Cómo eran mis padres y todo ese rollo tipo David Copperfield
Es jueves y estoy citada para almorzar con mi padre y verificar «todo ese rollo tipo David Copperfield».
– Tu madre no se acuerda de nada -dice mi padre-, pero yo sí.
Pues bien, conviene saber que mi padre es de los tipos que nunca almuerzan solos conmigo porque creen que mi madre se podría poner celosa. Si nos vemos durante la semana -lo que puede pasar cada diecisiete años o así-, almorzamos en un restaurante de mala muerte como adúlteros con prisa. Pero esta vez estaba en juego la historia. Mi padre tiene un interés de propietario sobre mi carrera literaria, sobre toda ella, desde manipular los libros en las librerías (de modo que Miedo a volar o Fanny queden encima de los últimos libros de Stephen King, Danielle Steel o John Grisham), a suscribirse a Publishers' Weekly (e informarse preocupado de las últimas tendencias a hacer grandes descuentos), o a retorcerse las manos ante alguna mala crítica sobre mí.
– ¿Por qué te llaman escritora de pornografía, cariño? -pregunta, a veces, informándome de un ataque a fondo del que no me he enterado. Trato de evitar el leer las críticas (buenas o malas), y mi padre, con su solicitud, de hecho ha atraído mi atención hacia alguna de las más duras.
– ¿Por qué, por qué, por qué? -pregunta, como Job. Su purgatorio es tener una hija con la que se meten en la prensa cada unos pocos años. A este respecto, creo que le duele a él todavía más que a mí. Me apetece llamar a todos los críticos y decirles: «Mire usted, mi padre tiene ochenta y un años y es un buen tipo; déle un respiro». (Mis alumnos del City College de los años sesenta y primeros setenta solían hacerme eso mismo a mí: «Si me suspendes, a mi madre le dará un ataque al corazón. Y encima, me mandarán a Vietnam». Una petición especial. Y muchas veces funcionaba.)
Conque quedamos en vernos en la sala de exposiciones de mi padre a las doce y media. Pero en Nueva York diluvia, y el trayecto en taxi, desde la calle 69 a la 25, me lleva casi cuarenta minutos y, como de costumbre, llego tarde.
Mi padre se está moviendo inquieto e impaciente por su sala de exposiciones, con ganas de que sus empleados conozcan a su hija tan famosa. Me lleva a ver las muñecas «modernas» y «antiguas», las soperas y teteras de cerámica con forma de calabaza y berenjena, los platos decorativos con forma de girasol y espárrago, rosa y cebolla.
Pasan años entre mis visitas a su sala de exposiciones, y siempre me asombra lo que han comprado mi padre y mi cuñado; a su modo es tan curioso como hacer libros con un papel en blanco y una pluma. ¡El modo en que hace dinero la gente en Norteamérica! Un barabanchik de la era de la Gran Depresión puede hacerse millonario con muñecas «antiguas» que vende por medio de la teletienda. ¿En qué otro país se cuenta con tales absurdos? En Norteamérica uno puede cambiar de clase tan deprisa como se dice barabanchik, porque en Norteamérica de hecho no hay clases, pero eso queda para un capítulo futuro.
Admiro los productos de mi padre y saludo a sus empleados; luego vamos a almorzar a una cafetería del edificio; un almuerzo a base de sandwiches de pavo y cocas diet.
Mi padre tiene los ojos azules, es delgado, fibroso, todavía guapo. Parece como de sesenta y cinco años. Vale, parece de setenta y cinco. Pero no de ochenta y uno. (¿Qué pinta tienen los de ochenta y uno?) Las vitaminas y el ejercicio son su religión. Descubrió la vitamina C antes que Linus Pauling, el beta caroteno antes que Harry Demopoulos, y me cuenta que el secreto es «disfrutar teniendo hambre».
Ha tomado unas notas para mí, consciente de la importancia de que escriba mi autobiografía, pero ha llamado en secreto a mi marido para decirle:
– Le voy a dar a Erica toda esta información. Espero que no planee usarla.
Esto es típico de los mensajes equívocos que abundan en mi familia.
Las reproduzco literalmente:
En el hospital de maternidad hubo muchos fallecimientos debido a infecciones y diarrea. Al nacer tenías un gran globo lleno de higroma, creo. El doctor Aubrey McClean dijo que se absorbería y desaparecería. Sin embargo no retenías los alimentos -tu madre te alimentaba las veinticuatro horas del día - te metían una especie de gachas muy deshechas en el fondo de la boca. También te metían carne picada cruda. Tu supervivencia era un asunto arriesgado. El doctor Aubrey McClean, al que echaron del hospital maternal presbiteriano debido a sus heterodoxos tratamientos de los bebés enfermos, venía a reconocerte todos los días. Tenías prohibida la leche. Con todo, conseguíamos un nuevo producto lácteo de Walker Gordon en la fábrica de Borden. (Yo me llevaba un par de botellas diarias.) Creciste fuerte porque la entrada de comida era mayor que las deyecciones que salían. A los seis meses aproximadamente se te estabilizó el metabolismo y aumentó el peso. El fluido de tu globo fue asimilado y desapareció.
A los dos años, en el viaje semanal de toda la familia a un restaurante se hablaba mucho. Tú gritaste: «En este coche no se habla, ¿entendido?», y luego soltaste un monólogo sobre el paisaje. Cuando pasamos por delante de un monasterio al recorrer el campo, lo llamaste monaterio.
Tu juego favorito en el restaurante era hacer un montoncito de sal sobre la mesa. Luego pasabas con mucho cuidado el dedo haciendo arados y creabas una nueva obra de arte que se llamaba ambo. Esta creatividad tenía lugar en el restaurante cuando te apoderabas de un salero.
Cuando tu hermana Claudia tenía unos dos años, tú y Nana la encerrasteis en un armario gritando misteriosamente: «¡Vienen los alemanes!»
A los seis o siete años, tú y tus amigos estabais jugando en Central Park. Un productor ambicioso de la cadena de televisión N.B.C. te eligió para que formaras parte de un ballet infantil. Saliste en la N.B.C. con un tutu negro como primera ballerina.
En el primer viaje a ultramar, en el Liberté, preparaste una maleta de tamaño enorme con todo tipo de barras de labios, polvos, atomizadores, ungüentos, madores de pelo, que parecía una maleta de muestras de Helena Rubinstein.
Recuerdo el feto de cerdo que trajiste a casa de Barnard, con bisturí y todo. Estas cosas rápidamente las cambiaste por lápiz y papel. De repente nos quedamos sin una médico y tuvimos una escritora.
¿Mi reacción ante esto? Alivio porque yo no recordaba demasiado mal los detalles. Y asombro porque mi padre escribiera todo esto si no quería que se usase.
Pero también me sorprendió el hecho de que todo sea sobre mí y en absoluto sobre él. Dio por supuesto que su vida no tenía importancia y que lo único que yo quería saber era cómo pasé de los terribles peligros de nada más nacer al feto del cerdo que terminó con mis sueños de la carrera de Medicina. Yo había querido preguntarle sobre cosas de su vida. Eso nunca le entró en la cabeza.
Conque me puse a hacerle preguntas acerca de él, como si fuera un desconocido sobre el que me habían encargado escribir un artículo. Mi padre acepta fácilmente el juego. Le gusta. Responde del modo correcto.
¿Cómo era Brooklyn cuando tú eras pequeño?
Lleno de jardines y parques. La gente se marchaba del Lower East Side como si fuera al campo. El metro era nuevo y Brownsville se consideraba un ascenso.
¿Eran judíos todos?
Diría que un noventa por ciento judíos, y un diez por ciento italianos.
¿Cómo eran tus padres, Max y Annie? ¿Qué recuerdas de ellos?
Mi padre traía trabajos de sastre a casa. Tenía dos trabajos, era pluriempleado. Todo el mundo tenía dos trabajos o tres. ¡Éramos seis niños! Hacía arreglos de ropa para ganar un dinero extra. Y mi madre siempre estaba encima del puchero con la sopa y nos ponía en fila cuando pasábamos cerca. Recuerdo eso, y un consejo suyo cuando fui mayor: «No malgastes tu vida con pesares». ¡Pesares! Vaya palabra. Todos los días amenazaba con que se iba a tirar por la ventana. Todos los días yo la convencía de que no se tirara. Era tarea mía en cuanto hijo número uno. Una vez a la semana llegaba una carta de Alemania o de Polonia, según dónde estuviese la frontera. Mi padre se la leía en voz alta a mi madre en yídish. Procedía del shtetl. Un sitio que se llamaba Czkower, creo. Mis padres vivían en dos mundos: Brownsville y Czkower. Creo que para ellos Czkower era más real.
¿Cuándo te interesaste por la música?
El que me hizo conocer otro tipo de música fue Sammy Levinson. Había dado clases, tenía un violín Amati. Tocaba…, bueno…, consentimiento. Su familia le pagaba las clases. Mi padre esperaba que yo trajera dinero a casa. Asistí a una clase de la New York Music School, una academia bastante informal que más tarde se cerró. ¡Una clase! Después de eso tocábamos… en bodas, bar mitzavhs, bodas de oro. Mi padre dijo: «Ya te estás ganando la vida, ¿por qué gastar dinero en clases?» (También ocultó mi carta de admisión al City College. Me enteré años más tarde y me puse furioso.) Me necesitaba para que le ayudase a mantener la familia. No veía el interés de la universidad. En las bodas de oro tocábamos todas las viejas canciones: «Un jardín bajo la lluvia» y «Cuánto bailamos la noche de nuestra boda». Decidí que nunca querría celebrar las bodas de oro. Prefería morir antes. Y los bailes rusos…, siempre los bailes rusos…, especialmente en las bodas. Bailaban la kazatska hasta que se caían de culo.
¿Cómo te enamoraste del negocio del espectáculo?
Cuando Sammy y yo íbamos al instituto, todavía existían los teatros de variedades. «8 atracciones 8» [escribe en una servilleta]. Cuando lanzaron las chocolatinas Hershey con nueces dentro hicieron un truco. Se suponía que había un dólar en cada diez tabletas, de modo que las vendíamos como churros. Eso no era cierto, claro. De hecho nunca veías un dólar, pero la gente se creía lo del regalo. Estaba convencida de ello. Conque íbamos a los teatros de variedades y ganábamos cincuenta centavos de cada dólar que vendíamos. Un buen margen.
¿Por qué nunca quisiste que actuara después del número de los perros?
Porque en el teatro de variedades no se puede competir con los niños y los perros. Además, ocupa un lugar espantoso en la actuación, en el medio. Uno quiere el último lugar, o el primero. Nunca en el medio. El teatro de variedades se mantuvo durante los años veinte. Los números eran increíblemente idiotas, incluso para lo que se ve hoy en la televisión. Pero se mantenía la regla: había escenas cómicas, perros, un mago, el número de chistes verdes, la cabecera de cartel… En cualquier caso, yo siempre formaba parte de la orquesta.