Se admite que la maternidad forma parte de la naturaleza: intemporal, inmutable, una especie de Roca Firme de la mujer. La verdad es que no hay nada más mudable que la maternidad, afectada por las convenciones y pretensiones de la sociedad en la que aparece. Todo lo relativo a la maternidad cambia con nuestras ideologías: darle el pecho y ponerle pañales, niñeras y crianza de niños, anestesia o evitar la anestesia, unión madre-recién nacido o separación madre-recién nacido, dar a luz de pie, sentada o tumbada, sola o con familiares, comadrona o tocólogo. Probablemente no haya cosa alguna en el nacimiento a la que no pueda cambiar la cultura, ¡excepto el hecho de que sólo lo puede hacer una mujer! Hasta los sentimientos que se supone que debe tener la madre pueden cambiar.
Cómo odiamos las madres oír eso. Probablemente preferiríamos creer que el parto y todo lo que le rodea lo lleva a cabo la propia Diosa Madre y que en absoluto cambia de momento histórico en momento histórico. El ritual hormonal puede que sea el mismo, la ontogenia del feto la misma (mientras ésta reproduce la filogenia, según nuestros profesores de biología del instituto); pero el modo en que respondemos a los dolores del parto, al parto mismo, a la salida de la leche ante los lloros del niño, es infinitamente mudable.
Nuestros flageladores eran tan esclavos de las teorías sobre la maternidad como nosotras de las relativas al sexo, la feminidad, el éxito, el dinero, el idealismo, los hombres y todo lo demás de nuestras vidas crónicamente bipolares.
Crecimos entre imágenes de madres a lo Betty Crocker que demostraban cocinando que eran mujeres. (¿El mito de Ceres reciclado para los años cincuenta?) Las revistas que leíamos en las salas de espera de los médicos nos aseguraban que dejar con alguien a los niños e ir a trabajar, retrasaría su desarrollo psicológico y no nos dejaría mentalmente en paz. Los médicos varones nos daban órdenes y nosotras pocas veces sospechábamos (ni de hecho ellos tampoco) que había todo un plan político detrás de sus palabras.
Durante los cursos de doctorado, casada por primera vez, el médico de mis padres me advirtió de que, a los veintidós años, entraba en los mejores años para tener hijos.
– Será mejor que no esperes demasiado -advirtió-. A los treinta, serás una primeriza de cierta edad.
Primeriza de cierta edad. Qué término tan aterrador. ¿De cierta edad a los treinta años? (¡Hace doscientos años, las mujeres que daban a luz en su mayoría estaban muertas a los treinta años!) La reproducción difícilmente requiere que vivamos hasta los cincuenta años, mucho menos los treinta o cuarenta años de más que todas imaginamos que se nos deben.
No tenía en absoluto la intención de escuchar a aquel médico (mi hermana mayor era la madre tierra, yo era la artista), pero el miedo que sembró produjo cierto fruto todos los meses. Siempre que sangraba, veía un recién nacido en miniatura en el flujo. Podría ser el último que tuviera. Lloré todos los óvulos, les escribí poemas, sintiéndome abyecta y al tiempo aliviada.
Todos mis esfuerzos por aprender a escribir y asistir a los cursos de posgrado se realizaron como bajo la insinuación de una amenaza. A lo mejor, por usar tan confiadamente un diafragma, estaba condenando mi vida al vacío y la desesperación. Mi repulsión física contra los recién nacidos era entonces tan grande que, al ver a una antigua compañera de Barnard empujando un antiguo cochecito de niño de mimbre por la West End Avenue, sentí náuseas. O bien anhelaba tanto el quedarme en estado que me había vuelto alérgica a mis propios anhelos, o bien estaba decidida a no perder nunca el control. Odiaba y le tenía pena a la compañera de la universidad que había sucumbido a la debilidad femenina y le hacía mimos a lo que había en el cochecito. Nunca podrá hacer nada en la vida, pensé desdeñosamente.
Mis heroínas eran Simone de Beauvoir, Virginia Woolf, Isabel I: reinas sin hijos de la literatura y el poder. Tenía claro que la renuncia a la debilidad femenina de la sucia maternidad era el precio de la excelencia intelectual. Mi diafragma era lo que mantenía la llama de mi cerebro, de mi independencia.
Si las opciones que tenía eran Betty Crocker o Isabel I, no tenía duda de cuál elegir. La maternidad era una trampa, lo había sido para mi madre, mi abuela, para las mujeres a lo largo de la historia. Incluso antes de que se publicara El grupo, de Mary MacCarthy, yo había estado en la clínica Margaret Sanger en busca de mi diafragma. Era un ritual de iniciación que se hacía en primer curso de Barnard. Lo único inseguro parecía ser si antes había que ir o no a Woolworth a por un anillo de compromiso. Elegí la opción de llevar unos guantes blancos de niña, como si me fueran a confirmar.
Cuando mi primer marido se volvió esquizofrénico, me felicité por mi decisión de no quedar en estado.
Pero el terror al embarazo raramente me dejaba descansar. Todos lo meses era el pozo y el péndulo. Anotaba mis períodos en una agenda y enloquecía si se retrasaba un día. Control, control, control. Era el único modo de que una mujer fuera responsable.
Allan y yo nunca habíamos hablado de los niños antes de casarnos. Y después de casarnos nunca hablamos de nada. Pero en cuanto llegamos a Alemania, empecé a creer que él era una criatura del espacio exterior. Yo nunca conseguía abrir brechas en la pared que nos separaba, de modo que nunca podía imaginar el tener un hijo con él. No conseguía concebirlo, de modo que no conseguía concebir: una cosa que algunas mujeres sólo pueden hacer con ciertos hombres y no con otros. No creo que ni siquiera lo intentásemos hasta el final, cuando me di cuenta de que me iba a marchar y, en un ataque de culpabilidad, quise enredarme en una trampa. Por entonces yo ya estaba al otro lado de la puerta.
Pero Jon siempre pareció carne de mi carne. Estábamos destinados a tener a Molly. La vi cernerse sobre la niebla de Los Angeles la noche que nos conocimos en casa de sus padres y hablamos la noche entera en Mulholland Drive.
– Decídete, mamá -decía ella-. ¡Allá voy!
– Espera un poco… seas quien seas -dijimos nosotros.
Tres años después, la recibimos encantados.
¿Cómo se las arregló alguien con tanto miedo a perder el control a quedar embarazada?
Cuando nos trasladamos a Connecticut, compramos una casa con cinco dormitorios y nos instalamos con nuestro ficus de Nueva York y con nuestro perro bichon frisé, adquirido en Lexington Avenue, cerca de Bloomingdales, antes de convertirnos en unos conversos del cuidado a los animales. O antes de que me convirtiera yo.
Me convertí en una enamorada de los animales por osmosis (o lavado de cerebro) debido a nuestra amistad con June Havoc. Sí, todavía está viva, la querida Baby June, hermana de Gypsy Rose Lee, la de la perfecta nariz noruega (modificada en Hollywood en los años cuarenta), que vivía en la perfecta casa de Connecticut de Miss Havisham, con un auténtico zoológico de perros tuertos, cojos y lisiados, gatos con tres patas, asnos artríticos, cerdos con diabetes y cisnes con las alas rotas.
Les llama «los niños», y debido a ellos llama a su casa el Hogar de los Actores Viejos, y los cuida con tal devoción que de hecho pueden ponerse sobre las patas traseras y empezar a recitar Hamlet en cualquier momento. June, a la que habíamos conocido en uno de aquellos cruceros «gratuitos» (que resulta que no son tan gratuitos, pues los aficionados te persiguen por cubierta con manuscritos de los sobrinos, y ancianos que están traduciendo a Omar Kayam al urdu o rehaciendo los libros de Oz en estrofas interminables, y en consecuencia necesitan «un buen agente en Nueva York», te acosan en la discoteca a las tres de la madrugada para hablar del «ambiente editorial de Nueva York»).
June estaba a bordo, junto con otros invitados nuevos o famosos ligeramente pasados de moda.
Jon y yo le confiamos que habíamos estado buscando casa por todos los Estados Unidos aquel año del bicentenario -desde el lago Tahoe a Wyoming, Santa Fe, Islamorada, Key West, las Berkshires-, y estábamos tan hartos que nos encontrábamos a punto de volver a California, esta vez a Big Sur, o Napa, o incluso a Berkeley.
¡A June se le iluminaron los ojos!
– Venid a Weston -dijo-. Os encontraré casa.
Y lo hizo. Y nos ayudó a poblarla. Debido a June, yo siempre estaba yendo a los albergues de animales cercanos cuando nos llegaba el aviso de que se acercaba el Día de la Eutanasia. June y yo íbamos a la televisión local (cuando había programas) para anunciar a los adorables animales condenados, y cuando no había programas en televisión, habitualmente nos llevábamos nosotras a los animales abandonados.
En una de esas excursiones, Jon y yo nos enamoramos de Buffy; o más bien, Buffy se enamoró de Jon. La gran perra sin raza, que se parecía un poco a Sandy, el perro de Annie la Huerfanita, le seguía por todas partes en aquel Auschwitz canino y, cuando se negó a llevársela, se puso a aullar como un coyote a la luna llena.
– Querido -dijo June-, te prometo que nunca lo lamentarás. Si te hartas de ella, me la llevaré al Hogar de Actores Viejos, lo prometo.
Total, que nos llevamos a Buffy a casa.
La perra incluso parecía un perro de Auschwitz: piel y huesos cubiertos por un sarnoso pelo rojo, grandes ojos pardos que parecían tener toda la miseria humana desde el comienzo de los tiempos reflejada en sus profundidades caninas, una tendencia a derribar los cubos de basura y comer su contenido, y eso por no mencionar las lombrices de una largura increíble que vivían en sus intestinos y la resultante diarrea incontrolable.
Después de que le mordiera la mano cuando le examinaba los dientes, el primer veterinario al que fuimos dijo:
– Nunca será un buen animal de compañía. Deberían librarse de ella.
Esto nos hizo más decididos. Llevamos a Buffy de regreso a casa, le eliminamos las lombrices y la fumigamos, le dimos un baño antipulgas, le lavamos el pelo con champú a la camomila, y empezamos a darle de comer filetes, cápsulas de vitamina E, arroz y zanahorias. Todavía nos gruñía, se escondía en los rincones de la casa, y trataba de rebuscar en el cubo de basura del camino de entrada. Pero poco a poco se tranquilizó.
En un par de meses parecía la Sandy de Annie -después de que a ésta la adoptara Daddy Warbucks y tuviera un espectáculo de éxito duradero en Broadway-, un chucho rojo y grande con patas largas y un mechón de pelo rojizo en su encantadora cabeza alargada. Le cambiamos el nombre por el de Virginia Woolf (para que hiciera juego con Poochkin, alias Aleksandr Pushkin, el bichon), pero seguimos utilizando el nombre que le habían puesto en la perrera. Buffy, Buffoon, Scruffoon, Ms Woolf eran sus apodos. Se convirtió en una perra modelo después de que la adiestrara muy bien una persona más resuelta que yo, consiguiendo que se pusiera sobre las patas de atrás, ladrara a los desconocidos y nunca «cometiera errores» dentro (lo que era más de lo que podíamos decir de Poochkin, que señalaba su territorio fuera o dentro y se masturbaba contra los cojines del sofá hasta que los dejaba tiesos).