo piso colgaba un andamio. Tres trabajadores cambiaban un cristal roto. Toda la fachada del edificio estaba hecha con vidrios espejo que daban una imagen completa de la acera opuesta. El cristal era pesado y voluminoso, e incluso los tres hombres fornidos tenían que esforzarse para moverlo.

Kate se arrebujó en el abrigó y probó el café. El sol de la tarde calentaba bastante a pesar de la brisa, pero no tardaría en desaparecer. Las sombras cada vez más largas se extendían poco a poco sobre las mesas. Sintió una molestia en los ojos al mirar el sol sobre los techos de las casas cerradas en diagonal al café al otro lado de la calle. No tardarían en demolerlas para dar espacio a la renovación de la zona. No advirtió que una de las ventanas del primer piso de una de aquellas casas estaba abierta. La casa vecina tenía dos ventanas rotas. La puerta de otra estaba hundida.

Kate miró la hora. Llevaba sentada allí unos veinte minutos. Habituada al ritmo frenético de la oficina del fiscal, el día se le había hecho interminable. Tenía claro que había docenas de policías en la vecindad preparados para lanzarse sobre él en cuanto apareciera. Entonces pensó en una cosa. ¿Tendrían ocasión de decirse algo? ¿Qué diablos iba a decirle? ¿Hola, papá, te han pillado? Se pasó la mano por las mejillas ardientes y esperó. Él aparecería a las cuatro en punto. Ahora era demasiado tarde para hacer nada. Demasiado tarde para cualquier cosa. Pero ella estaba haciendo lo correcto, a pesar de la culpa que sentía, a pesar de la crisis después de hablar con el detective. Cruzó las manos y las apretó. Estaba a punto de entregar a su padre a las autoridades, y él se lo merecía. No lo pensó más. Ahora sólo quería que todo acabara de una vez.

McCarty no estaba conforme. En absoluto. Su rutina era seguir al objetivo, a veces durante semanas, hasta que el asesino comprendía los patrones de comportamiento mejor que la propia víctima. Esto simplificaba el trabajo. Además el tiempo adicional le permitía a McCarty planear la fuga, estudiar las peores situaciones posibles. Esta vez no tenía ninguna de estas ventajas. El mensaje de Sullivan había sido terminante. El hombre ya le había pagado una suma enorme a cuenta, y le pagaría otros dos millones al acabar el trabajo. Ahora le tocaba a él cumplir con su parte. Excepto en su primer asesinato, cometido hacía muchos años, McCarty no recordaba estar tan nervioso. No le ayudaba mucho saber que había polis por todas partes.

Se repitió a sí mismo que las cosas saldrían bien. Había aprovechado el poco tiempo disponible después de la llamada de Sullivan para hacer un reconocimiento de la zona. De inmediato se le ocurrió la idea de apostarse en una de las casas vacías. Era el único lugar lógico. Estaba allí desde las cuatro de la mañana. La puerta trasera daba a un callejón. El coche alquilado estaba aparcado en la esquina. Tardaría quince segundos desde el momento de efectuar el disparo, dejar el fusil, bajar la escalera, salir al callejón y subir al coche. Estaría a casi cuatro kilómetros de distancia antes de que la policía se diera cuenta de lo ocurrido. Un avión le esperaba a los cuarenta y cinco minutos en un aeropuerto privado a quince kilómetros al norte de Washington. Él sería el único pasajero del vuelo a Nueva York.Dentro de cinco horas, McCarty estaría a bordo del Concorde que aterrizaba en Londres.

Repasó el fusil y la mira telescópica por enésima vez, de un papirotazo apartó una mota de polvo del cañón. Un silenciador no le habría venido mal, pero aún no había encontrado ninguno aplicable a un fusil, y mucho menos a uno que disparaba proyectiles de alta velocidad como el suyo. Contaba con la confusión para enmascarar el disparo y la huida. Miró al otro lado de la calle y comprobó la hora. Faltaban unos minutos.

McCarty era un asesino experto pero no tenía modo de saber que otro fusil apuntaría a la cabeza del objetivo. Y que detrás de ese fusil habría un par de ojos tan agudos o más que los suyos.

Tim Collin se había calificado como tirador de primera en los marines y su sargento mayor había escrito en la evaluación que nunca había visto a un tirador de tanta calidad. Ahora, el objeto de estas alabanzas observaba a través de la mira telescópica del fusil; después se relajó. Collin miró el interior de la furgoneta. Habían aparcado el vehículo en la esquina opuesta al café, desde donde tenía un tiro directo al objetivo. Apuntó otra vez. Kate Whitney apareció por un momento en la retícula. Collin abrió la ventanilla lateral de la furgoneta. Estaba en la sombra de los edificios detrás de él. Nadie veía lo que hacía. Además tenía la ventaja de saber que Seth Frank y un grupo de policías del condado estaban ocultos a la derecha del café mientras que otros esperaban en el vestíbulo del edificio de oficinas. Varios coches sin identificación estaban aparcados a lo largo de la manzana. Si Whitney intentaba escapar no llegaría muy lejos. Pero el agente sabía que no tendría ocasión.

Después del disparo, Collin desarmaría el fusil y lo ocultaría en la furgoneta, saldría con la pistola y la placa y se uniría con los demás en la discusión sobre qué diablos había pasado. Nadie pensaría en revisar un vehículo del servicio secreto en busca del arma o del tirador que acababa de matar a su presa.

El plan de Burton le había parecido muy sensato. Collin no tenía nada en contra de Luther Whitney, pero había mucho más en juego que la vida de un delincuente profesional de sesenta y seis años. Muchísimo más. Matar al viejo no era algo que pudiera disfrutar; de hecho, intentaría olvidarlo cuanto antes. Pero así era la vida. Le pagaban por hacer su trabajo, en realidad había jurado hacerlo. ¿Quebrantaba la ley? Desde un punto de vista legal cometería un asesinato. En realidad hacía lo que había que hacer. Daba por sentado que el presidente lo sabía, Gloria Russell lo sabía y Bill Burton, el hombre al que respetaba más que a ningún otro, le había ordenado que lo hiciera. El entrenamiento de Collin le impedía no hacer caso a la orden. Por otro lado, el viejo había entrado en la casa. Le caerían veinte años. No viviría veinte años. ¿Quién quería estar en la cárcel a los ochenta años? Collin le evitaría un montón de sufrimientos. En esas mismas circunstancias, Collin hubiese preferido que le pegaran un balazo.

El agente miró a los trabajadores montados en el andamio que luchaban para enderezar el panel de cristal. Un hombre sujetó la soga de la polea y comenzó a tirar. El cristal subió poco a poco.

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