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A los treinta y nueve años, tenía una hija de tres, todas las responsabilidades de un hombre, y todos los inconvenientes de una mujer. Me ganaba la vida contando eso, y se supone que las mujeres hacen lo contrario. De pronto entendía cosas sobre la discriminación contra las mujeres de las que había estado protegida en mi vida anterior. Sin ayuda para mantener a la niña, no tenía más elección que seguir escribiendo -era el único modo de ganarme la vida que conocía-, aunque la escritura siempre me ha puesto en medio de un fuego cruzado entre los sexos. Quería una vida tranquila, pero no tenía la menor idea de cómo conseguir tenerla. Vivía la experiencia típica de mi generación, y a un nivel de privilegio que la mayor parte de mi generación dista mucho de tener. Privilegiada o no, resultaba tremendamente fatigoso. Me habían educado para ocupar un lugar en un mundo que ya no existía.

Si tuviera que vivir como un hombre, pensaba, afirmaría mi derecho a los placeres del hombre: concubinas núbiles.

Mi cuadragésimo cumpleaños era inminente y estaba buscando el regalo definitivo. ¿No me lo merecía por todos mis esfuerzos? ¿Por mantener vivos el fuego y a mi hija?

Imagínese, si se quiere, a un tipo de veinticinco años con ojos azules. Mide uno ochenta y cinco, tiene una nariz perfecta, dientes de nácar, una sonrisa deslumbrante, un pecho moreno, brazos, bíceps y pantorrillas musculosos. Y por si esto no fuera bastante, también adoraba la poesía, tenía inclinaciones literarias, y una polla que también tenía inclinaciones literarias. Se curvaba hacia arriba como una bruñida cimitarra.

¿Cómo le conocí? No por medio de una carta insertada en un periódico en la que solicitaba hombres con apéndices largos (aunque mis lectores me las mandan con regularidad), sino en un gimnasio, a través de un amigo. Estaba sudando en uno de los aparatos, un modo de conocerse muy de los años ochenta.

Will Wadsworth Oates III era la rama que florece de un árbol familiar podrido. Vino a tomar el té una noche de invierno y nunca se marchó, a no ser para comprar más chocolatinas.

«Horizontalmente hablando», como Lorenz Hart escribió de Pal Joey, «es como mejor está.» Pero verticalmente también estaba bien. Sabía llevar puesto un esmoquin. Tenía una educación familiar que le hacía saber qué tenedor usar. Nunca confundiría el contenido de un lavamanos con el consomé. También resultaba guapo con sombrero, señal del mujeriego, o de un actor. Navegaba, nadaba, cantaba, y se desnudaba en segundos. Era también muy agradable. Mis amigos gay le adoraban. Mi amigas suspiraban y le llamaban gigoló a espaldas mías. (Pero era un gigoló intelectual, como suena.) Era bibliófilo, romántico, héroe picaresco. Le gustaban los libros difíciles y las mujeres fáciles.

El amor se alimenta de la semejanza o de la semejanza imaginada. Cuando el amor fracasa, nos enfadamos. ¿Por qué? Porque nos hemos engañado con respecto a nuestro gemelo.

¿Cómo iba a saber yo que Will (Oatsie, como le llamaban sus viejos amigos) hacía proposiciones a la mayoría de mis amigas y les daba sablazos a mis amigos pidiéndoles dinero «prestado»?

Yo creía que sabía las reglas: le conseguí una tarjeta de crédito. Entonces no sabía que el límite era demasiado elevado.

Le compré ropa a la última, le di un coche (pero, como era práctica, me negué a ponerlo a su nombre). En verano lo llevaba al Cipriani, en Venecia, como si fuera una starlet. Cuando se tiraba a la piscina, le admiraban las señoras y también los caballeros. Tenía tantas ganas de gustar, que conseguía que todos se enamorasen de él. Y se comportó así toda su vida.

Pero las chicas judías y las armas no mezclan bien, y Will tenía pistolas cargadas en mi casa. Cuando lo descubrí -con cinco años de retraso-, lo eché. Puede que ya estuviera preparada para ello. Al principio creí que las pistolas no estaban cargadas («igual que en una armería, cariño») porque me juró que mantenía las municiones aparte.

Cuando ahora le recuerdo, en mi mente se funde con el Chéri de Colette. Creo verle probándose mis perlas en la cama. Tenía el tono guasón de un gigoló nato, y todas las mujeres liberadas necesitan un gigoló de vez en cuando. La connotación del término traiciona nuestra desaprobación del propio placer. Pero vivir para las sensaciones y el placer no siempre es algo malo. Will era mi Baco: hermoso, andrógino, lleno de jugos.

Nos molesta el gigoló porque se le paga por el amor, pero no nos molesta el mercenario al que le pagan por matar. Nuestras estatuas son de los condottieri no de los cavalieri serventi. Nuestro mundo sería mejor si la cosa fuera al revés.

Los hombres gay lo hacen mucho mejor que las mujeres. Puede que entiendan mejor la cuestión. A veces adoptan a sus amantes, reconociendo esa relación como una especie de juego de papeles padre-hijo. Pero al final incluso ellos se hartan. Entonces echan a los hijoputas.

Will era en esencia amable, aunque el chulo que había en él se imponía a veces. Adoraba las representaciones, tanto en la vida diaria como en el escenario. Will levantaba pesas en el césped cuando Jon venía a recoger a Molly. Esperaba que pareciera que era lo suficientemente peligroso para protegerme. Yo estaba conmovida.

Me presionaba para que me casase con él y yo lo retrasaba. No sólo era que me gustaba estar legalmente libre, sino que nunca me podría casar con Will. Podía cambiar de vida cualquier día, sin la intervención de los abogados. De modo que no decía ni que sí ni que no. Y él se enfadó.

Siempre creí que a Molly le caía bien. Más tarde ella me dijo que le tenía miedo. Me estremezco al recordar las armas escondidas. Will siempre jurando que las armas estaban bien ocultas. Pero ¿cómo podía estar seguro de eso cuando su situación natural era estar muy pasado? Deben de habernos protegido los ángeles. Margaret debe de haber estado revoloteando con ellos.

Cuando las cosas empezaron a irnos crónicamente mal, me di cuenta de lo mucho que estábamos bebiendo. Una barbaridad. Llevé a Will a Alcohólicos Anónimos, creyendo que quien necesitaba descolgarse era él. Otra grandiosa decepción. Como muchos adictos, necesitaba a Will para encararme conmigo misma.

Empezamos a ir juntos a las reuniones. Al principio me daban mucho miedo y lloraba durante todas ellas. No sabía por qué. Odiaba su lenguaje y el modo en que llamaban a las fases del programa. Luego empecé a ver que Alcohólicos Anónimos era el único sitio del mundo donde se me recibía bien sin juzgarme. Me enamoré de Alcohólicos Anónimos: una alternativa al implacable modo de ser que caracteriza al resto de nuestra sociedad. Los de Alcohólicos Anónimos son amables por principio. Saben que tienen que ayudar a los otros para ayudarse a sí mismos.

Will estuvo un año sin beber. Yo dos. Ese sabor de la sobriedad me puso en marcha, y también nos separó. Yo empecé mi marcha por la larga y ventosa carretera de la rendición. Todavía sigo obstinada y con miedo, pero por lo menos sé que sigo.

Cuando Will estaba a punto de irse, encontré un bulto en mi pecho izquierdo. Mientras esperaba el resultado de la biopsia, Will y yo nos reconciliamos brevemente a través del miedo mortal. El día en que se demostró que el bulto era benigno, se marchó. El bulto duró algún tiempo, luego desapareció como si nunca hubiera existido.

Pensaba en él constantemente. A veces, todavía pienso. Incluso todavía me puedo llegar a correr soñando con Will. Cuando estoy sola en la habitación de un hotel o me instalo en una casa alquilada de cualquier parte del mundo, Will llega inmediatamente.

He oído a mucha gente decir que todavía está enamorada de sus antiguos amantes en una sinapsis u otra. Eso mismo es cierto para mí. La memoria nubla el amor, como siempre pasa, pero debajo de la niebla del olvido, permanece el amor. Yo todavía los quiero a todos: Ton, Will, Michael, Allan. Incluso los quiero más que cuando estábamos juntos, porque ahora tengo más empatía. Es probable que ellos no deseen que les quiera, pero mi cariño en cualquier caso está ahí. No me puedo desprender de él. Vuelve en mis sueños.

Creí que iba a patinar sobre el divorcio como sobre hielo duro y liso. Nada más lejos de ello: fue como hundirme. Hundirme en aguas negras, en tinta, pero sin ser capaz de escribir con ella (no tenía pluma ni papel), sin ser capaz de leer, sin ser capaz de respirar, sin ser capaz de ponerme en pie en el sucio fondo. Algunos incidentes apuntan por entre la negrura, trayendo otra vez la tristeza de todo aquello.

Una mañana despierto en la cama de agua de Connecticut con Will. Suena el timbre. Se trata de un empleado del juzgado propio de Dickens, con la cara roja y un mechón de pelo rubio, que trae una citación.

Yo titubeo, envolviendo mi desnudez en una toalla húmeda.

– Perdone -dice él, con la gélida educación de la policía secreta de la Zembla de Nabokov.

– ¿Es usted, mistress Yong?

– Así es.

– Esto es para usted.

Y me entrega un sobre grueso, luego se da rápidamente la vuelta y se aleja.

Desgarro el sobre en la puerta, estremeciéndome. Nunca me habían entregado una citación judicial. Nunca había visto algo así. Parece decir que si me alejo de Fairfield County, seré perseguida «con todo el peso de la ley» y perderé la custodia de Molly («el resultado de esa unión») a menos que siga «domiciliada» en una de las cuatro ciudades siguientes: Westport, Weston, Fairfield o Redding.

Una demanda muy confusa, posiblemente inconstitucional e imposible de ganar, pero una espada en el corazón. Después de todo, ya me había considerado desde siempre una «mala madre» porque debía trabajar para mantenerla. En cierto modo ya había aceptado la falta de una pensión por la niña, las crueldades aisladas (como que descolgara el teléfono para que yo no pudiera saber de mi hija de dos años), pero esto era el sabotaje definitivo: me quitarían a mi hija por culpa de mis libros rebeldes. Esta traición me hizo mucho daño. (En aquel tiempo no tenía modo de saber que las demandas por la custodia de los hijos se han convertido en el castigo cruel y habitual de las de mi generación que se atreven a afrontar la maternidad y una carrera al mismo tiempo.)

Dos años y varios cientos de dólares después, Jon y yo estamos sentados en el despacho de los asistentes sociales del sótano del juzgado de Stamford. Los asistentes sociales, uno hombre, el otro mujer, nos preguntan en la jerga de los asistentes sociales:

– ¿Cuáles son los puntos en que están en desacuerdo?

Mi abogada había conseguido que Molly se quedara fuera del caso, me había proporcionado certificados psicológicos que atestiguaban su salud mental, y había sobreseído el proceso por la custodia y emprendido un proceso de «mediación», una terapia que a nadie conviene de verdad excepto al juez. En la «mediación», la persona sana se rinde y la que está loca tiene que Tomar la decisión, habitualmente a gritos.

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