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El bloqueo para escribir volvió. Había escrito el libro a toda velocidad para burlarlo, pero las últimas cincuenta páginas me llevaron tanto como escribir las cuatrocientas anteriores. Los planteamientos erróneos son ilustrativos. En uno, Isadora escribe largas cartas a Herzog, a Freud, a Colette, a Simone de Beauvoir, a Doris Lessing, a Emily Dickinson. En otro, muere en un aborto chapucero. En otro, huye de Bennett y va a Walden a vivir sola en los bosques. En otro, ella promete esclavitud eterna, y él la vuelve a aceptar.

Ninguno de ellos servía. El final de un libro es un amuleto mágico tanto para su autor como para su lector. Sabemos que los libros hacen que pasen cosas, de modo que nos debemos contener, deseando que no pasen. Volví a lo que sabía que debía hacer: construir un final que fuera consistente con el personaje. Isadora había emprendido su camino. Pero todavía no había llegado. No podía humillarse, pero tampoco podía huir lejos. Podía cambiar mentalmente, pero no la mesa en la que escribía. Todavía no. No estaba completamente dispuesta. Tenía otro paso de montaña que cruzar.

Cuando el libro empezó a circular con las cubiertas verde pálido que contenían las galeradas, se produjo un murmullo. Yo no lo entendía. Era entusiasmo y condena. Robaban las galeradas y pasaban de mano en mano, Desaparecieron.

Mi pánico se intensificó cuando apuntaba el éxito. Yo sabía que quería el éxito, pero ¿lo quería así? La desnudez del libro me aterraba. Había escrito en mi piel y me presentaba ante el mundo como una mujer tatuada desnuda.

El primer verano en el Cape, había soñado con el libro no escrito; el segundo verano en el Cape, ya estaba en galeradas. Agonicé ante el final, al corregir las pruebas (incluso leía los diálogos en una cinta magnetofónica para oír cómo sonaban). Había dovened delante del manuscrito con un frasco de líquido para correcciones en la mano hasta que me coloqué debido a los vapores.

El día de la publicación apuntaba en noviembre de 1973 como si fuera el día en que montan la guillotina en la plaza de la ciudad. Si hubiera podido meter la cabeza en ella y terminar con tantas miserias, lo habría hecho.

Tener el cuerpo en carne viva acompaña a la habilidad para observar y describir sentimientos. Esto no se hace por una alegre inconsciencia. Los escritores dudan, tienen impulsos ciegos, se flagelan a sí mismos. El suplicio sólo se interrumpe durante breves momentos.

Conque el libro salió al mundo, andando por sí solo, con su propio destino a cuestas. Su destino no era predecible. No lo es el destino de ningún niño, y el padre se queda allí, mordiéndose las uñas y rezando.

Dos años después me encontré famosa, con un libro de bolsillo en lo más alto de las listas de los más vendidos durante la mayor parte del año. Pero mi fama no era la que una doctoranda en literatura habría deseado. Programas de debate y artículos de primera página, fotografías en el césped de las dunas de la parte de afuera de mi cabaña alquilada en Malibú, tratos con la industria del cine muy amargos, Hollywood y el mundo de la droga. Pero también peticiones de mi ropa interior (sin lavar, a ser posible), mensajes en botellas de Crusoes en una isla desierta que querían que los rescatara. Las plegarias atendidas siempre son más duras que las no atendidas. Choqué contra mi propia compulsión hacia la autodestrucción. Había conseguido lo que quería; ahora no podía esperar para quitármelo de encima.

Cuando el alumno está preparado, aparece el profesor. Julia Phillips fue mi profesora de autodestrucción. Estaba muy por delante de mí en esa especialidad. Cuando la conocí -un manojo de nervios de cuarenta y cinco kilos con un pelo que soltaba chispas como los petardos-, me enamoré. Su energía era de maníaca; hablaba sin parar; tenía un niño, un Oscar, un marido obediente. Controlaba el mundo desde el hotel Sherry-Netherland. En 1974 eso no era habitual entre las mujeres.

Una de las heroínas de Edna O'Brien dice en alguna parte que la gente del cine está poseída por demonios, aunque demonios de una categoría muy baja.

Pero un demonio fue una vez un daimón -una fuerza creativa-, y Julia también era eso. Despedía energía, ideas, una especie de carisma. Me dejó admirada antes de llegar a odiarla.

Me persiguió para conseguir los derechos cinematográficos de Miedo a volar y por fin los compró por una opción modesta, sin cláusula de que podrían volver a mí, y 50.000 dólares.

Incluso para 1974, no era un buen negocio. Las negociaciones fueron interminables, variando mágicamente de cláusulas en el ordenador durante al menos un año. Entretanto, yo escribía mi primer guión de cine, celebraba reuniones interminables sobre él en el Sherry-Netherland con mi modelo del momento, y un día le dije adiós a mi matrimonio. Y el libro andaba por ahí haciéndose famoso. La primera señal de esto fueron los tremendos montones de correo.

Para cuando llegué a California en el otoño, con el primer borrador del guión debajo del brazo, Julia había pasado a otro nivel del consumo de drogas. Pero como yo no sabía nada de la cocaína, creía que era simplemente violenta y dañina.

Yo esperaba en una habitación del hotel -el Beverly Hílls-, y ella me llamó para decir:

– Hay un accidente en la autopista de San Diego. Llegaré dentro de una hora.

Una hora después su secretaria llamó para informar de otro accidente, una reunión urgente o problemas con el cuidado de sus hijos. Cuando las horas pasaron de dos a seis, empecé a considerar que se burlaba de mí y me enfadé.

Se comportaba del mismo modo con los directores y las actrices y justificaba su propia conducta con una especie de desfachatez y bravuconería que resultaba alternativamente genial y deprimente.

Las personas liosas pueden ser interesantes. Todos odiamos la hipocresía y queremos suprimirla del mundo, pero cuando un lioso se convierte en un hipócrita es un engaño más molesto que ninguno. Como dice Auden: «es menos desconcertante en el sentido moral que te dé por el culo un viajante que un obispo». Julia no era un obispo, pero yo la había convertido en la suma pontífice de los liosos: la rebelde de la rebeldía.

Entre reuniones que nunca se celebraban y un diluvio de publicidad el libro, yo estaba muy ocupada viendo a Jonathan Fast y enamorándome de él. Me había hecho amiga de sus padres durante las cenas en casa de los Untermeyer. Entretanto, Julia estaba ocupada fastidiando a toda la industria del cine con su mal proceder. Y cuando directores como Hal Ashby y John Schlesinger, y actrices como Goldie Hawn y Barbra Streisand habían renunciado al proyecto debido a las locuras de Julia, ésta decidió dirigir ella misma la película.

Entonces fue cuando nos enfrentamos. A pesar de haber hecho un breve curso de dirección en el American Film Institute, Julia era una novata. (También lo era yo, por supuesto, pero yo no estaba planeando dirigir la película.)

Por entonces, Jonathan y yo estábamos viviendo juntos en Malibú y yo trataba de quitarme de encima el matrimonio con el doctor Jong. Nuestra casa de Malibú tenía una cama de agua desde la que se veía el Pacífico, una bañera desde la que se veía el Pacífico y un patio central como una jungla abierto a los elementos. Las serpientes y los lagartos jugaban en él. Una vez, al llegar a casa, me encontré una serpiente en el cuarto de estar, y no del tipo habitual que se encuentra en los cuartos de estar de Malibú.

La casa era una de esas casas de muñecas montadas por unos carpinteros para que el productor mantenga relaciones sexuales con una starlet a media tarde los días de entre semana.

Eramos felices. Estábamos enamorados. Pero también estábamos traumatizados. El Newsweek estaba preparando un artículo de portada sobre mí y había situado fotógrafos en las matas de dondiegos y buganvillas. Jonathan trataba de emprender una carrera de escritor de guiones y sufría los tormentos habituales del rechazo. Yo trataba de apartarme del mundo y escribir una segunda novela, aunque los amigos escritores me aseguraban que no merecía la pena, pues cualquier cosa que escribiera después de Miedo a volar probablemente sería condenada, y no había segundos actos (o segundas oportunidades) en la vida de los norteamericanos.

– Escribe guiones de cine -decía Mario Puzo-, se gana más dinero.

Yo era una mocosa licenciada en literatura, y paseaba la vista por Malibú -con sus multimillonarios de origen extranjero corriendo por la playa, haciéndose más ricos y más canosos- y sólo pensaba en la literatura con una «L» mayúscula.

– Si no escribo la segunda, ¿cómo voy a poder escribir la tercera? -le pregunté a Mario.

– Si no escribo la tercera, ¿cómo voy a poder escribir la cuarta? Si no escribo la cuarta, ¿cómo voy a poder escribir la quinta…? -etcétera.

Yo quería ser Ivy Compton-Burnett o Simone de Beauvoir, no Robert Towne.

– Los tontos mueren -murmuró Mario Puzzo.

O puede que sólo dijera:

– Majadera.

¿No estaba en Hollywood? Bien, pues entonces sería Isherwood, Huxley o Thomas Mann; desde luego, no los hermanos Marx. Mi elevada idea de la literatura siempre me ha agotado.

O a lo mejor es el empeño que puso mi padre en el mundo del espectáculo que ha tomado el camino erróneo.

Durante la época en la que Julia puso la mano sobre una piedra y se declaró directora y yo me ungí como la Enamorada de la Literatura, conocí a un determinado hombre. Lo trajo alguien a una fiesta de nuestra casa de la playa. Podría haber sido cualquiera. Pasaron bastantes personajes desagrables por nuestra casa de Malibú el año en que fui famosa de verdad.

– Te presento a un gran amigo íntimo mío -dijo un conocido, utilizando unos adjetivos que denotan una completa ignorancia del significado de la palabra «amistad».

El modo de ganarse la vida el íntimo, el gran amigo, no estaba claro. Podría haber sido un director comercial, un encargado de personal, un productor y un domador de leones, todo al mismo tiempo.

Podría haberlo sido. Aquello era Hollywood.

No resulta noticia para nadie (excepto para una esnob literaria en 1974) lo que Hollywood les hace y les hacía a los personajes que han lavado y planchado su pasado para parecer actores-personajes. Las trampas financieras se omitían. Los fracasos se borraban y los éxitos se proclamaban a los cuatro vientos por remota que fuera la asociación. Los nombres de famosos que se soltaban en una conversación llegaban a llenar el suelo como las hojas en otoño.

El señor «encargado, productor o lo que fuera» tenía unos ojos verdes muy brillantes, y un enmarañado pelo gris, Me parece recordar que llevaba joyas de Zuni y túnicas de lino que parecían togas romanas, pero seguramente debe ser un error. Pretendía que de niño había predicado en los carnavales cristianos. Pretendía que había sido un pecador convertido en penitente y que había visto la luz, aleluya. Me recordaba a uno de los primeros cristianos rezando antes de que le arrojaran a los leones. Yo le recordaba, al parecer, lo mismo.

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