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La vida picaresca

Para cualquier escritora, la más inefable de todas las verdades sobre sí misma es la historia interior, la historia que escribe sin saber por qué, la historia automática, instintiva, con la que el inconsciente la alimenta intravenosamente. Mi historia es picaresca.

Averigüé esto después de haber escrito seis novelas, todas ellas novelas de un camino u otro (el camino a Viena y vuelta, a California y vuelta, al Londres del siglo XVIII y vuelta, al divorcio y vuelta, etcétera). En cada una de ellas, una atribulada heroína que sonríe triunfa sobre la adversidad después de encontrar muchos problemas y enredos, hijoputas y malos chicos, en el camino de la vida.

Nacida en una familia ruso-judía melancólica, hiperintelectual, fóbica, paranoica, yo necesitaba un relato semejante. Y un final semejante. Y lo mismo mis lectores.

En la edad madura, me aferraba a la memoria porque necesitaba entenderme a mí misma antes de que fuera demasiado tarde. ¿Y qué mejor modo de entenderse a una misma que contemplar los mitos con los que has vivido?

Mi generación creció con un mito impuesto: el mito de al final vivieron felices; lo que siempre implica a un hombre: un príncipe que viene algún día. Si nosotras escribimos de este mito o de su opuesto -no hay príncipe, y aunque lo haya, nunca llega, y aunque llegue, nunca lo encuentras -, todavía seguimos considerando nuestras vidas en términos de este mito. Pro-príncipe o anti-príncipe, los términos del debate estaban definidos, y no por nosotras. Tratábamos de escribir sobre otros mitos -un día mi princesa vendrá o yo soy mi propia princesa -, pero todos se derivaban del mismo. El armazón del argumento era el mismo. Estábamos reaccionando, no creando. No habíamos expandido los términos en los que considerábamos nuestras vidas.

¿Hay sólo un relato? ¿El príncipe viene o no viene? ¿La princesa reemplaza al príncipe? ¿La soledad reemplaza a los dos?

¿No podemos encontrar un relato que no tenga nada que ver con eso, un relato en el que ni la relación ni la renuncia a la relación sea lo único que importa?

Aparentemente no. Nuestros escritores y filósofos desbrozan ese terreno y surgen con nuevas versiones, no con mitos nuevos.

Ni siquiera las que hacen hipótesis sobre las mujeres mayores añaden nuevas sugerencias a este viejo tema. Gail Sheehy dijo: «una todavía puede atraer a los hombres después de la menopausia». Germaine Greer dijo: «En cualquier caso, ¿a quién le apetece?». Pero la relación seguía siendo el asunto. Hasta Gloria Steinem admitió que no podía vivir sólo para el Movimiento. Y Betty Friedan dijo que aunque la vejez era estupenda, ella no renunciaba a bailar. A las mujeres que han renunciado a los hombres, en cualquier caso, siempre les han gustado más las mujeres, o encontraban más cariño en ellas, sin darse cuenta de que, después de los cincuenta años, hay más cariño en todas partes; y hasta las relaciones con los hombres, si puedes encontrar una, son mejores.

Puede que, al dejar que mi inconsciente me dictara un modelo picaresco, yo estuviera buscando una vida de mujer tan heroica y esplendorosa como la vida de un héroe a la antigua usanza (ni siquiera los hombres llevan ese tipo de vida hoy), pero mis heroínas también se atascaban en las relaciones. Isadora se entera de la vida después de que la abandone un hijoputa sin corazón; Fanny se entera del heroísmo al rescatar a su hija; y Leila deja de beber al hacer que deje de beber su novio imposible.

¿Dónde está la mujer que empieza desde el principio por ella misma, que no se limita a reaccionar, que vive su vida en razón de un ideal al margen de la relación? ¿Podemos llegar a imaginar a una mujer así? Y si la imagináramos, ¿se identificarían las lectoras con ella?

El verano pasado me encontré reviviendo mi vida picaresca, pero esta vez con una diferencia.

Mi hija y yo habíamos alquilado, sin haberla visto, una casa en una colina con olivos y cipreses, en la Toscana, cerca de Lucca. Iríamos a fines de julio, después de quince días en que di clases en Salzburgo y varios días en Venecia, Milán y Portofino. Dos de las amigas de Molly se nos unirían, luego Margaret, entonces mi mejor amiga. Mi marido llegaría más tarde, y finalmente otros amigos.

Habíamos alquilado la casa cerca de Lucca, no Venecia (donde yo había pasado varios años), porque nuestros amigos Ken y Barbara Follett habían alquilado una allí el año anterior y nos habían invitado a pasar un tiempo en su gran villa. Nunca se movían en agosto sin sus hijos, ahijados, sobrinos, cuñadas y cuñados, e hijos de amigos. También les acompañaban personas como Neil y Glenys Kinnock, dispuestos a tomar pasta y vino, y a montar polémicas,

Adorábamos la suavidad del paisaje campestre y el hecho de que el lugar todavía no era un museo en ruinas como Venecia. También nos gustaba el hecho de que Molly, mi hija única, estaba con una multitud de chicos y chicas. Queríamos a Ken y Barbara, que no sólo son listos y con talento, sino extremadamente amables y leales.

Con calor, y por una carretera polvorienta, en una furgoneta Opel alquilada a la que le fallaba el cambio y tenía unos frenos así así, Molly y yo habíamos hecho el camino hacia Lucca. Habíamos pasado un par de días con los Follett en su alquilado esplendor de un pueblo cercano. Habíamos recogido a Margaret y todo su equipaje en el aeropuerto de Pisa, y ahora nos dirigíamos a nuestra granja toscana con expectativas mayores que las expectativas de matrimonio de Miss Havisham. (Hoy seguramente se llamaría Ms. Havisham y estaría en un programa de desintoxicación en doce etapas para curarse de la codependencia.)

Desde la hermosa ciudad amurallada, nos dirigimos al norte por una vieja carretera y nos pusimos a contar aldeas y viñedos, bodegas de vino y granjas.

Doblamos a la derecha por una carretera que bajaba haciendo curvas junto a un río seco (un insignificante afluente del Arno o el Po, que se llamaba Serchio), e iniciamos la subida por una carretera de barro llena de rodadas, y pronto nos metimos en una zanja. La furgoneta Opel se detuvo, arrancó de nuevo, se paró definitivamente con un ruido seco. Las tres nos apeamos, la sacamos de la zanja y nos volvimos a poner en marcha, sólo para meternos en la siguiente zanja, y en la siguiente.

Un bombero tremendamente gordo, que todavía llevaba sus botas de goma y el casco, salió corriendo de un porche y se puso a gritar con su acento toscano puro:

– Questa macchina non va su quella strada.

Detrás de él, apareció la señora Bombero con la bambina, que soltaba aullidos porque la habían despertado.

Coronamos la cuesta, nos atascamos otra vez, nos apeamos del vehículo y nos fijamos en un precipicio que se abría entre los olivos, debajo de nosotros.

Quedé aterrada. Bajé marcha atrás la cuesta, choqué con una piedra. Luego me volví a meter en la ya muy conocida zanja.

El bombero, su mujer y la niña se reían.

Pero Molly insistía.

– Voy a subir la cuesta para ver lo que hay, mamá -dijo, apeándose del vehículo. Vi sus anchos hombros y su melena pelirroja desaparecer al doblar la curva de la pedregosa carretera. Desde que tuvo dos centímetros más que yo, era difícil darle órdenes.

– ¡Molly! -grité.

– ¡Tranquila, mamá! -me respondió ella, gritando, como una heroína picaresca.

Poco después bajaba la cuesta en un Land-Rover conducido por un robusto caballero, el dueño de la casa. Molly sonreía. El hombre parecía perplejo.

– Qué raro -dijo-. Nadie tiene problemas con esta cuesta. Vamos, suban.

– En la agencia donde me alquilaron la casa no dijeron que necesitábamos un jeep -dije yo, sombríamente. Ya tenía ideas de llenar documentos de protesta, pero ¿quién se atreve a presentar una demanda en Italia? Te llevaría el resto de la vida. Salté dentro del Land-Rover y subimos la cuesta llena de baches y zanjas hasta el castillo del inglés de la cima.

Era una resplandeciente granja toscana con una vista celestial, all italiana. La contemplé admirada. Entonces nuestro casero bajó a rescatar a Margaret y nuestro equipaje.

– Bienvenidas -dijo la señora de la casa, cuando Molly y yo subimos con dificultad los tres tramos de escalones de pizarra hacia la casa.

Su marido pronto volvió con nuestra furgoneta alquilada, con Margaret dentro.

– Hasta con este coche, resulta fácil -dice.

– Antes no se quejó nunca nadie de la carretera -dice la mujer, con aspecto de doña Atareada con un traje de baño elástico con un dibujo de rosas. Tenía papada y una tripa tremenda que ninguna de las que más defienden la menopausia aprobaría, y mucho menos Lotte Berk y sus anórexicas a la última del East Side. Pero se sentía cómoda consigo misma.

Me dirijo a la casa para tomar posesión de lo que había alquilado con mi pasta.

– No entre -dice la señora-. En mi cocina no entre hasta que la muchacha haya pasado la fregona.

Su marido me detuvo con un vaso de vino blanco y agua con gas, y nos sentamos y mantuvimos una agradable conversación sobre que la agencia inmobiliaria nos había estafado a las dos partes, cobrándome a mí de más (seis meses por adelantado) y no pagándoles más a ellos, pero esperaban que de todos modos nos gustara la casa.

– Muy hermosa -dije yo, y era verdad.

El señor y la señora no podrían haber sido más amables mientras nos pasamos dos horas sentados al sol, con Margaret hablando de la Reina, la Reina Madre, Lady Di, presumiendo de que era miembro de las Hijas de Escocia, describiendo con detalle la casa de una de sus tías que vivía en la región de los brezos y los tojos de las Highlands, y hablando de que su tío escocés había muerto, y de cuándo lo enterraron y dónde y de lo que tomaron después con el te.

La conversación llena muchos vacíos de la vida.

Finalmente, brindamos por el sol de Toscana, y animadas por sus uvas, estuvimos listas para examinar la casa.

– La construimos sobre una en ruinas -dijo el marido.

Y, en efecto, todavía se podía ver la crisálida de donde había surgido la mariposa. El refugio de un pastor se había convertido en el bastión de lo británico, completo con antena parabólica, MTV, CNN, estantes con vídeos y mapas de carreteras, pero pocos libros, a no ser de cocina y de reparaciones domésticas (y el estante habitual de best sellen olvidados, dejados por anteriores inquilinos). Había libros de gente famosa que lo cuenta todo, libros escritos por generales y directores generales de sanidad, novelas de estrellas de cine en decadencia, de antiguos ministros y de evangelistas televisivos (algunos todavía en activo). Pero la casa seguía más o menos igual que cuando John Mortimer la alquiló un año para escribir un libro sobre la Toscana.

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