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Por fin hemos aprendido a controlar nuestro enfado y a usarlo para cambiar el mundo. Pero no hemos dejado de enfrentarnos unas a otras. Hasta que dejemos de hacerlo, la hermandad de las mujeres seguirá siendo una teoría consoladora en lugar de una realidad cotidiana.

Éste es el siguiente gran tema tabú: ¿cuándo aprenderemos las mujeres a no estar divididas sino unidas? ¿Y cómo podemos aprender a ser aliadas cuando la sociedad nos enfrenta unas a otras?

A los cincuenta años, la loca del ático pierde el control, baja la escalera y prende fuego a la casa. No quiere seguir siendo una presa. La segunda oleada de rabia es más pura que la primera. De repente las divisiones entre las mujeres no importan. Viejas o jóvenes, morenas o blancas, gays o heteros, casadas o no, pobres o ricas, todas estamos discriminadas sólo porque somos mujeres. Y no queremos volver al viejo mundo de la injusticia. No podemos. Es demasiado tarde.

La rabia de la edad madura es una rabia feroz. Cuando éramos veinteañeras, con el éxito y la maternidad todavía ante nosotras, podíamos imaginar que algo nos salvaría de ser de segunda clase, fuera un logro o el matrimonio o la maternidad. Ahora sabemos que no nos puede salvar nada. Tenemos que salvarnos nosotras mismas.

Mis libros siempre los he escrito con una impetuosa pasión. A pesar del hecho de que en cierto modo me he ganado precariamente la vida como escritora profesional durante veintitrés años, no puedo escribir a sueldo. Tengo que sentir una fuerza interna que dice: Este libro todavía no existe; lo tengo que escribir. Siempre escribo como si mi vida dependiera de él; porque depende.

Al comienzo de Trópico de Cáncer, Henry Miller cita a Ralph Waldo Emerson: «Las novelas darán paso, con el tiempo, a diarios o autobiografías: libros cautivadores siempre y cuando sus autores sepan escoger entre lo que llaman sus experiencias y sepan reproducir la verdad de manera verdadera.» Las mujeres han cumplido la profecía de Emerson más de lo que lo han hecho los hombres. Las mujeres que escriben se han dedicado a eso y hecho toda una literatura de ello; una literatura que también ha cambiado el modo en que los hombres escriben libros.

«La auténtica verdad» -ando detrás de eso. Y es evidente que vivimos en una época en que lo documental, o lo que implique un testigo, tiene para nosotros la fuerza que tenía la literatura. Las novelas y recuerdos que adoptamos como guías de nuestra vida tienen la cualidad de la inmediatez, de la verdad auténticamente contada, a expensas de la falsa modestia, la vergüenza o el orgullo.

Es difícil contar la verdad sin la protección de una máscara, «una autobiografía debe ser tal que a uno le demanden por libelo» -como dijo Thomas Hoving, aparentemente sin darse cuenta de a quién estaba parafraseando. Mary McCarthy, en sus Memorias intelectuales, da la fuente. Es George Orwell: «Una autobiografía que no diga nada malo sobre su autor no puede ser buena.» McCarthy confiesa más pecados de los que nunca la podrán culpar sus detractores: y quedamos hechizados. Pero entonces había muerto, algo que en una mujer siempre es más agradable que si está viva.

El miedo a la crítica me ha silenciado muchas veces en mi vida de escritora. Y la crítica muchas veces ha sido encarnizada, personal e hiriente. Pero la crítica -como todas saben, desde Aphra Behn a George Sand, desde George Eliot a Mary McCarthy- es una de las primeras cosas que debe aprender a soportar una mujer que escribe. Ella no escribe de experiencias que la cultura dominante celebra como «importantes» y, como cualquier escritor, no escribe con ninguna garantía. Acostumbrarse a que la ridiculicen probablemente sea la labor más importante de una mujer que escriba.

Al escribir, muchas veces me he engañado ingenuamente diciéndome que no lo iba a publicar (o que sólo lo publicaría con seudónimo; puede que incluso con un pseudónimo masculino). Más tarde, me decidía a firmar el libro debido a cartas encantadoras que recibía de mis lectores o a la necesidad por parte del editor de una marca registrada. Pero durante el proceso de la escritura sólo podía ser libre, sólo podía quitarme del hombro al censor -¿mi madre?, ¿mi abuela?- prometiéndome que nunca dejaría que esas palabras vieran la publicación.

Escribí Miedo a volar de ese modo, y muchos libros que siguieron (incluido éste). Escribir ha estado muchas veces acompañado del terror, de silencios, y luego de tremendos estallidos de risas privadas que de pronto hacen que todo el miedo parezca que merece la pena.

Pero la gran compensación de tener cincuenta años en una cultura que no es amable con las mujeres mayores, es que a una le importa menos la crítica y tiene menos temor al enfrentamiento. En un mundo que no hicieron las mujeres, la crítica y el ridículo nos persiguen todos los días de nuestra vida. Habitualmente son señales de que estamos haciendo algo raro.

¿Son los cincuenta años demasiado pronto para iniciar una autobiografía? Claro que sí. Pero puede que los ochenta años sean demasiado tarde.

A los cincuenta años es cuando el tiempo empieza a parecer corto. La sensación del paso del tiempo últimamente se ha acelerado por la epidemia del sida y la muerte de tantos amigos todavía con treinta y tantos años, y cuarenta y tantos y cincuenta y tantos. ¿Quién sabe si habrá un tiempo mejor? El tiempo siempre es ahora.

A los diecinueve años, a los veintinueve, a los treinta y nueve, incluso -las diosas me ayuden- a los cuarenta y nueve años, creía que un hombre nuevo, un amor nuevo, un traslado a otra ciudad, a otro país, en cierto modo supondría un cambio en mi vida.

Ahora ya no.

Sé que mi vida interior es algo que tengo que conseguir yo, tanto si tengo un compañero en la vida como si no. Sé que otra aventura amorosa, loca, apasionada, sólo sería una distracción temporal; aunque «temporal» signifique dos o tres años. Sé que mi alma es lo que tengo que alimentar y desarrollar; que sola o con un compañero, las dificultades para alcanzar tu propia cima no son muy diferentes.

En una relación, todavía se requiere autonomía, aislamiento, intimidad. Sin una relación, todavía se necesita propia estima y amor propio.

Escribo este libro desde un lugar de aceptación propia, rabia purificadora y risa ronca.

Soy lo bastante mayor para saber que la risa, y no la rabia, es la auténtica revelación.

Asumo que no soy distinta a ti.

Quiero escribir un libro sobre mi generación. Y para escribir sobre mi generación y ser brutalmente honrada, sólo puedo empezar conmigo misma.

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