Habíamos pasado dos horas en el sótano del juzgado, que estaba lleno de padres negros del gueto, mujeres latinas maltratadas y otros tan pobres que ni siquiera se podían pagar el divorcio.
Al pedírsenos que delimitáramos nuestro problema, encontramos que ni siquiera lo podíamos formular. Finalmente, Jon suelta:
– Mi ex mujer quiere que nuestra hija vaya al colegio Ethical Culture…, y yo creo que debería ir a Dalton.
– Bueno…, estaría mejor en el Ethical porque es… -digo yo, vacilando.
Los asistentes sociales nos miran como si los dos nos hubiéramos tirado un pedo.
– Seguramente podremos resolverlo -dice la mujer, con voz de risa.
Y se establece un «compromiso». Yo mandaría a Molly a Dalton (el antiguo colegio de Jon) y él retiraría la demanda. Comparo la inquietud de Molly por la demanda con el mandarla a un colegio que me parecía equivocado, y me decido por el menor de los dos males. Jon se encoge de hombros y retira la demanda. Está harto de todo. Y lo mismo yo.
Un año después, estoy a punto de publicar Molly's Book of Divorce, un libro infantil ilustrado sobre una niña que va y viene entre la casa de su padre y de su madre. El libro es irónico, pero también es un regalo del día de San Valentín para los niños y los padres que han pasado por un divorcio. Lo escribí como una historia para contar a la hora de irse a dormir y ayudar a que Molly soportara una vida en la que siempre dejaba calcetines, ropa interior y ositos de peluche en la otra casa. También lo escribí para mí misma. Termina con una fiesta en la que los padres divorciados y sus nuevas parejas se besan y arreglan las cosas. Un deseo no realizado. El libro está en imprenta, cuando de repente la carta de un abogado lo detiene todo.
El abogado de Jon amenaza con que, a menos que se cambie el nombre de la niña, utilizará todos los medios a su alcance para conseguir la prohibición del libro.
El padre de Alicia en el País de las Maravillas nunca hizo algo así, ni lo hizo el padre de Christopher Robin (claro que el autor era él), pero es inútil acudir a los tribunales para demostrar que los libros de niños se titulan tradicionalmente con el nombre de un niño real. Al editor ya le dominaba el pánico. Fui convocada a su oficina y me mandó plegarme a la exigencia.
Para evitar la demanda, cambio el nombre de la niña por el de Megan y la imprenta vuelve a ponerse en marcha. Me cobran las páginas inutilizadas. Tienen lugar reuniones interminables con los abogados para tranquilizar al editor, pero en cierto modo se han perdido las ganas. La prensa sensacionalista se ha enterado de la historia y monta el lío habitual a cuenta de ella. Todas las reseñas del libro hablan de «el escándalo» y no del libro. ¿Qué escándalo?
No hubo demanda, sólo la carta de un abogado, palabras duras y reuniones interminables. Pero el libro queda afectado. El editor pierde interés por el libro. Y los padres que pudieran haberlo encontrado adecuado para sus hijos, nunca lo encuentran en las librerías. Pero, como con respecto a un niño con un defecto, me negué a darme por vencida. Decidida a presentar el libro de otra forma, dispuse sus elementos para un programa de televisión: Loretta Swit como la madre, Keri Houlihan como la niña. Alan Katz hizo el programa piloto. El programa era tremendo. Pero nunca llegó a rodarse la serie.
– El divorcio es deprimente -dicen los ejecutivos de la cadena.
– Loretta es demasiado vieja -dicen los ejecutivos de la cadena (los cuales, seis meses antes, insistieron en que interpretara el papel). Lo cierto es que hacía una interpretación maravillosa, apoderándose valientemente de algunos de mis manierismos, como hacen las buenas actrices. Con su única combinación de entereza y dulzura, podría haber servido de inspiración a las madres que cuidan solas a sus hijos. Pero la serie la rodaron mujeres y la montaron hombres, como de costumbre. Entre el «Loretta es demasiado vieja» y «el divorcio es deprimente», la serie nació muerta. Cuando la emitieron como un episodio aislado, recibió mejores críticas que la mayoría de mis libros. Luego se perdió en el limbo de los vídeos.
La mitad de las familias norteamericanas están divorciadas en 1986, pero no en las comedias de situación de la televisión. «Divorcio» todavía es una palabra fea en las cadenas de televisión. Unos años después, todos se precipitan a hacer ese tipo de programas.
– Debes de haber sido profética -me dicen ahora los ejecutivos de las televisiones-. Ibas con años de adelanto sobre tu época.
Megan no está a la venta. Los psicólogos infantiles lo descubren y compran en las librerías de segunda mano como ayuda para aconsejar a los niños en pleno divorcio.
Les mando los ejemplares que me quedan. Pero por lo general el libro no se encuentra: otra víctima del divorcio.
Después de ese sabotaje, perdí un poco los nervios y demandé a Jon por acoso, acusándole de no permitirme ganarme la vida y de interrumpir mi trabajo. El acoso es bastante real, pero la ley no está hecha para eso, ni para reparar un corazón destrozado. Esta absurda demanda nueva dura y cuesta mucho, interrumpiendo todavía más mi trabajo.
Finalmente, decido que no puedo seguir tan enrabietada con el padre de Molly para seguir con la demanda. Todavía siento ternura por él. Sueño con que algún día seamos amigos. Y quiero continuar con mi vida.
Jon y yo nos hemos molestado uno al otro, nos hemos hecho daño, hecho daño a nuestra hija. Ahora Molly está empezando primero en Dalton. Es hora de aprender a ser padres, si no ya amigos. Estoy instalada, al menos los días de entre semana, en un hermoso apartamento que da al East River, en Manhattan. Hemos puesto cierta distancia entre nosotros y nuestro dolor. La herida ha empezado a cicatrizar. Constantemente se reabre debido a la hija que compartimos. Pero, poco a poco, estamos aprendiendo a compartirla. Los fines de semana Jon y yo nos vemos en Connecticut, Mantengo la casa de Connecticut para que Molly esté cerca de su padre. Además la casa es mi refugio para escribir.
Mi nuevo apartamento demostró que estaba situado en uno de esos edificios antediluvianos donde incluso a los judíos se les anima a que les crezca el prepucio para pasar por blancos, anglosajones y protestantes. Saben que se encuentran allí porque se lo consienten, ya que el edificio anteriormente era «restringido», de modo que ahora lo defienden de otros judíos.
Como en el Maidstone Club, en los Hampton, donde los padres fundadores nunca pensaron abrirlo a los «maricas, gente del mundo del espectáculo, o judíos», los habitantes de este mal ventilado edificio ahora se encuentran rodeados de esa gente.
Me vendieron el apartamento, aunque yo era la personificación de todo aquello de lo que habían huido durante toda su vida. Cuando Will se instala -con su Harley, cazadora de cuero negro, muñequeras con remaches y acento de colegio privado-, me convierto en la Juana de Arco de Grade Square.
En el edificio se murmura que «hacemos rechinar el somier por la noche», que Will fuma -o vende- droga en Cari Schurz Park, y que la niña pelirroja de cinco años y la amable niñera de pelo blanco realizan ritos paganos en honor del Dios Cornudo, justo allí mismo, en la East End Avenue.
La junta de vecinos decide de pronto mandar una comisión a inspeccionar mi apartamento. ¿Tenemos o no tenemos bastante moqueta? Esa es la cuestión.
Se forma el Comité de Inspección de Somieres. Este augusto cuerpo -compuesto por un judío con el prepucio reconstruido (abogado), un blanco anglosajón y protestante, alcohólico sin recuperar (también abogado), una mujer perfectamente peinada y vestida de Chanel con un bolso de piel de cordero con unas «C» entrelazadas (decoradora casada con un abogado)- examina solemnemente mi apartamento. Las moquetas de un gris malva hacen juego con el río. En las paredes hay espejos que lo reflejan. La cama de agua está disimulada con una colcha Amish y una cabecera de latón para que parezca un acogedor letto matrimonióle de una pensión familiar de Nueva Inglaterra.
Contengo la respiración cuando el comité entra en el dormitorio. Todos los centímetros de la casa tienen moqueta excepto el pequeño foyer con espejos. La cama de agua es, naturalmente, ilegal, algo que sé. Pero afortunadamente mis inspectores generales son demasiado mojigatos para tocar la superficie de la cama. Después de haberse excitado tanto, se marchan, un tanto sorprendidos de que aparentemente me atenga a las normas.
Ahora se inicia una campaña de acoso. Hay llamadas a las tres de la mañana sin que nadie diga nada, y anónimos escritos con rotulador que meten por debajo de la puerta. En una ocasión, a Molly la increpan en el ascensor por mis supuestos pecados.
Will y yo consultamos con unos abogados. No nos dicen nada y quieren cobrar mucho. Prometen establecer negociaciones con la junta de vecinos. Tengo un súbito fogonazo: ¡se trata de otro problema que no puede resolver la ley! Y, en cualquier caso, ¿qué estoy haciendo en semejante edificio? Soy del West Side, que es donde me crié. Resulta que el apartamento donde viví de pequeña está en venta. Un agente inmobiliario llama, preguntando si lo quiero ver. Lo veo, y me entero del precio. ¿Dos millones de dólares? Cuando mis padres vivían allí, el alquiler era 200 dólares al mes. Thomas Wolfe tenía razón: nunca se puede volver a casa.
Will, Molly, Margaret y yo alquilamos un apartamento en Venecia durante tres meses aquel verano y ponemos tranquilamente en venta el apartamento de Gracie Square. Una tarde, Will y yo estamos tumbados en la cama, viendo al agua del canal hacer sus mágicas ondulaciones en el techo, cuando mi contable llama dando la noticia de que alguien quiere comprar el apartamento de Nueva York.
– ¡Véndalo! -digo yo. Will y yo damos saltos de alegría, luego bailamos por la habitación, riendo.
¡Maricas, gente del mundo del espectáculo y judíos, unios! ¡ No tenéis nada que perder a no ser vuestras propiedades inmobiliarias! (Y en todo caso, ¿quién quiere en estos días propiedades inmobiliarias?) Las madres solteras con amantes jóvenes no pueden vivir en los edificios «buenos» de Nueva York. Mi error fue querer vivir en un edificio «bueno». Mejor me aferro a los que son como yo.
Conque vendemos las Torres Prepucio y nos ponemos a buscar una casa de piedra. Ni un edificio de apartamentos del East Side más.
Encontramos una casa estrecha en la calle 94, entre Park y Lexington, en la que viven un agradable psiquiatra, su saltarina mujer y tres niños muy listos. Esperan trasladarse a París. Encima de la cama hay un cartel: «La salud mental es nuestra más preciada riqueza.» Encuentro que es un presagio excelente, de modo que compro la casa de inmediato.