Todo el que apriete el botón sexual de Norteamérica debe estar preparado para sirenas y alarmas. Todo lo demás que hagamos con nuestra vida quedará apagado por eso.
– ¿Por qué no te lo tomas a broma? -preguntó Henry, porque me inquietaban las cartas de admiradores pidiéndome bragas sucias. Todavía me hago esa pregunta las veinticuatro horas del día. Y mi capacidad para contestarla en un determinado momento todavía es el índice de mi salud mental.
Volví por Sunset Boulevard, cargada de acuarelas, libros, grabados. Henry no era una persona que te dejara ir con las manos vacías.
Todos esos objetos estaban encima de la cama cuando Jonathan y yo (que nos acabábamos de conocer en una fiesta de sus padres) regresamos a ella a última hora de la noche o primeras de la mañana. Habíamos estado horas sentados en Mulholland Drive, viendo las luces de Los Ángeles parpadeando entre la niebla, hablando de la imposibilidad del auténtico matrimonio de mente y corazón, y dándonos cuenta de que nos estábamos enamorando.
Yo tenía treinta y dos años y él tenía veintiséis, pero en cierto sentido los dos acabábamos de salir del cascarón. Nos prometimos uno al otro la vida aquella primera noche, y gracias a Molly siempre estarán unidas.
Posteriormente nos hicimos un daño horrible uno al otro, hicimos cosas espantosas, fuimos amantes y padres irresponsables, cegados por el orgullo, los celos, la rabia.
No me corresponde ser su caballo de Atila, aunque lo fui en algunos libros, que demuestran que todavía creía culpables a los que me querían hacer libre.
Necesito añadir esto para él y Molly. Me habría gustado haberme conocido mejor y haberles hecho menos daño. Me gustaría haber sabido entonces lo que sé ahora: que es inútil culpar a los maridos o a los hijos de las propias deficiencias, algo que sólo retrasa el momento de encararlas. Hasta que una acepta que es responsable de ellas, no hay paz.
La fama resulta ser un poderoso instrumento de gracia porque humilla rápidamente a las víctimas que elige. Navegas por ella, con las velas hinchadas de importancia, y cuando pasa un cuarto de hora y quedas en calma, te das cuenta de que la importancia no te puede llevar a donde necesitas ir.
Escribir, que para mí había empezado siendo un modo de seducir a la musa y conseguir el cariño del público, ahora iba a tener una función distinta en mi vida. Recuperé la capacidad de disfrutar que tenía en la infancia, un medio de placer, de conocimiento propio.
Varios escritores inteligentes, Robert Penn Warren entre ellos, han dicho que sólo se puede empezar a escribir de verdad cuando se renuncia a la ambición.
Volvía una y otra vez a la poesía después de cada novela porque la poesía garantizaba que sería oscura, y por ello a prueba de la ambición, de modo que se podía escribir sin pensar casi nada en el mundo exterior.
Una sociedad se empobrece, creo, por su falta de salidas para actividades sin ambiciones. La meditación, el atletismo, el pintar acuarelas, la poesía, escribir un diario, rezar, sólo son enriquecedores cuando se hacen sin esperar la adulación de los demás. Cuando el diablillo de la ambición entra en acción, se estropean. Pero al diablillo de la ambición le resulta difícil afectar a la poesía, porque nadie hace poesía por dinero, por fama, por vender libros, de modo que la poesía debe hacerse para uno mismo si es que se hace.
La fama, por otra parte, está presa de la mercadotecnia y la exigencia de que se haga lo mismo una y otra vez; al menos, si se quiere dar de comer a los niños.
Fanny le ha recordado a la gente mis raíces literarias, ha recibido atención seria y se ha vendido mucho en todo el mundo, pero en cierto modo mi fama más duradera es la de Miss Coños Solitarios, la de portavoz de los impulsos más oscuros de las mujeres norteamericanas.
Por muy profundamente que me sumiera en mis poemas, y por muchos libros de poemas que produjera, el diablillo de la fama me buscaba para que apareciera como la que acuñó lo de «follar a calzón quitado», un símbolo de los anhelos de mi generación de libertad por medio del placer sexual.
Una no escoge por qué se va a hacer famosa, y una no controla las muchas luchas que debe mantener en su vida. Lo mejor que se puede hacer es trabajar sin preocuparse demasiado por los demás símbolos y seguir haciendo lo que te pueda centrar y te haga recordar tu auténtica identidad.
La poesía ha seguido siendo eso para mí.
Si la meta de nuestra breve existencia es hacer que nos aceptemos a nosotros mismos, les despejemos el futuro a nuestros hijos y quedemos en paz -aunque sea a regañadientes- con nuestra mortalidad, la poesía sigue siendo el medio perfecto.
La mortalidad es la principal obsesión de la poesía, secundada por el amor, que es la criada de la mortalidad. Es la que esparce las rosas; la poesía las vuelve a reunir en su seno corporal.