El escritor no dejaba de buscar más allá del cuerpo fantasma de su mujer para tocarme. Yo no dejaba de buscar más allá del cuerpo fantasma de Jon para tocarle. Al cabo de un rato, renunciamos a nuestras abortadas tentativas sexuales, una vez que hubimos dado muestras de que el otro nos resultaba atractivo. Nos hicimos amigos.
El sexo sigue siendo un dilema. Por mucho que lo necesitemos, no podemos hacerlo sin sentir nada. Los sentimientos siempre se interponen, maldita sea.
Después de Breadloaf, las cosas empeoraron.
El vacío en casa era terrible.
Estaba sola de nuevo a los treinta y nueve años, pero esta vez con una hija y todo un nuevo conjunto de circunstancias a las que acostumbrarme. Los ritos del citarse con alguien eran diferentes. El mundo del sexo había vuelto a cambiar. Ahora parecía que se esperaba que follaras con todo el mundo y no pensaras en nada.
Cuando era soltera a los diecisiete años, quería casarme y dejar fuera toda distracción sexual. Cuando era soltera a los veintidós, había tenido un año o dos de libertad, luego me entró el miedo y me casé con Allan. A los treinta, fui directamente de ese matrimonio a la siguiente aventura romántica con Jon. Pero ahora, a los treinta y nueve, si lo decidía, podía vivir mis fantasías. Sin embargo, la perspectiva, de pronto, parecía poco prometedora. Sólo a los casados les parecen soluciones las fantasías.
En Greenwich vivía una amiga casada que era la suma sacerdotisa del adulterio. Era el perfecto ejemplo de la mujer sureña, trasladada al Norte. Su marido era un frío cirujano que se dedicaba a la medicina deportiva. No estaba nunca en casa. Aparentemente ella siempre estaba en casa. Parecía que pasaba el día dedicada a los muebles antiguos, restaurando antiguos edredones y manteniendo una casa creativa a la Martha Stewart, la mujer que ganó su libertad glorificando la esclavitud del hogar.
En realidad, la mujer del cirujano pasaba muchos días entre semana, de once a cuatro, en una habitación de hotel de Stamford con una variedad de galanes a los que doblaba en edad. Era especialista en mantener el adulterio ordenado y aparte, como debe ser cuando constituye un «estilo de vida» propio. Era rubia, pero iba en coche a Stamford llevando puesta una peluca sal y pimienta. Siempre adquiría ella su champán de marca preferido. Caviar Beluga, pan integral de centeno, alcaparras de preparación casera, chalotes y cebollas cultivados en casa, embutidos. Las servilletas eran de lino, las flores recién cortadas de su jardín. Ms. Stewart lo habría aprobado.
Contaba con un fichero de currículos especiales de amigos que habían enviudado o se habían divorciado recientemente. Los calificaba de A a E según sus habilidades en la cama, y calificaba esas habilidades según la primera letra del término que empleaba para ellas: «C», «F». «M», «P»; lo que significaba cunnilingusjoileteo, manoseo y poscoito.
Eso decía algo acerca de sus prioridades.
Yo me hice con siete de esos currículos con fotografías incorporadas (de la cabeza, no de la polla) y claras descripciones del hombre y su cuerpo, y advertencias de no recibirle nunca en la propia casa. Se sugerían los preservativos, pero en 1982 todavía eran optativos.
Con dos de esos tipos estuve un par de meses liada. Uno era un camionero, el otro un pinchadiscos. En Parachutes amp; Kisses le llamaba Pinchapolla, haciendo una broma, como de costumbre, con mi propio dolor. Pero me resultó difícil librarme de los dos.
Los hombres dicen que sólo quieren sexo, pero cuando las mujeres sólo les dan eso, resulta que quieren más. Posesión. Matrimonio. Bienes compartidos.
Cuando una quiere sexo sin intercambiar los números de teléfono, muchas veces se enfadan y no quieren que la cosa quede así. A veces se desaniman.
Hay otro motivo por el que a hombres y mujeres nunca les irá bien: el poder. Una mujer que sólo quiera sexo tiene todo el poder, y muchos hombres prefieren que se les ponga blanda antes de que les domine una mujer. Se parece demasiado a su Mamá. Los hombres que suponen una excepción a esta regla muchas veces se vuelven completamente dependientes y casi incapaces de sonarse la propia nariz. Al final, una les manda que hagan las maletas porque dan mucho más trabajo que los niños pequeños. O los perros.
La cuestión de los papeles que se juegan es una historia distinta. A un hombre le puede gustar jugar al pequeño meón, al pequeño mendigo, al chico malo, con una mujer a la que paga para que sea dominadora. Los hombres aceptan ese tipo de tratos. El juego del poder está claro. Pero ser dominado por una mujer con la que comparte la vida es inquietante. Cuando la cuestión de los papeles que se juegan se vuelve realidad, empiezan los problemas.
¿Se trata de una regla absoluta? Las reglas no son absolutas. Pero es una situación bastante frecuente como para que merezca la pena apuntarla.
Muchos hombres prefieren mujeres enérgicas, pero ellos deben mantener al menos alguna parcela de control. Sin eso, el sexo es imposible y sus ojos se desvían.
En cuanto madre soltera que se gana el pan, yo iba a aprender todas las cosas que mi adolescencia en los años cincuenta me había dejado sin enseñar. Fue el periodo más crítico de mi vida, los años en que me cambiaron todas las células del cuerpo y el cerebro y me convertí en la dueña, por no decir dominadora, de mi destino.
Pero antes de que consiguiera ahondar en mí misma después del divorcio, el cuerpo tenía que librarse de sus toxinas. Los años de dependencia de padres, de abuelos, de hombres, se manifestaron en un dolor de cabeza colosal que iba a durar seis meses. No me lo quitaba nada: ni la aspirina, ni la codeína, ni el Tofranil, ni el Nardil, ni el alcohol, ni la marihuana, ni los hombres.
Para acostarme con hombres que no me gustaban bastante estaba la marihuana. Para salir con amigos que no eran amigos, estaba el alcohol. Para las mañanas estaba la aspirina. Para las noches estaban el válium y la codeína. Mi cabeza se rebelaba. Me latía como un pulsar en el espacio. En eso consistía el mensaje cósmico. En cuanto lo dejaba de escuchar, hacía que me resonaran unos tambores invisibles en el cráneo.
El cuerpo es más listo que quien lo habita. El cuerpo es el alma. Ignoramos sus dolores, sus malestares, sus erupciones, porque le tenemos miedo a la verdad.
El cuerpo es el mensajero de Dios.
Conocí a un joven estudiante de medicina con un apéndice espléndido y una nevera llena de hongos mágicos. Con él me sumergí en los días intensos que nunca había tenido cuando estudiaba. Las ensaladas eran negras y con hongos, amargas en la lengua. Pero traían el olvido. Me había perdido los años sesenta. Aquél era un modo de recuperar mi juventud.
Pero el estudiante de medicina, por muy amable que fuera, no me podía curar el dolor de cabeza. Era algo más grande que yo. Era la nariz de Gogol, un dolor de cabeza metafísico. Era el dolor de cabeza de mi destino. Era el dolor de cabeza en que se había convertido mi vida.
El dolor de cabeza era una señal del bloqueo del propio conocimiento. ¿Dónde estaba ahora el doctor Mitscherlich? Demasiado lejos como para ayudarme. Enfermo en Alemania. Pronto moriría.
La cabeza me estallaba; ¿es que quería nacer alguien? ¿Se estaba preparando Atenea para surgir? ¿O era Pandora? ¿Me iba a convertir en una mujer guerrera, o sólo en la que cargaba con una caja llena de enfermedades? Puede que en las mujeres la depresión sea una pasión no reconocida por el renacer. Hay algo que hace fuerza para salir. No es el hijo; sólo puede ser la madre.
La maternidad incrementa todos nuestros antiguos miedos de que nos abandonen. Cuando la maternidad lleva al divorcio, se demuestra que el abandono no es únicamente un miedo, sino la verdad más profunda que conocemos. Al hundirme en las cavernas primigenias de mí misma, encontré a una niña llorando. No era mi hija. Era yo.
De ese modo empezó la odisea: un ciclo de siete años de muerte, resurrección y nacimiento. El último ciclo de siete años había producido a Molly. El siguiente me produjo a mí.
A los treinta y nueve años, aprendí a cambiar un neumático, a quitar la nieve con una pala, a reunir leña. Aprendí a cumplir un plazo fijado sin un hombre en el que apoyarme. Me obsesioné con el fuego. Si al menos tenía encendida siempre la chimenea, sabía que todo estaría perfectamente. (Prometeo debe de haber sido mujer. Recuperé mi modo de ser antiguo: inventaba el fuego todos los días, me arrancaban el hígado todas las noches.)
Antes de marcharse, Jon había echado a Lula. La echó porque sabía que mi trabajo dependía de ella. Dos escritores en una casa resulta muy poco cómodo. Cuando uno es hombre y el otro mujer, la niñera, lo mismo que la niña, se convierte en un instrumento.
Las niñeras iban y venían. No les gustaba estar encalladas en la región más que a mí. No les importaba si yo terminaba un libro o no. Habían venido a Norteamérica a encontrar marido o conseguir un título o un permiso de residencia o drogarse; en cualquier caso, las jóvenes. Las de más edad eran tan raras como si las acabaran de soltar de un manicomio, o estaban deprimidas de modo crónico. Las demás te dejaban si no querías pagarlas en metálico.
W. H. Auden escribió una vez que, en su utopía, todas las estatuas públicas serían de famosos cocineros muertos en lugar de condottieri. En mi utopía, las estatuas públicas serían de mujeres que llevaron una vida pública y una privada con idéntico celo: Harriet Beecher Stowe, Margaret Mead, Hillary Rodham Clinton. (Zoé Baird es la Juana de Arco de todas ellas. Se ocupó de cuidar a sus hijos, pero de modo erróneo. La auténtica maravilla es que encontrara tiempo para ello.)
Yo me había convertido en mi padre y en mi madre. Y los dos guerreaban entre sí dentro de mi cabeza.
Todo esto es lo habitual: simplemente la experiencia normal de mi generación flagelada. Atrapadas entre nuestras madres (que se quedaban en casa) y la generación siguiente (que dio por supuesto el derecho a realizarse), sufrimos todos los cambios de la historia de las mujeres dentro de nuestros cráneos. Considerábamos equivocado todo lo que hacíamos. Y todo lo que hacíamos era intensamente criticado. Ése fue el destino de nuestra generación.
La capacidad de una mujer para realizarse depende de la infancia y de los cuidados infantiles. En Norteamérica, donde no nos gusta que una clase inferior haga las «tareas femeninas», las propias mujeres se han convertido en una clase inferior. Por amor. Nadie duda que el amor es real. Lo es el amor que sentimos por nuestros hijos. Pero se espera que sea algo invisible y que nunca lo mencionemos. Alfred North Whitehead, que después de todo no era mujer, dijo que la verdad de una sociedad es lo que no se puede mencionar. Y el trabajo de las mujeres todavía no se puede mencionar. Puede que a las mujeres que escriban se las odie porque la abstracción hace posible la opresión y nos negamos a ser abstractas. ¿Cómo lo podríamos ser? Nuestras búsquedas son concretas: comida, calor, hijos, una habitación propia. Estos elementos básicos son raros, incluso para las privilegiadas. No queda lejos de un milagro el que una mujer con un hijo termine un libro.