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Miedo a la fama

Viena suponía un baño en el pasado nazi. E ir a Europa, para mi familia, siempre ha sido una excusa para sumirse en su origen primigenio. Todos han sido grandes viajeros y grandes descontentos. Europa era un lugar para rebuscar en la memoria, para revivir dramas, ideales, historias, sexo. Mi abuelo había soñado con el París del cambio de siglo durante toda su vida en Nueva York; mi madre había soñado con la Exposición Universal de París de 1931, con sus maquetas de Angkor Wat, y los chicos tan guapos que la perseguían vestida con sus medias de seda y su sombrero de forma acampanada. Ella y mi tía no olvidaban nunca el tremen (después llamado el Liberté, la primera bañera en la que yo también crucé el Atlántico), donde chicos nazis muy repeinados que olían a colonia de violeta las perseguían por las salas art déco, sin saber que eran judías. (Mi madre siempre ha tenido muchos admiradores.) Del Bremen al Liberté, seguimos sus pasos marinos.

Era una tradición familiar: Europa para nosotras era sexo: el lugar donde desaparecía la culpabilidad, las chicas bailaban el cancán y los chicos te besaban bajo los puentes del Sena, o el Támesis o el Arno, sin ninguna consecuencia. Europa era aventuras de una noche con hombres que hablaban escasamente tu idioma y en consecuencia no lo podían contar. Europa era poesía y bacanales y vino y queso y el país de las Doce Princesas. Allí no contaba nada. Después de todo, nos habíamos ido a tiempo. El Holocausto no se nos llevó por delante. Pero jugábamos con el peligro al borde de la llama, dedicándonos al sexo, una invitación al incendio. El hecho de haber escapado por poco al mayor pogromo de la historia hacía a Europa más sexy para los judíos norteamericanos nacidos después de la II Guerra Mundial. Dios sólo hizo dos fuerzas -amor y muerte-, y cuanto más cerca estuvieran el calor era mayor.

Preguntada:

– ¿No quieres ir a Europa, abuela? -la abuela, de ciento un años, de mi actual marido contestó (como ha hecho durante años):

– Ya he estado.

Pero mi familia nunca le volvió la espalda a su antiguo país. El verano en que yo tenía trece años fui a Europa en el Liberté con mis padres, cargando con un estuche de maquillaje con quince barras de labios y veinte colores distintos de esmalte de uñas, por el Grosvenor House, el George V, y el hotel Trianon de Versalles. Coqueteé con todos aquellos ascensoristas en sus cajas doradas. Bailé con pretendientes, y los llamé «pretendientes». El verano de mis diecinueve años me mandaron a la Torre de Bellosguardo, en Florencia, a estudiar italiano, y el verano en que tenía veintitrés años volví a hacer lo mismo sin la excusa de los cursos de verano.

Me enamoré de Italia como si el país fuera un hombre, un hombre con muchos campanili. A partir de entonces, Italia fue el país de mi amor. Todavía lo es, aunque las botellas de plástico y los condones se depositen en sus soleadas orillas y VIP ahora signifique visite in prigione.

Willkommen in Wien, decía el rótulo. Aquello no era Italia, pero estaba cerca. Justo al otro lado de los Alpes estaba El País del Folleteo, una bota bailando enfebrecidamente que le daba una patada a Sicilia hacia el mar azul celeste. Y Viena era encantadora, aunque estuviera abarrotada de nazis y de psicoanalistas, aunque yo estuviera con mi marido.

Pronto tomé conciencia de ello. Sólo tuve que echarle los ojos encima y al momento quedé enamorada de un protagonista de lo más inadecuado, un psiquiatra hippy laingiano con unos intensos ojos verdes (uno de ellos estrábico), abundante pelo rubio y gran cantidad de feromonas. Yo sólo quería un ligue para aliviar el aburrimiento de mi matrimonio, pero le había echado el guante a un amante-demonio al que no había nada que le gustase más que liar la vida de los demás y tener líos con las mujeres de los otros psicoanalistas.

Su nombre auténtico era tan absurdo que no podría usarlo en un libro. Yo le llamaba «Goodlove», esperando evocar el Mr. Lovelace de Clarissa. Aparte de eso, lo tenía más o menos colgado de mí. Sentir un deseo inmediato lleva al cuelgue. Perder el control empuja al amante a jugar a los dardos con el objeto del caos emocional. Los dardos, las flechas, acompañan al amor. Incluso Cupido las usa.

En todos los actos públicos -cenas en el Danubio, banquetes en la Rathaus, conferencias de luminarias psicoanalíticas por medio de auriculares- coqueteábamos. Todo el mundo lo notaba. Pretendíamos eso. Nos daba la excitación necesaria. No queríamos follar tanto el uno con el otro como fastidiarles a los demás, en especial a mi marido y mi psicoanalista. Pero mi psicoanalista no miraba. Sólo lo hacía mi marido.

Tras unos escarceos preliminares en el hotel vienés donde residían todos los ingleses, comprendí que era de poco fiar en la cama. De todos modos estaba loca por él.

Su conversación me atraía. Él quería nada más y nada menos que llevarme al fondo de mí misma. Y yo estaba tentada. Era el tentador que había andado buscando.

Mi primer libro de poemas había salido aquella primavera y yo estaba buscando una recompensa. Publicar un libro siempre me ha hecho desear el caos. Un libro ordena y pone fin a una parte de la vida. Esa fase ha terminado, está a punto de comenzar otra. Buscaba una balsa que me ayudara a cruzar el Rubicón. La balsa siempre ha sido un hombre.

Llegué, vi, fui conquistada. Mis tretas para convertir a un esclavo en amo no me fallaron. El corazón y el cono latían exigiendo: tómame, tómame, tómame o moriré.

Mi marido y yo quedábamos despiertos toda la noche analizando la atracción. Con eso tratábamos de reprimirla, pero sólo la hacía más intensa. Dado que todo libro es un pelarse la piel, ahora yo estaba en carne viva. Quería que me saliera una piel nueva que tapara la sangre.

Una relación amorosa hace eso: que crezca una protección, aunque sólo sea para cicatrizar. El amor ni siquiera tiene que participar, El hombre sólo me parecía guapo a mí. Pero me provocaba, y la provocación parece amor.

Después de quince días de esto, nos marchamos juntos en su MG, sin destino. Un descaro, un regicidio. Allan era el rey y yo era la asesina. Quería matar al rey del interior de mi cabeza. No me bastaba con el ajedrez. El hombre tenía que ser de carne y hueso. Y tenía que hablar, tenía que despertar al diablo osado de mi pecho.

Él dijo:

– No quieres, no puedes.

Yo dije:

– ¡Puedo! ¡Quiero!

¡Qué modo tan estúpido de iniciar un viaje! Nos dirigimos a los Alpes y zigzagueamos por los pasos alpinos. Salzburgo, St Gilgen, Berchtesgaden, el nido de Hitler. Nos deteníamos en pensiones modestas. Estábamos destinados a no gustarnos el uno al otro tanto como el primer día que nos vimos.

Nos dominaba el pánico. Para aplacarlo, le conté la historia de mi vida. «Adrián Goodlove» me empujaba a ello, estimulando mi candor. Para cuando llegamos a París, yo ya había oído mi propia historia, aunque había sido como las de Scherezade, para mantenerlo interesado. Claro, la adorné y la exageré e inventé parientes de más. Eso es lo que hacen los que cuentan relatos.

Me abandonó en París sin coche. Iba a reunirse con su novia e hijos. Monté en cólera. Le mordí los labios. Le mordí el cuello. El se rió y me pidió un libro de poemas firmado. Después de un descenso en la Orilla Izquierda del Hades á la Miller, Orwell, Hemingway y otros ídolos caídos, reclamé mi alma, y reclamé a mi marido poco después.

El psiquiatra hippy y yo nos volvimos a ver en Londres, en Hampstead Heath. Nos sentamos en el jardín de Keats y esperamos a que cantara el ruiseñor. Adrián, mi musa, me dio un impulso para empezar el libro.

– Escribe sobre esto -dijo-. No te lamentes.

– ¿Y después qué? -pregunté yo.

– Escribirás otro libro y otro -dijo él.

– ¿Eso es todo?

– Es todo lo que hay. Uno termina y luego empieza otra vez.

– ¿Y si no tiene éxito?

– ¿Y eso qué tiene que ver contigo? Tú eres la que escribe no el crítico de tu libro.

– ¿Y si no puedo?

– Puedes. Sé que te puedes imponer a tus miedos. Eso es lo que es un escritor, uno que se impone al miedo.

Conque volví a casa y empecé. Cada vez que vacilaba, ponía una grabación de su voz. Hecha en la Autobahn, cerca de Munich, sonaba a camiones que pasaban zumbando y a cláxones que atronaban. Pero, por debajo del ruido del tráfico, oía su voz que me excitaba.

Todavía la puedo oír. Me encaminó. Escribí la narración como un vagabundo que huye. Mi actuación como Scherezade era el marco. Día y noche escribía con el corazón latiéndome con fuerza. Era medio confesión, medio desafío. Escribí aquello porque creí que no podría. Me empujaba la fuerza del miedo.

Empecé el libro en septiembre y tenía un borrador -salvo el final- en junio. El final me costó mucho más dolor que todos los demás libros míos juntos. Sabía que, hiciera lo que hiciera al final mi heroína, sería algo equivocado según las convicciones políticas de alguien. De modo que la dejé en la bañera, renaciendo.

El renacer es la cuestión principal. El divorcio, el matrimonio, la muerte, pueden llevarte allí o no. Las novelas de hoy normalmente favorecen el divorcio. Durante el último siglo favorecieron el matrimonio. Ningún final interesa tanto como el renacer de la heroína. Dado que habían muerto tantas heroínas, quería que la mía renaciera.

Cuando tuve cuatrocientas página» o así, corrí al despacho de mi editor y las dejé encima de la mesa. A lo mejor él había llegado a pensar que no existía ninguna novela. Salí rápidamente y me dirigí a Cape Cod, donde se reunían los psiquiatras.

Cuando Aaron me llamó para decirme lo mucho que le había gustado el libro, yo quedé traspuesta y casi tenía miedo de escuchar. Recuerdo vagamente que dijo:

– Lo tiene todo: feminismo, sexo, sátira, ambivalencia; cuenta la historia desde un punto de vista único.

¿Era mi libro aquello? Luego me dediqué durante seis meses al proceso de encontrar un final.

Lo que más recuerdo es que les quise quitar el libro a los de la imprenta. Tenía terrores y sudaba mucho por la noche anticipando mi condenación. Sabía que este libro era una proclama de emancipación. Pero no sabía si yo sabría cómo ser libre.

¡La de noches que pasé despierta con ganas de romper el contrato, guardar el libro con llave en un cajón, quemarlo en la playa! El desafío que representaba me hizo perseverar. Ya no sabía a quién desafiaba. ¿A mí misma? ¿A mi marido? ¿A mi familia? ¿A la tradición que condena a las mujeres engreídas a muerte? Sin embargo no sabía todo lo que estaba haciendo.

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