Este es el antiguo modelo de mujeres que sienten desprecio por sí mismas, el que debemos destrozar. El cambio no llega con el rechazo sino con la aceptación. Esas feministas que se han quejado de que no debemos escribir sobre la propia tortura, la repugnancia por nosotras mismas, o los amores obsesivos de las mujeres, son una fase crucial de la evolución de la mujer. El abandono de nuestra repugnancia por nosotras mismas, de la esclavitud del yo, es una fase esencial por la que debemos pasar, una especie de exorcismo de grupo o de psicoanálisis de masas. Si exigimos que la literatura de las mujeres sea prescriptiva en lugar de descriptiva, nunca exorcizaremos a la esclava. Un futuro de arte socialrealista -feministas muy felices con monos de mecánico azules saludando con la mano desde tractores brillantes, o su equivalente contemporáneo- no nos llevará a donde necesitamos ir. Necesitamos abrir la puerta al asombroso poder de Eros en la psique femenina. Hemos dejado que Eros signifique esclavitud, y sin embargo Eros también tiene el poder de liberarnos. Debemos exigir el derecho a presentar las vidas de las mujeres tal y como sabemos que son, no como nos gustaría que fueran. Debemos dejar de aplicar preceptos políticos a la creatividad.
Hemos sido mucho más libres para conceder a las mujeres de color el derecho a representar sus vidas sin preceptos políticos, y su escritura muestra una libertad de la que la escritura de las mujeres blancas muchas veces carece. La lujuria, franqueza, y autoridad moral que encontramos en escritoras como Zora Neale Hurston, Gwendolyn Brooks, Toni Morrison, Maya Angelou, Alice Walker, Terry McMillan, Lucille Clifton, Rita Dove y tantas otras, tiene una fuente común. Las mujeres negras les llevan por lo menos un siglo de adelanto a las mujeres blancas en lo de desterrar a la esclava de la propia identidad. Era una cuestión de necesidad: si tanto el mundo de los hombres blancos como el de los negros te quita todo poder, es mejor que encima no te quites poder a ti misma. «Las mujeres decididas no tienen depresiones», escribió la poeta afro-norteamericana Ida Cox. La energía que admiramos en la escritura de las mujeres afro-norteamericanas es la energía que procede de haber dejado de negar la realidad. En sus escritos no hay vergüenza, ni una adaptación de la realidad a fines políticos. El racismo crónico de nuestra cultura permite selectivamente a las mujeres negras estar en relación con los impulsos clónicos que bullen bajo el barniz de la civilización. A la mujer negra le está permitido ser nuestra vidente, nuestra poeta laureada, nuestro oráculo. Me gustaría ver a todas las mujeres que escriben -sea cual sea su origen étnico- reclamar ese poder, de modo que finalmente el color y el género puedan volverse insignificantes.
Miro mis propios orígenes étnicos -la condición de judía- y veo una identificación ambivalente entre mis colegas. Parece que le hemos vuelto la espalda a nuestras grandes poetas como Muriel Rukeyser, haciendo de espejos al desdén intelectual que los hombres judíos manifiestan hacia sus hermanas. Se trata de una ambivalencia que debemos entender y sobre la que nos debemos imponer si vamos a reclamar nuestro derecho a cantar canciones ambivalentes. Nosotras, las mujeres escritoras judías, por lo general hemos ocultado nuestros orígenes étnicos como si no fueran importantes. Desde Emma Lazarus identificándose con las «masas apiñadas» a Gloria Steinem leyendo poemas de Alice Walker en voz alta para expresar su muchas veces reprimida expresión propia, hemos adoptado el papel de asistentas sociales y luchadoras por la libertad, pero no nos atrevemos a realizar el primer acto de libertad: liberarnos a nosotras mismas. En su libro What is Found There: Notebooks on Poetry andPolitics («Lo que se encuentra allí: Cuadernos sobre poesía y política»), Adrienne Rich presenta su propia aceptación como poeta, como lesbiana, como judía. Lo de judía viene al final, pues es una identidad que no nos han enseñado a molestarnos por ella. Pero quizá por eso debería venir la primera.
¿Qué significa ser una mujer en una tradición que enseña a los hombres a alegrarse por no ser mujeres? ¿Qué significa que la abnegación fundamente los propios principios de la religión de una? A no ser que nos hagamos esas preguntas y dejemos de escondernos detrás de las «masas apiñadas», no podremos reclamar nuestro derecho de primogenitura: la libertad de expresión. ¿Cómo sería lo que escriben las mujeres judío-norteamericanas si dejasen de acurrucarse detrás del progreso social y se atrevieran a expresar de verdad lo que hay en nuestros corazones?
¡Qué ironía que hayamos celebrado semejante libertad en las escritoras afro-norteamericanas mientras nos la negamos a nosotras mismas! ¿Por qué pretendemos todavía asimilarnos a una sociedad blanca masculina que sólo nos quiere como guardianas de la cultura, no como artistas? Preveo un florecimiento de la expresión de las escritoras judías si nos atrevemos a responder a esa pregunta.
Es extraño que sólo unas pocas de nuestras escritoras se hayan atrevido a reclamar su condición concreta de mujeres judías. Y las que han empezado a explorarla -Letty Cottin Pogrebin, Phyllis Chesler, Anne Roiphe, Esther Broner, Marge Piercy- a veces han sido denigradas por las mismas críticas que aplauden lo étnico de las escritoras norteamericanas de origen africano o asiático. Esta dificultad de reafirmar una doble identidad, como mujeres y como judías, me inquieta porque veo a poetas que deberían haber seguido los pasos de Nelly Sachs y Muriel Rukeyser volverse hacia una falsa solidaridad con hombres judíos que nunca aceptarían su devota presencia en el Muro de las Lamentaciones de la literatura.
Cynthia Ozick y Grace Paley se cuentan entre las pocas escritoras judías que se han permitido hacer patente tanto su feminismo como su condición de judías y no han sido lapidadas por ello. Pero su intenso feminismo por lo general se ignora como uno de los frutos de su talento.
Queda mucho por hacer. Debemos confesar nuestro doble desprecio hacia nosotras mismas en primer término y luego hacia lo que escribimos. Debemos dejar de llevar faldas escocesas y abrigos de Chesterfield. Debemos dejar atrás nuestro esnobismo de clase inmigrante y dejar de pretender que podemos pasar por Jane Austen. Debemos reclamar a Emma Goldman y a Muriel Rukeyser, y la fuerza que representan sus voces.
Hemos llegado a absorber no sólo la misoginia de nuestra cultura, sino también el antisemitismo. En ocasiones hemos llegado a igualar la condición de judías con la vulgaridad y lo chillón, y así la hemos tratado de disimular. Dejamos que nuestra condición de judías la expresen nuestras estrellas de la comedia musical y nuestras actrices cómicas. A lo mejor la mujer judía aterra porque representa fuerza, sexualidad, una voz potente. De hecho, nunca hemos necesitado más su coraje. No estoy diciendo que debamos balcanizar el feminismo en norteamericanas judías, norteamericanas africanas, norteamericanas asiáticas, norteamericanas nativas, etcétera. Las verdad es que la universalidad de nuestra experiencia es mucho más importante que lo específico de nuestras diferencias. Sólo estoy señalando lo extraño que es el que hayamos suprimido nuestros orígenes étnicos mientras celebramos los de otros grupos. Si creemos de verdad que el autoconocimiento lleva a la libertad, deberíamos permitirnos una exploración semejante de lo étnico.
Después de los cincuenta años, empiezo a poner en cuestión mi relación ambivalente con mi identidad de judía y mi tendencia a una asimilación irreflexiva de la que he escrito antes. Me parece asombroso que a una mujer nacida en pleno Holocausto no le hayan inculcado un sentido más fuerte del judaismo. Y también empiezo a lamentar no haber educado a Molly de modo más judío, y no haber tenido más hijos judíos que reemplazaran a los que desaparecieron entre los seis millones. Últimamente he empezado a anhelar la solidaridad con otras feministas judías, el unirme a ellas en la búsqueda de unos rituales judíos no sexistas; el celebrar mi condición de judía sin vergüenza, sin un antisemitismo internalizado, y el abrazar mi condición de judía como una parte de mi búsqueda de la verdad por medio de lo que escribo. Eso me lo han inspirado las escritoras norteamericanas de origen africano o asiático, o las nativas que ya han superado la falsa postura de que es posible la asimilación. Como judía secular, tendré que inventar una herencia y al tiempo volverla a descubrir. Estoy deseándolo por primera vez. Tengo el corazón abierto.