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– ¡Que no se enteren de tus sentimientos!

– ¡ No dejes que los hombres sepan lo lista que eres!

– Si él tiene la leche, ¿por qué iba a comprar la vaca?

– Es tan fácil querer a un rico como a un pobre.

– Al hombre se le conquista por el estómago.

– Un hombre persigue a una chica hasta que ella le atrapa.

– Los diamantes son los mejores amigos de una chica.

Si hubiéramos sido lo bastante idiotas como para vivir la vida de la que nuestras madres y abuelas hicieron refranes, todas seríamos vagabundas rebuscando en los cubos de basura. Si hubiéramos sido lo bastante idiotas como para vivir la vida que recomendaban las revistas y las películas de los años sesenta y setenta, todas estaríamos muertas de sida.

Educadas para creer que los hombres nos protegerían y mantendrían, nos encontramos con frecuencia protegiéndolos y manteniéndolos a ellos. Educadas para creer que deberíamos cuidar a nuestros hijos a tiempo completo (por lo menos cuando eran pequeños), encontramos con frecuencia que quedarse en casa debido a la maternidad es un lujo que pocas nos podemos permitir. Educadas para creer que la feminidad consistía en tolerancia y conciliación, con frecuencia encontramos que nuestra propia supervivencia -en el divorcio, en el trabajo, incluso en nuestra casa- depende de que revisemos esas ideas de feminidad y nos aferremos ardientemente a nuestras propias necesidades.

Siempre nos encontramos divididas entre las madres que tenemos en la mente y las mujeres que necesitamos ser sencillamente para seguir vivas. Con un pie en el pasado y otro en el futuro, pasamos vacilantes por el primer amor, la maternidad, el matrimonio, el divorcio, la propia carrera, la menopausia, la viudez; y sin saber nunca qué o quién se supone que somos, roturamos un nuevo territorio en cada ocasión.

Hemos sido pioneras de nuestras propias vidas, y el precio que pagan las pioneras es la incomodidad eterna. La recompensa es el pasmoso orgullo de nuestra identidad conseguida con tanto dolor.

– ¡Lo conseguí! -exclamamos con cierta sorpresa y asombro-. ¡Yo lo conseguí! ¡Tú también puedes!

¿Cambiaron los hombres o cambiaron las mujeres? ¿O fueron los dos? Mi padre y mis abuelos, aunque eran sexistas, nunca habrían abandonado a sus hijos para bailar con una mujer más joven. Puede que hayan sido unos cerdos. A lo mejor no eran de fiar. Pero por lo menos eran cerdos que alimentaban a su familia. Estaban para echar una mano, proporcionando también un tipo de seguridad desconocido hoy. ¿Por qué la generación de hombres que les siguió no tuvo semejantes escrúpulos?

¿Les dejaron muy sueltos las mujeres? ¿O fue la historia? ¿O tuvo lugar un cambio enorme entre los sexos que todavía no reconocemos y al que ni hemos puesto nombre?

Según las mujeres se hacían más fuertes, los hombres parecían hacerse más débiles. ¿Era esto apariencia o realidad? Según las mujeres adquirían pequeñas parcelas de poder, los hombres iban comportándose paranoicamente, como si les hubiéramos inutilizado por completo.

¿Tienen que mantenerse en silencio todas las mujeres para que hablen los hombres? ¿Deben quedarse sin piernas las mujeres para que anden los hombres?

Las mujeres de mi generación están llegando a los cincuenta años en un estado de perplejidad y rabia. No ha llegado a pasar ninguna de las cosas con las que contábamos. El suelo sigue sin estar fijo bajo nuestros pies. Cualquier psicólogo o psicoanalista te dirá que lo más difícil de soportar es la inconsistencia. Y hemos tenido un grado de inconsistencia en nuestras vidas personales que volvería esquizofrénico a cualquiera. Probablemente nuestras abuelas fueron más capaces de enfrentarse a la expectativa de la opresión de lo que nosotras hemos sido capaces de adaptarnos a nuestra tan valorada libertad. Y en cualquier caso, nuestra libertad es discutible. Nuestra «libertad» todavía es una palabra que podemos poner entre comillas para provocar la risa.

Durante décadas no podíamos esperar que nos dieran un permiso por maternidad y volver a recuperar el trabajo; por no hablar de que podamos atender a nuestros hijos. El secreto más asqueroso de Estados Unidos es que casi todas las mujeres que trabajan tienen que transgredir la ley con objeto de encontrar a quien cuide de sus hijos. Yo he transgredido la ley. Lo mismo que hemos hecho la mayoría. (Las pobres usan guarderías no registradas oficialmente y las mujeres de clase media buscan niñeras sin permiso de residencia.) Busca una mujer que esté llamativamente limpia, y terminarás con una mujer que no tiene hijos. O con un hombre.

Con el aumento de expectativas y el declive del nivel de vida, nos preguntamos qué demonios es lo que fue mal. No fue mal nada. Simplemente nos hemos educado en una cultura y hecho mayores en otra. Y ahora llegamos a los cincuenta años en un mundo que vuelve a dar cancha al feminismo. Pero esta vez tenemos buenas razones para ser escépticas.

La generación flagelada es, a su modo, una generación perdida. Como los espectadores de un partido de tenis, movemos sin cesar la cabeza a uno y otro lado.

¡No es extraño que nos duela el cuello!

Puede que cada generación se considere a sí misma una generación perdida y puede que todas las generaciones tengan razón. Puede que hubiera flappers en los años veinte que anhelaban la seguridad de la vida de sus abuelas. Pero la primera ola del feminismo moderno al menos proporcionó a sus miembros una corriente de esperanza (y la segunda ola de finales de los años sesenta y primeros setenta nos hizo soñar que la igualdad de las mujeres sería universal). De modo que mis compañeras de curso y yo hemos visto aumentar las expectativas de las mujeres y cómo se desvanecían y surgían de nuevo y se desvanecían y surgían otra vez durante nuestras no tan largas vidas. La brevedad de los ciclos ha sido mareante, y cabreante.

Los medios de comunicación todavía tratan de consolarnos con bromuro. «Los cincuenta años son fabulosos», oímos. Deberíamos ponernos pomada para almorranas en las arrugas y desfilar hacia el ocaso tomando Premarin. Deberíamos olvidar siglos de opresión a cambio de un sombrero nuevo con «Los fabulosos cincuenta años» bordado en el ala.

¿Qué pasa con nuestra necesidad -tanto la de las mujeres como la de los hombres- de prepararnos para la muerte en una cultura que se burla de cualquier espiritualidad como una pretensión de New Age? ¿Qué pasa con nuestra necesidad de vernos como parte del flujo de la creación? ¿Qué pasa con la profunda soledad de nuestros individualistas productos culturales? ¿Qué pasa con el abandono de los valores comunitarios? ¿Qué pasa con la burla que hace la sociedad de todas las actividades que no sean ganar dinero y gastarlo? ¿Qué pasa con nuestra propia desesperación al ver que mentirosos y manipuladores se hacen ricos y poderosos mientras que los que dicen la verdad son crónicamente superados y caen entre la porosa «red de seguridad» que los mentirosos han tejido con salidas para ellos mismos y sus hijos?

Pero en especial, ¿qué pasa con el significado y qué pasa con el espíritu? No se trata de palabras vacías. Son los nutrientes de los que cada vez tenemos más apetito a medida que nos hacemos mayores.

«Se mueven más cosas -escribió la poeta Louise Bogan en sus últimos años- que la sangre en el corazón.» En cuanto seres humanos, anhelamos algún rito que nos diga que somos parte de una tribu, parte de una especie, parte de una generación. En vez de eso nos ofrecen una terapia de cambio de hormonas o palabras de ánimo sobre lo estupendo que es tener cincuenta años.

Seamos claros: esas palabras de ánimo ofenden a nuestra inteligencia. No podemos olvidar tan fácilmente que nos hemos criado en un mundo que se burla de la madurez femenina. No podemos olvidar instantáneamente generaciones de chistes viejos sobre las menopáusicas, las vacas, las marujas, las brujas, las viejas. «Menopáusicas pintoras», decía mi abuelo, que era artista, de las mujeres que compartían estudio con él en la Art Student League. Y yo ni siquiera me daba cuenta de que esta observación era sexista y atacaba la edad. Me limitaba a despreciar a las mujeres mayores -como hacía él-, sin darme cuenta de que estaba despreciando mi propio futuro.

Sólo porque haya consignas nuevas que se transmiten por las ondas o se imprimen en las páginas satinadas, no podemos esperar que nuestra imagen del yo mejore instantáneamente. Somos algo más que consumidoras de revistas, programas de televisión, maquillaje, estiramientos de la piel, ropa. Tenemos cicatrices internas, heridas internas, necesidades internas. No podemos ser tratadas como bienes muebles durante cincuenta años y de repente que nos halaguen con una complicidad política porque se ha descubierto (bastante tardíamente) que votamos.

Las nuevas trompetas celebran que los cincuenta años son fabulosos, porque la generación de posguerra ha alcanzado esa edad anteriormente peligrosa y ahora sabemos cómo llevar las cosas; o mejor, lo saben nuestros maridos y hermanos. Pero paseo la vista alrededor y veo que las mejores mentes de mi generación todavía se enfrentan al sistema. Mujeres que dirigen cine todavía mendigan dinero a los hombres que dirigen los estudios; mujeres que escriben o que son editoras todavía tienen que defender sus asuntos ante mandamases masculinos; mujeres que actúan todavía pelean por un puñado de papeles que reflejen de verdad su vida; mujeres que son artistas plásticas todavía cobran menos y exponen mucho menos que sus equivalentes masculinos; mujeres que dirigen orquestas y componen música son muy raras. Las mujeres en todas partes se esfuerzan por la mitad de una tajada o incluso por unas migajas. No son fracasadas esas mujeres, sino las más decididas y brillantes. No se quejan, no lloran, y sin duda no son perezosas, pero todavía están sujetas a un implacable doble modelo.

Mientras hombres mediocres ascienden, provistos de paracaídas de platino, acciones de bolsa, mujeres vistosas, familias nuevas, coches nuevos, aviones nuevos, barcos nuevos, nosotras nos hacemos mayores sólo para que sea más difícil que nos den trabajo. Claro, somos fuertes espiritualmente, ¿quién lo dudaba? Pero la fuerza espiritual sola no se impone a la discriminación.

En un mundo donde las mujeres trabajan tres veces más por la mitad, nuestros logros han sido denigrados, el matrimonio y el divorcio se han vuelto en contra nuestra, nuestra maternidad se ha usado como un obstáculo para nuestro éxito, nuestra pasión como una trampa, nuestra simpatía hacia los demás como una excusa para pagarnos menos.

En la flor de nuestra vida, paseábamos la vista por el mundo y veíamos una epidemia de violaciones de las que con frecuencia ni siquiera se informaba en los «principales» periódicos. En los años que cuidamos a nuestros hijos, cumplíamos con las fechas límite sólo renunciando a dormir. Empezamos a estar enfadadas, enfadadas de verdad, enfadadas por segunda vez en nuestra vida de adultas. Pero ahora sabemos que el tiempo era breve.

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