Él cumple cincuenta años. Ella no.
A los cincuenta años, lo que menos deseaba era una celebración pública. Tres días antes de mi cumpleaños me largué a un balneario en las Berkshire con mi hija, entonces de trece años, Molly; dormía en la misma cama que ella, nos reíamos antes de dormir, hacía ejercicio físico el día entero (como si fuera una persona activa, y no sedentaria), aprendía recetas vegetarianas, hacía que me quitaran las espinillas, me daban masajes en la carne fofa, tensaba los músculos, y pensaba en la segunda mitad de mi vida.
Estos pensamientos alternaban entre el terror y la aceptación. Cumplir cincuenta años, pensaba, es como volar: horas de aburrimiento puntuadas por momentos de intenso terror.
Cuando, la tarde del día de mi cumpleaños, llegó mi marido (que comparte el mismo día de nacimiento pero es un año mayor), tuve que adaptarme a la interrupción de mi mundo de mujer. Le gustó la comida pero hizo bromas sobre las tonterías holísticas. Su crítico y satírico ojo masculino no echó a perder del todo mi recogimiento, pero en cierto modo lo empañó. Yo estaba haciendo ejercicios interiores en forma de ejercicios exteriores, y la presencia de él hizo que ese interior funcionara con más dificultad.
A los hombres de verdad no les gustan los balnearios.
El año anterior, cuando él cumplió los cincuenta, yo le había organizado una fiesta. Mandé invitaciones que decían:
ÉL CUMPLE CINCUENTA AÑOS.
ELLA NO.
VEN A QUE LO CELEBREMOS.
Yo todavía no era capaz de encarar los cincuenta años, conque sabía que no quería que él hiciera lo mismo en mi cincuenta cumpleaños. Tampoco quería hacer lo que había hecho Gloria Steinem: celebrar un baile benéfico, reunir dinero para las mujeres, y aparecer esplendorosa con un vestido de noche, con los hombros brillando de purpurina, como brillaban los encantadores hombros de Gloria, y decir:
– Este es el aspecto que se tiene a los cincuenta años.
¿Quién podría dejar de admirar una declaración tan valiente de las mujeres mayores? Pero yo dudaba entre el deseo de cambiar la fecha en mi entrada en el Quién es quién y el deseo de trasladarme a Vermont y dedicarme a la horticultura orgánica con pantalones atados con una cuerda y alpargatas.
Necesitaba algo privado, de mujer, y contemplativo, para hacer cara a esos sentimientos en conflicto. Un balneario era perfecto. Y mi hija era la compañera perfecta; y eso a pesar de que sus salidas de tono de adolescente no excluían a nadie, y a su madre la que menos. Con todo, hay algo en una mujer que cumple los cincuenta años que es cosa de mujer, de madre -cosa de hija-, y que no se comparte con el mundo masculino, ni siquiera con los representantes de ese mundo a los que se ama y quiere.
Mi marido y yo siempre hemos celebrado mucho nuestros cumpleaños, en parte porque son el mismo día y porque, como nos hemos conocido en la edad madura, después de que se hubieran ido a pique muchas relaciones, consideramos un tesoro la sincronía de nuestros nacimientos durante la II Guerra Mundial, un mundo de cupones de racionamiento y miedo a las invasiones del Eje que sólo recordamos vagamente gracias a las historias familiares. Un año llevamos a nuestras hijas a Venecia -mi ciudad mágica-; otro año celebramos un gran festejo en nuestro nuevo apartamento de Nueva York -adquirido conjuntamente-, el signo definitivo de nuestro compromiso en un mundo donde los matrimonios mueren como chinches.
Pero cincuenta años son algo diferente para una mujer que para un hombre. Cincuenta años suponen un paso más radical al otro lado de la vida, y esto era algo que no podíamos compartir. Dejémosle que se burle de las cuestiones relacionadas con la New Age. Yo las necesitaba tanto como las mujeres de la antigüedad. La Venus de Milo ve que se convierte en la Venus de Willendorf, si no tiene cuidado.
Una se dice a sí misma que debería haber superado la vanidad. Una lee libros feministas y considera la posibilidad de enamorarse de Alice B. Toklas. Pero no resultan fáciles de olvidar los años de lavado de cerebro. La trampa de la belleza es más profunda de lo que se cree. No son tanto las presiones externas como las internas las que cuentan. Una no se puede imaginar de edad madura; una siempre ha tenido «aquello» incluso cuando pesaba de más.
Durante años me he mantenido soltera legalmente, temiendo tanto el aburrimiento como el empantanamiento en algo que no por casualidad se llama «lazos del matrimonio»; ahora creía que el desafío más difícil de todos era mantener mi independencia mental y espiritual mientras estaba dentro de una relación que me enriquecía. Esto significaba una constante negociación de prioridades, constantes discusiones ruidosas, constantes luchas por el poder. Si una tenía suerte suficiente para sentirse lo bastante segura para discutir y pelearse, entonces era realmente afortunada. Si una se sentía lo bastante amada para chillar y soltar cuatro gritos y ejercitar su fuerza abiertamente, el matrimonio tenía un cincuenta por ciento de posibilidades.
Yo había llegado a ese matrimonio sólo porque había llegado a un sitio donde no me daba miedo estar sola. Descubrí que me gustaba la compañía de mí misma más que salir con alguien por salir. Valorando al máximo mi soledad, segura de mi capacidad para mantenerme a mí misma y a mi hija, de pronto conocí a un alma gemela y un amigo.
Famosa por escribir sobre relaciones que se inflamaban con el sexo y luego se convertían en agua de borrajas, me llevé una sorpresa con esa persona.
La conversación inició el fuego. Al principio el sexo fue desastroso; falta de erección en los momentos menos oportunos y condones abandonados encima de la colcha. Existía tanto miedo al compromiso por ambas partes que el éxtasis parecía irrelevante. En lugar de eso, hablábamos y hablábamos. Encontré que aquella persona me gustaba antes de darme cuenta de que la quería, lo que para mí era algo nuevo. Me largaba -a California, a Europa- sólo para llamarle desde sitios lejos de su alcance. Notábamos que nuestra relación era tan fuerte que parecía que habíamos pasado juntos toda la vida.
¿Se ha atrevido alguien a escribir sobre los desastres del sexo seguro en la época del sida? ¿Se ha atrevido alguien a decir que la mayoría de los hombres prefieren llevar condones colgados del cuello para prevenir el mal de ojo que ponérselos en la polla? ¿Ha registrado alguien los traumas de unos amantes de edad madura que han pasado por todo, desde la virginidad técnica de los años cincuenta a la glotonería sexual de los sesenta, a la salud y buena forma de los setenta (una conocía a sus amantes en los gimnasios), a la decadencia de limusinas largas y vestidos cortos y hombres que personificaban a Masters del Universo de los ochenta, al terror al sida en guerra con la excitación natural de los noventa?
Y luego están las eternas cuestiones del amor y el sexo. ¿Puede haber amistad entre hombres y mujeres mientras las hormonas se impongan? ¿Cómo se relaciona el sexo con el amor… y el amor con el sexo? ¿Estamos encasillados en nuestra sexualidad… o sólo es la sociedad la que insiste en eso? ¿Qué es hetero? ¿Qué es gay? ¿Qué es bisexual? ¿Importa algo de esto en lo más profundo de nuestras almas? ¿Deberíamos librarnos de estas etiquetas para intentar estar realmente abiertas a nosotras mismas y a los demás?
¿Qué me estaba pasando en la segunda mitad de mi vida? Estaba volviéndome regresiva, y eso me gustaba. Estaba recuperando el humor, la intensidad, el equilibrio que había conocido en mi infancia. Pero lo estaba recuperando con un dividendo. Llámese serenidad. Llámese sabiduría. Sabía lo que importaba y lo que no importaba. El amor importaba. El orgasmo instantáneo no importaba.
Echo una ojeada a mi alrededor a los cincuenta años y veo a las mujeres de mi generación con problemas para hacerse mayores. Están perplejas, y la respuesta a su perplejidad no es otro libro sobre las hormonas. El problema va más allá de la menopausia, los estiramientos de la piel de la cara, o si hay que follarse a tíos más jóvenes. Tiene que ver con toda una imagen de la identidad en una cultura enamorada de la juventud y sin ningún amor hacia las mujeres como seres humanos. Estamos aterradas a los cincuenta años porque no sabemos en qué demonios nos vamos a convertir cuando ya no somos jóvenes y guapas. Como en todas las etapas de nuestra vida, no hay modelos que nos sirvan. Veinticinco años de feminismo (y reacción), luego feminismo de nuevo, y todavía estamos al borde del abismo. ¿En qué nos vamos a convertir ahora que nos han abandonado nuestras hormonas?
Puede parecer que, en los últimos años, se ha producido una avalancha de libros de fiar dedicados a las mujeres de edad madura, pero ¿hasta qué punto han cambiado las cosas? ¿Podemos deshacer con facilidad cincuenta años de preparación para la autoaniquilación de la edad madura?
Imagino que estoy confusa; también tú lo estás. Después de todo, somos la generación flagelada (pendiente de patente): criadas para ser Doris Day, cuando teníamos veinte años anhelábamos ser Gloria Steinem; luego nos vimos condenadas a educar a nuestras hijas en la época de Nancy Reagan y Lady Di. El sexismo (como el pie de atleta) todavía florece en sitios oscuros, húmedos.
¡Qué montaña rusa ha sido! Nuestro sexo se puso y pasó de moda según la marea subía y bajaba y subía y bajaba y volvía a subir, según el feminismo aumentaba y disminuía y aumentaba y disminuía y aumentaba otra vez, según la maternidad era bendecida, luego condenada, luego bendecida, luego condenada y luego bendecida otra vez.
Educadas en la época del aborto ilegal (cuando un embarazo en el instituto o la universidad significaba el fin de las ambiciones), nos hicimos mayores con la Revolución Sexual, un acontecimiento esencialmente inventado por los medios de comunicación, pronto reemplazado por el viejo y querido puritanismo norteamericano cuando se produjo la epidemia del sida. La tragedia de perder a tantos de los de más talento de nuestra generación se convirtió, como era predecible, en una excusa para atacar a la fuerza vital y a su mensajero, Eros. El sexo estaba de moda, estaba pasado de moda, otra vez de moda, otra vez pasado de moda; un nuevo giro en lo que Anthony Burgess llamó «el viejo mete y saca» en La naranja mecánica.
La cuestión era: nosotras, las flageladas, no nos podíamos apoyar en nada para nuestra vida social o erótica.
Piensa en los consejos con los que crecimos. ¡Luego piensa en el mundo en el que hemos crecido!