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El divorcio y lo que vino después

Éste es un capítulo que no quiero escribir. Pero tiene que formar parte de Miedo a los cincuenta, porque el divorcio es la ceremonia con la que mi generación alcanza la mayoría de edad, un rito que imprime carácter y que hace que todo lo que pase después parezca soportable.

Sin duda tiene que ver con lo mucho que vivimos, Todas aquellas mujeres que murieron al dar a luz no llegaron a tener más de un marido, y todos aquellos hombres -si no murieron de viruela o fiebres o gota o un naufragio o por el ron- se volvieron a casar otra vez, sin culpabilidad y sin tener que pasar pensión alimenticia.

Nos casamos como si nuestras vidas fueran las suyas, pero a los treinta años, o a los cuarenta o a los cincuenta, cuando ellas habrían estado muertas, encontramos que somos unas personas distintas. Nuestros valores han cambiado: nuestros placeres parecen más dulces, nuestros pesares más intensos, pero también menos neuróticos. Ahora queremos vidas diferentes con amores diferentes. Acumulamos parejas como los que vivían en el siglo XVIII acumulaban las tumbas de sus familiares. Nunca se supuso que íbamos a vivir tanto.

A los treinta y ocho años, con una hija pequeña y un nuevo libro que se vendía mucho, habiendo dado rienda suelta a la mujer del siglo XVIII que había en mí misma, consideré que lo podía hacer todo. Jon, que tenía treinta y dos, se sentía inseguro con respecto a su carrera, postergado por la niña.

– En esta casa yo siempre soy el tercero -decía-. Primero la niña, luego el libro, ¿dónde encajo yo?

¿Dónde, en realidad? El no podía dar de comer a la niña ni mantenernos. No publicaba libros que se vendieran bien. Debo de haber sido desdeñosa con respecto a su inutilidad, pero eso era lo que pasaba. Era un momento para cuidarle y animarle, pero yo tenía una hija y una fecha de entrega que cumplir y, a pesar de toda mi decisión, no lo podía hacer todo. Los dos estábamos tan entregados a las exigencias de la niña que teníamos poco tiempo para ayudarnos el uno al otro. De modo que empezamos a hacer las cosas hirientes que hacen las personas desesperadas, sintiéndonos los dos agobiados e incomprendidos y solos.

Teníamos más que nunca un motivo para estar juntos y nos estábamos separando más que nunca. Cuando Molly tuvo tres años, habíamos acumulado los suficientes agravios uno contra el otro para sentirnos justificados. La niña era el testigo inocente de todo esto.

Yo me había sentido orgullosa de ser la que ganaba el pan de la casa; ahora lo lamentaba. La presión era excesiva. Jon se había sentido orgulloso de ser uno que contribuía; ahora se sentía desanimado, o a veces lo parecía. Un hijo te echa en la cara todas las funciones paternas que conoces desde la infancia. Yo quería estar «al cuidado de», signifique eso lo que signifique. Él quería estar «libre» para volar lejos.

En una fiesta con motivo de mi treinta y ocho cumpleaños (cuando Molly tenía un año), la tensión y el agotamiento me llevaron a jugar a la ruleta rusa con mi vida. Había bebidas mexicanas, así que tomé docenas de margaritas y ya estaba dando tumbos cuando llegó un «amigo» y me ofreció «unas pastillitas azules» como regalo de cumpleaños. Tomé dos y perdí el sentido de inmediato.

Lo demás sólo puedo reconstruirlo a base de rumores.

El pulso me cayó en picado y me quedé helada. Estuve inmóvil en el suelo del cuarto de baño y después en la cama. Un médico amigo me hizo caminar y me obligó a tomar café y vitamina C. Vomité, tomé más café, y volví a vomitar. Una noche de sueños enmarañados, e imágenes del Sahara en mi garganta.

Cuando por fin desperté por la mañana, los invitados se habían ido. Estaba humillada y enferma. Me había olvidado de mi propio cumpleaños. El fin del mundo se perfilaba como una hilera de botellas de tequila vacías. La vergüenza era inmensa.

Increíblemente, la niña estaba bien. De repente me di cuenta de lo que le podría haber pasado y tuve un ataque de pánico diferido. Tenía problemas más profundos de lo que era consciente. El placer por «tenerlo todo» se había convertido en un agotamiento por «tenerlo todo». Estaba muy cansada. La tensión por querer darle a la niña lo que necesitaba, darle a Jon lo que necesitaba, y darme a mí misma lo que necesitaba, me había llevado a este precipicio. Mi adicción protestaba, queriendo que la alimentasen. Mi adicción se vuelve hacia la comida, la bebida o el trabajo con el mismo entusiasmo. Justo cuando empiezo a entenderla, cambia de marcha.

La adicción es también parte de lo que no quiero contar, y no sólo porque muchos la han contado y presumido de encontrar «la Respuesta». En parte debido a ellos, he llegado a valorar la fuerza de no utilizar palabras para todo.

El alma sólo puede estar en silencio. El encararse a sí misma, no se puede hacer en público. Y anunciar la propia recuperación es un modo seguro de perderla. Hay un antiguo dicho de brujería: «Fuerza compartida es fuerza perdida.» En cuestiones de adicción, esto es especialmente cierto.

La adicción es la enfermedad de nuestro tiempo. Es astuta y poderosa. Procede de nuestra hambre espiritual crónica y se nutre de nuestro interés por tener y gastar, y por noticias y cotilleos ajenos a nosotros mismos. Lo único que necesitamos es lo que pasa en nuestro interior. Centrarse en lo que cuentan los demás sólo es una distracción de las necesidades del propio espíritu. La adicción se incrementa con nuestra represión crónica de la vida interior. Creemos que no existe lo espiritual porque hemos dejado un espacio insuficiente para que se manifieste en nuestra propia vida. Una tautología de la realización de las propias ambiciones.

También concedemos a nuestros matrimonios demasiado poco espacio para el placer. El resultado es que huimos de ellos, buscándonos a nosotros mismos. Creemos que hemos perdido nuestra alma. Y la hemos perdido. Pero probablemente la pudiéramos encontrar juntos, si al menos supiéramos cómo.

El arrepentimiento es la píldora más amarga de todas. No es extraño que Dante haya hecho de él uno de los principales castigos del infierno. Ahora me arrepiento por mi fracaso para hacer que funcionara el matrimonio, aunque estuviera más allá de mis fuerzas.

El verano en que Molly iba a cumplir tres años, huí de Jon a Europa, esperando que me siguiera. Fui a la casa de campo de mi traductora en La Mayenne. Pero Jon no vino. En vez de eso, emprendió su propia odisea, en dirección oeste. Discutimos amargamente por teléfono de La Mayenne a San Francisco. Durante una de esas peleas, sin querer hacerlo, yo dije muy enfadada:

– Largo.

Y lo hizo. Regresé a casa ante el naufragio de un hogar hecho trizas, con Jon mudándose.

Yo había recuperado la sensatez y quería que él volviera. El no quiso oír nada de eso. Quería que le dieran la patada. Eso le daría permiso para ser «libre». Había estado sumido en una profunda depresión casi desde el nacimiento de la niña. Se sentía fuera de lugar, abandonado, no querido. Ahora, sin duda, lo puedo entender. Pero entonces, las cargas sobre mí eran demasiado grandes. No tenía sitio para las relaciones afectuosas excepto con Molly (y Fanny). Ni siquiera sentía afecto por mí misma.

La cosa siguió así durante unos meses. Jon volvía a casa, se marchaba, volvía a casa, se marchaba, acumulando ofensas, y conoció a su siguiente mujer.

Habíamos matado la confianza entre nosotros. Después de eso, todo se hizo imposible.

Los aspectos legales del divorcio se terminaron demasiado pronto. Yo no pedí nada. Él no pidió nada. Nos separamos uno del otro como si no hubiera una hija entre nosotros. Todavía tenemos cuestiones sin resolver. Y como las tenemos, Molly las tiene también.

¿Qué pasa cuando tu pareja y mejor amigo se convierte en tu enemigo? Chillas y cuelgas el teléfono en plena noche, te lanzas hacia los coches, hacia los hombres, bebes demasiado, pones demandas, te ponen demandas, malgastas el dinero; y te reconcomes.

No es posible evitarlo, aunque todo parezca tan inútil al final. A diferencia de la infancia, la cosa sólo termina en el vacío. Como pasa con la guerra, eres simplemente feliz por salir viva.

No tengo ni idea de cómo superé esos días de ciega amargura. Anduve dando tumbos por ellos con un tremendo dolor de cabeza.

Recuerdo ir a dar clases en la Breadloaf Writer's Conference, y que me concedieran el honor de vivir y escribir en la granja blanca de madera de Robert Frost, y sólo sentir desesperación. Me arrastraba hasta las clases (dejando a Molly con el espíritu de Frost y una au pair inglesa). Me volvía a arrastrar de vuelta. Yo parecía creer que el alcohol ayudaría, y me encontraba en el sitio perfecto para beber, porque en aquella época una se podía doctorar en alcohol en Breadloaf. En las reuniones de la facultad se trataba exclusivamente de cómo calificar las botellas. La montaña entera necesitaba pasar por el dique seco. Incluso los árboles tenían el cerebro empapado en alcohol. Se doblaban y vacilaban. Los arces se estaban poniendo rojos de vergüenza. Había alcohol en los departamentos de literatura, alcohol en la residencia, alcohol en la sala de estar de la facultad. El cielo quedaba estriado de alcohol al atardecer. El ciclo era fijo: alcohol hasta la inconsciencia (como solía decir mi padre del negocio del espectáculo de los años treinta), dormir y café para levantarse. Había que mantener a raya aquellos malos pensamientos a toda costa. Pero ¿entonces qué te queda? La inconsciencia.

Yo llamaba a Jon desde cabinas telefónicas de todo Vermont, a la espera de un respiro, pero no tenía lugar ninguno. Lloraba hasta que los ojos se me ponían rojos. Luego volvía a llorar.

La mayoría de las personas estaban en Breadloaf para alejarse de sus cónyuges. Yo quería volver con el mío. Había la borrachera habitual y el encamarse con la noble excusa de la literatura. Había el caos habitual disfrazado de deseo.

La revista Time estaba al acecho para hacer un artículo de portada sobre John Irving, que iba a publicar la novela que seguía a Garp. John Gardner conducía temerariamente la motocicleta que le mataría. Hilma y Meg Wolitzer-aquel talentoso conjunto de madre e hija- fueron infaliblemente amables conmigo durante mi dolorosa confusión.

Me llegó el rumor de que Time iba a publicar un cotilleo sobre mi matrimonio roto. Me eché encima de un periodista que estaba al acecho, confirmando involuntariamente el rumor.

Inicié un coqueteo inofensivo con un agradable escritor casado. Una noche fuimos a un hotel y los dos quedamos aliviados de que él fuera impotente. El estaba pensando en su mujer, que en aquel mismo momento cruzaba Vermont a toda velocidad para cogerle con las manos en la masa. Yo pensaba en Jon.

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