Nuestra vida -desde el hijo a la mesa de trabajo- es la vida de la mayoría de la humanidad: sin tener nunca el tiempo suficiente para pensar, el agotamiento eterno. La élite masculina, con las mujeres esclavizadas para que atiendan las necesidades corporales, raramente considera que nuestras dificultades sean «reales». «Real» es el déficit público, las guerras del petróleo en Oriente Medio, o cuánta de la leche de nuestros hijos puede llevarse el Pentágono.
En eso consiste la auténtica división del mundo actual: entre los que dicen despreocupadamente «Tercer Mundo» creyéndose parte del «Primero», y los que saben que son del «Tercer Mundo», vivan donde vivan.
Las mujeres son «Tercer Mundo» en todas partes. En mi país, donde la mayoría de las mujeres no se consideran parte de lo que importa, son de tercera clase, atrapadas en el mito de que son de «primera».
Antes de tener a mi hija yo también estaba atrapada en ese mito. Sólo después del nacimiento de Molly me enteré de lo que era el mito. Sólo entonces me fundí con mi madre.
Después de Lula, hubo varías niñeras con las que no quería dejar sola a mi hija, y luego apareció Mary Poppins, alias Bridget-de-Brighton. Bridget-de-Brighton tenía tetas grandes, el pelo negro, los labios rojos y una cara con una forma hermosa. Pronto se enamoró del electricista que estaba realizando la instalación de mi estudio. Poco después, se marcharon a New Hampshire con el pack de seis latas de cerveza de él, la camioneta de él, las herramientas de él, las recetas de quiche con tomate, tarta de limón y flan de ella, y el deseo de ella de cuidar (ya que no a mí) de un hombre. Su novio tenía celos de Molly, quería una niñera para él.
¿Cómo, si no, pudieron esos dos jóvenes bastante responsables haber dejado a mi niñita sentada en la bañera y bajar la escalera para cargar la camioneta? Con ese sexto sentido materno que vive en las suprarrenales, salí corriendo de mi estudio y encontré a mi hija haciendo gorgoritos en su baño. ¿Y si me la hubiese encontrado debajo del agua? Cuando la niñera y el electricista se marcharon, atropellaron a mi querido Poochkin, mi primer hijo. Aullando como alma que lleva el diablo, el perro murió en la mesa de operaciones del veterinario. No sabía muy bien si quien había muerto era él o yo.
Poochkin se había ido, pero Molly, como suele pasar, fue creciendo. Me acostumbré a escribir de sol a sol durante los fines de semana que ella pasaba con su padre. Modifiqué mi horario de concentración a base de una intensa voluntad. (Igual que George Sand, igual que todas las mujeres que escriben, yo escribía la noche entera y al amanecer caía agotada en el sofá.) Casi no dormía. Pero ¿cómo dormir cuando el espectro de tu bichan lloriquea a la puerta durante largas noches lluviosas? Buffy se había ido con Jon; Poochkin murió bajo las ruedas de la camioneta del novio de la niñera (sería reemplazado -aunque, claro, nunca reemplazado de verdad- por Emily Dog-genson, una bichan campeona, y Poochini, un cariñoso cachorro de su carnada). Por supuesto que no se puede reemplazar a los perros, como no se puede reemplazar a las personas, cada uno tiene su propio y particular olor personal. No me extraña que mis pérdidas más profundas siempre vengan precedidas por las de perros. Los incluyo en poemas.
Los mejores amigos
Los hacemos
a imagen de nuestros miedos
para que lloren a la puerta,
en las despedidas, o sencillamente
para pedirnos comida en la mesa,
y mirarnos con esos grandes
ojos compungidos,
y quedarse a nuestro lado
cuando se marchan nuestros hijos,
y dormir encima de nuestras camas
las noches más oscuras,
y encogerse ante el trueno
como en nuestros propios
miedos
infantiles.
Hacemos que tengan ojos tristes,
sean cariñosos, leales, tengan miedo
de una vida sin nosotros.
Alimentamos su dependencia
y pena.
Los conservamos como testigos de nuestro miedo.
Los queremos
como a los no reconocidos huéspedes
de nuestro propio terror
a la tumba: el abandono.
Agárrame la pata
pues estoy muriendo.
Duerme encima de mi ataúd;
espérame,
ojos tristes
en mitad del camino
que bordea la tapia del cementerio.
Oigo tus ladridos,
oigo tus aullidos de lamento;
que todos los perros a los que alguna vez he querido
carguen con mi ataúd, aúllen al cielo sin luna,
y se tumben durmiendo conmigo
cuando muera,
Y entonces la Diosa Madre -extrañamente ausente durante un tiempo- regresó, se ablandó y me mandó a Margaret.
Apareció, me enteré más tarde, porque su hija, que tiene poderes psíquicos, había visto un anuncio en el Bridgeport Post.
– Creo que es para tif mamá -dijo.
– ¿Una niñera? -dijo Margaret-. Yo nunca he sido niñera.
– Pero criaste a cuatro hijos, mamá, y te gusta leer.
Al parecer, la agencia había puesto un anuncio encabezado por «Famosa escritora». Las vibraciones fueron buenas. Kim, la hija de Margaret, nos presagió cierta luz para los años siguientes. Molly fue creciendo. Yo escribía. No moriría ningún perro.
Cuando conocí a Margaret comprendí que la cosa iba en serio y me sentí afortunada. Tenía unos ojos azul claro que se encontraron al instante con los míos. Viuda desde hacía casi un año, después de atender a «mi Bob» durante una larga enfermedad, Margaret necesitaba un hijo al que cuidar tanto como yo necesitaba a Margaret. Su marido se había puesto enfermo en cuanto se jubiló. Siguieron dos años muy duros, luego su prolongada agonía.
Deprimida y sola en Florida, Margaret sentía un dolor profundo cuando yo la conocí. Iba a las reuniones de alcohólicos anónimos para aprender a no hacer enfadar a Dios.
En cuanto mujer de un camionero que hacía largos viajes conduciendo un camión de dieciocho ruedas, estaba acostumbrada a ocuparse de todo y a tomar decisiones rápidas. Se le había muerto un hijo y conservaba otros cuatro. Había cedido a su vida como yo no había hecho. Vino para enseñarme cómo.
Cuando conocí a Margaret, era rechoncha: una mujer baja con aquellos intensos ojos azules y el pelo grisáceo. Estuvo viviendo una década con Molly y conmigo. Molly tenía cinco años cuando apareció, quince cuando Margaret al fin se jubiló. (Entre medias hubo otra jubilación anticipada, que no duró.)
Margaret no era una sirvienta, a menos que fuera sierva de Dios. Necesitaba que la necesitaran. Para imponerse a la muerte, necesitaba hacer que las cosas crecieran.
– Nunca haría esto por nadie, excepto por usted -decía siempre.
Era mi maestra, la guardiana del respeto por mí misma, además de la niñera de Molly. Me introdujo en la meditación diaria, en el cuidado de mi propia alma, en el vivir cada día. Vivir con Margaret era como tener una segunda oportunidad en la infancia. Yo había tenido una neurótica infancia judía. Ahora estaba aprendiendo otra cosa.
La madre de una niña pequeña también necesita una madre. Molly, Margaret y yo reconstruimos la tribu primitiva. Nuestra casa de Connecticut podría haber sido las cuevas de Lascaux. Margaret me proporcionaba las cinco horas al día sin interrupción que necesitaba para escribir. También me ayudó a mantener el corazón inflamado.
El suyo fue el regalo más preciado que he recibido, después del nacimiento de Molly y de la leche especial que me consiguieron mis padres. Mis padres me dieron la vida. Molly dio significado a esa vida. Margaret me ayudó a mantener viva esa vida.
Espero haberle dado tanto a ella como ella me dio a mí. Sin ella, la maternidad se hubiera tragado todos mis escritos.
Molly, Margaret y yo viajamos por todo el mundo. Mimamos, y luego les dimos la patada, a numerosos hombres. Margaret les daba de comer a mis pretendientes sopa de gallina, informándoles infaliblemente de que yo estaba «en la ducha» cuando llamaban mientras yo estaba en la cama con otro; y estaba con Molly cuando no estaba yo. Me enseñó que la maternidad es una responsabilidad compartida. Me enseñó también cómo prestar atención a mi hija. Cuando Molly reclamaba mi presencia, Margaret se retiraba a un papel de ama de casa muy efectiva.
En los primeros años de la adolescencia, Molly tuvo la suerte de contar con dos madres contra las que rebelarse. A las dos nos hizo las gracias suficientes. Y nos enfadó. Todas las chicas necesitan por lo menos dos madres para alzarse contra ellas.
¡Cuánto ha rebajado nuestro mundo la vida de las mujeres! La campesina egipcia que araba el limo de aluvión del Nilo por lo menos contaba con hermanas y sobrinas que la ayudaran. Podía ser pobre y analfabeta, pero raramente estaba tan sola como nosotras en nuestros elegantes cuartos de baño. Pienso en la mujer norteamericana «privilegiada» en un cuarto de baño palaciego con un niño pequeño entre las piernas mientras está sentada en la taza. Tiene aparatos de sobra, pero nunca el par de manos extra que más necesita. Puede que las mujeres norteamericanas tengan los mejores cuartos de baño. Pero muchas veces no tienen a nadie con quien compartir a sus hijos.
Las mujeres norteamericanas leen las páginas de «estilo» de los periódicos, que en realidad son una glorificación del consumo. Nos enseñan cómo ocultarnos bajo maquillaje para que nos quieran. Y nosotras nos ocultamos voluntariamente, pensando que así nos hacemos más libres. El maquillaje no es más facultativo para nosotras que el velo para las mujeres árabes: es nuestra versión occidental del chador.