Bastante mujer: Entrevista con mi madre
Lo primero que recuerdo de mi llegada a Norteamérica fue a mi padre reuniéndose conmigo en el muelle. «¡Ése no es mi padre!», solté. No había visto a mi padre desde que se había ido a Nueva York cuando yo tenía dos años, y debo de haber pensado que se parecería a mi tío Boris, al que yo adoraba.
Vivíamos en Bristolcon mi tía Sarah, hermana de mi madre, y nuestras dos primas, Minnie y Lennie. De vez en cuando mi madre y mi tía tenían unas riñas tremendas y nos mudábamos a una pensión, aunque cada vez menos desde que mi madre se puso tuberculosa y adelgazó hasta volverse esquelética.
Vinimos a Norteamérica en un barco rebosante de soldados que volvían a casa después de la Gran Guerra. Aunque delgada y trabajada por el tiempo, mi madre siempre fue una mujer guapa en la que se fijaban los hombres, que la admiraban. Ella no reparaba en que se fijaban en ella.
Durante la travesía a Norteamérica, yo estaba jugando detrás de las lanchas salvavidas (donde no había barandilla) y casi me caigo al mar. Un soldado me vio y me salvó. Nos convertimos en la comidilla de la travesía. ¡Yo era la niña a la que habían salvado!
El primer sitio donde vivimos fue en el East Bronx. Ibamos vestidas como encantadoras niñas inglesas con el pelo a lo garçon y sabíamos hacer reverencias y decir «Por favor, Miss esto y lo otro» o «Gracias, Miss esto y lo otro». Comparadas con los niños del Bronx, éramos miembros de la casa real. También las profesoras, que eran unas antiguas irlandesas inseguras, pensaban que éramos maravillosas. En el colegio nos ponían como ejemplo de cómo se había que comportar y vestir. Las niñas nos esperaban al salir del colegio y nos pegaban. Pronto nos hicimos norteamericanas. Después de eso, nada de volver a ser unas inglesitas. Llevábamos medias de lana y algo que se llamaba «peinados redondos», igual que las violentas niñas del Bronx.
Mamá echaba de menos su jardín de Bristol, de modo que Papá nos llevó a una zona de las afueras casi deshabitada, Edgemere, en Long Island: un centro de veraneo que entonces había perdido el favor de la gente. El mar era gris y frío. Allí yo tenía una amiga cuyo padre era músico del teatro Capitol y recuerdo que yo pensaba que las dos éramos hijas de artistas que no nos querían. En aquella época, Papá tenía un estudio en la esquina de la calle 14 con Union Square y venía raramente a casa. Cuando venía, él y mamá tenían unas peleas espantosas. Se gritaban en ruso y Kitty y yo nos escondíamos debajo de la mesa de la cocina. Recuerdo que una vez Papá rompió la puerta de cristal con las manos y se dirigió hacia el mar. Volvió a casa con los pantalones empapados y la mano sangrándole todavía. Mamá sollozaba en la mesa de la cocina.
Más tarde, recuerdo que a ella le hicieron un aborto en aquella mesa de la cocina, algo secreto y horrible, y también que susurró en ruso. La llevaron rápidamente al hospital después de eso, destrozada y sangrando mucho. Kitty y yo nos dábamos cuenta de que había pasado algo terrible pero no estábamos seguras de qué. Sólo lo comprendimos después. Papá no quería más hijos y eso era todo. El era quien tomaba todas las decisiones. Mamá no es que fuera sencillamente desgraciada, se encontraba fatal. Nunca se le ocurrió que se podía marchar.
Pero todos los veranos, mientras vivieron mis abuelos, íbamos a Inglaterra. ¡Era la gran escapada! Papá ganaba el dinero suficiente para mandarnos. Estábamos en casa de mis abuelos, que todavía tenían una tienda de comestibles en el East End de Londres. Mi abuela tenía unos ojos azules brillantes, y mi abuelo llevaba perilla y montaba a caballo. Nunca hablaba con las niñas, pues no se merecían la molestia. Pero mi abuela nos adoraba. Mi abuelo en Rusia había sido guardabosques, un tratante de madera que compraba árboles sin cortar, aunque a los judíos, por supuesto, no se les permitía tener tierras. Montaba a caballo muy bien, y cuando su único hijo, Jacob, hizo una fortuna -primero como peletero, luego como marchante ambulante de cuadros -, él y mi abuela se retiraron a la casa de campo de]acob, en Surrey, que tenía graneros con el techo de paja, pista para los caballos y todo. Por supuesto, mi tío Jacob se deshizo de su mujer judía y se casó con una shiksa. Caballos y shiksas; pruebas del éxito de los jóvenes de origen judío. Llevó a mis abuelos a su casa de campo y les liberó de la tienda de comestibles. En su vejez mi abuelo estudió para ser rabino. Todavía no les hablaba a las chicas.
Mi padre debe de haber ganado una pequeña fortuna durante los años veinte, primero pintando cuadros sin firmar para aquellos agentes de lo que él llamaba «pintores falsos», luego pintando las cabezas de los carteles de las estrellas de cine de la Metro Goldwyn Mayer. Por entones las pintaban por partes. Unos se especializaban en las cabezas, otros en los cuerpos. El pintaba cabezas.
Los «pintores falsos» eran tipos que se instalaban como artistas en ciudades de vacaciones como Palm Beach.
Tenían un gran estudio, llevaban boina, un blusón, y hablaban con las damas de la sociedad. Pasaban por artistas, manteniendo el lienzo cuidadosamente oculto de la vista. Entonces Papá llegaba furtivamente de noche y pintaba el retrato a partir de una fotografía. Hizo centenares de retratos de ésos. Una vez me dijo que había perdido más de 100.000 dólares en el C rash de 1929 -así que entonces debía de ser el equivalente a un millonario -, y todo ganado con la pintura. Tuvo que volver a rehacer su fortuna desde cero a partir del Crash. Durante la Depresión, trabajó para la MGM.
Yo podría haber ido a la universidad que hubiera querido, pero como Kitty dejó el colegio y fue a la National Academy of Design, y como siempre venía a casa con historias de lo estupenda que era, de cuántos chicos guapos había, de lo mucho que se divertía, decidí que yo también quería dejar el colegio. Papá me lo permitió. Sólo sentía desprecio por los estudios oficiales. En la National Academy of Design, los profesores siempre se burlaban de los chicos: «Será mejor que te andes con ojo con esa chica, Mirsky. Ganará el Prix de Rome», que era la beca mejor. Pero nunca se la concedían a las chicas y yo lo sabía. De hecho, cuando gané dos medallas de bronce, estaba furiosa porque sabía que sólo eran unas condecoraciones, no un premio que proporcionase dinero de verdad. Y eso sólo porque yo era una chica. ¿Por qué decían: «Será mejor que te andes con ojo con esa chica, Mirsky», si no era para atormentarme?
Nunca habría conocido a tu padre a no ser por un amigo de Papá que se llamaba Rebas y que era un ruso blanco. Era uno de aquellos artistas de carteles de cine especializado en cabezas, y él y su amigo, un tal Mr. Hittleman que tocaba el violín, compraron un centro de vacaciones en Catskilly lo llamaron Utopía. Yo estaba allí como una especie de señorita de compañía de los niños. Tenía diecisiete años. Pero Mr. Rebas -por algún motivo - insistió en dormir en mi habitación. Dijo que era para protegerme. Nunca me puso la mano encima. Creo que era gay y yo era su modo de disimularlo. En cualquier caso, cuando tu padre llegó con su orquesta, debía de parecer como si yo me estuviera acostando con el dueño de la casa. Y llevaba unos vestidos maravillosos, una capa de terciopelo negro que me había hecho yo, y unos sombreros fabulosos. Y me deslizaba por los campos como una aparición de El sueño de una noche de verano. Conque tu padre decidió que fuera suya. Era muy guapo. Y muy agresivo.
Tenía los ojos azules y el pelo castaño. Era el tumler, el director de la sala, el líder de la banda, el principal autor de los sketches; lo hacía todo él. Yo pensaba que resultaba sorprendente de verdad que los sketches fueran tan malos y los chistes tan desvergonzados. El nivel de humor era abismal. Los viernes por la noche, bromeaban sobre que llegaba el tren de los tiesos: los maridos cachondos que venían de la ciudad.
Pero mi querida hermana no había nada que viera y me perteneciese a mí que no quisiera. En cuanto vino de la ciudad, se puso a coquetear con Seymour. Si no hubiese coqueteado con él, yo nunca habría estado segura de que era el adecuado. Si Kitty lo quería, entonces yo me quedaría con él. ¡Así eran nuestras relaciones de hermanas! Yo no tenía ningún interés en casarme. Era un espíritu libre, una artista. Se suponía que las mujeres debían ser libres. Mi ídolo era Edna St Vincent Millay. Y hasta mi madre, que había tenido un matrimonio tan espantoso, estaba muy orgullosa de una amiga suya que era dentista. Creía mucho en lo que tú llamarías el Movimiento de liberación de la mujer. No era de esas mujeres que salían y se manifestaban a su favor, pero creía en él. Cuando yo tenía problemas con tu padre, antes de que nacieras, decía: «Déjale si quieres. Yo te ayudaré todo lo que pueda.» Quería que yo tuviera una vida mejor que la suya. No quería verme atrapada en un matrimonio desgraciado.
Una vez en un viaje a Japon con Papá, tuve un sueño sobre mi madre que nunca olvidaré, he cortaban las piernas y sangraba, estaba atada a una columna, o en la parte de arriba de la torre de una iglesia, y recuerdo que yo me arrastraba alrededor y lloraba al verla, pero ella no dejaba de decir: «Todo está bien, cariño, esto no es tan malo.» Eso resume nuestra relación.
Mi padre no fue un padre cariñoso cuando Kitty y yo éramos pequeñas, pero cuando nació tu hermana Nana, descubrió la paternidad cuando ésta ya estaba pasada de moda. Nunca se llevó bien con mi madre, por lo que insistía en que viviéramos todos juntos, atándonos a aquel gran apartamento y haciendo a la bebé el centro de todo. Yo era la criada, tu padre era el mayordomo, mamá era la cocinera. Papá era el rey y tu hermana la princesa. Total, que el abuelo al que quisiste tanto fue un invento reciente. Para mí en absoluto fue un padre. Tú tienes unos recuerdos maravillosos de él, y para mí no era más que un espantoso tirano. ¡Prácticamente monopolizaba el mercado del chovinismo machista. Trataba a Mamá como si fuera idiota, la rebajaba constantemente. Tuve que volverme muy guerrera para poder crecer con un padre así. Luego, con sus nietas, ¡se volvió un santo! ¡Primero echó a perder mi vida, luego secuestró a mis hijas!
Cuando naciste tú, durante la guerra, casi te mueres. Fuiste la única recién nacida que sobrevivió. Siempre consideré que te quería más porque tuve que luchar tanto para mantenerte con vida.