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Cuando volvía a casa del jardín de infancia, después de lo que parecía una eternidad, la niñera no me dejaba acercarme a la habitación del bebé. La pequeña intrusa pelirroja -mi hermana- destrozó mi vida. Todos se deshacían en atenciones con ella. Mi madre estaba en cama como una entretenida, mis abuelos se habían mudado a un apartamento cercano (alejados porque mis padres ahora se habían psicoanalizado y habían suprimido ideas tan retrógradas de Mitteleuropa como las familias extensas). La vida cambió dramáticamente. Y lo que recuerdo fundamentalmente es estar en una bañera, con el brazo con el reloj alzado por encima de la cabeza mientras me frota mi madre, que quería terminar pronto para correr junto a «la bebé».

La maldita bebé; cuánto la hicimos sufrir Nana y yo. Le poníamos ropa que la ahogaba y la sentábamos en el cochecito de las muñecas. La metíamos en el armario de la ropa de casa que todavía era nuestra cueva para escapar de los nazis, pues aunque la guerra había terminado, no había terminado dentro de nuestras cabezas. Allí metidas, tomábamos sandwiches de mantequilla y compota de manzana y azúcar (basándonos en una receta de una novela de Booth Tarkington que estaba leyendo mi hermana mayor). Nos escondíamos allí dentro y hablábamos en susurros, corriendo a la cocina a por más provisiones cuando no había moros en la costa.

Claudia sonreía dulcemente y soportaba todos nuestros malos tratos. Era «la bebé». Sabía su sitio. Hoy me cuenta cuánto rencor nos tenía. No era nada comparado con el rencor que le teníamos nosotras simplemente por haber nacido. Mientras nosotras íbamos al colegio, a ella la llevaban a las islas del Caribe para que tomara el sol. Mientras nosotras nos quedábamos con Papá y Mamá, ella estaba con Eda y Seymour. De las tres era la única que llama papá y mamá a nuestros padres. Y también le teníamos rencor por eso. A mí y a mi hermana mayor, mis padres nos parecían unos hermanos misteriosos. Y mis abuelos parecían los padres de verdad. A lo mejor por eso teníamos que alejarnos de ellos.

Cuando yo tenía ocho años, mi hermana mayor trece, y me hermana pequeña tres, mis abuelos cruzaron el Atlántico hacia París, esperando encontrar a los artistas de la juventud de Papá en París. (Había residido allí como un pobre estudiante de arte ruso antes de casarse, subsistiendo a base de plátanos que le daba un filántropo amante del arte judío -posiblemente un Rothschild-, o eso decían los mitos familiares.)

– Mirsky quería ir sin ella -dice mi padre-. Creía que podría dejar a Mamá con nosotros.

– Pero yo me negué -dice mi madre-. ¿Cómo se atrevía a abrigar la ilusión de que podía recuperar su juventud?

Mamá y Papá embarcaron en el Mauretania. Unas pequeñas fotos en blanco y negro recogen aquel día: Claudia y yo corriendo por las cubiertas con nuestros abrigos ingleses Chesterfield, con gorros y guantes a juego; Nana, una adolescente triste, una Elizabeth Taylor clónica, junto a diversas sillas de cubierta y chimeneas y mirando furiosa a la cámara.

Mis padres debieron sentirse tan liberados como nosotras nos sentíamos desconsoladas. Y en cuanto a Papá y Mamá, ¿en qué demonios podían estar pensando? ¿Cuánto podía decepcionar el París de 1951 a un artista que se fue de Montparnasse en 1901? Ya no era joven, ya no estaba soltero, ya no vivía a base de plátanos. El chico ruso-judío de Odesa se había convertido en un hombre de mundo (o por lo menos de Manhattan). ¿Cómo era capaz de volver? Resultó que no podía. El y mi abuela echaban demasiado de menos a sus nietas. París no les sirvió de sustituto para nosotros. A los seis meses, Papá y Mamá embarcaron de vuelta.

Siguió una riña tremenda. Papá y Mamá querían volver a vivir con nosotros, y mis padres (y sus psicoanalistas) no les dejaban. Papá y Mamá eran demasiado prefreudianos para entender todo esto, y nunca superaron el enfado. Mi madre les encontró otro palacio en el West Side (con luz del norte), a un paseo de nuestra casa, pero Papá y Mamá se negaron a perdonarla. Ni perdonaron a París por haber cambiado en cincuenta años. Se suponía que el tiempo tenía que estarse quieto. Por desgracia, nunca lo hace.

Conque tengo cincuenta años y Papá y Mamá han muerto. Mañana voy a almorzar con mi padre para ver lo mucho que me equivoqué en este capítulo inicial.

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