Necesita de todo: tejado nuevo, cocina nueva, lavadora, caldera, baños. Hago lo que siempre hago con las casas: gasto hasta que se termina el dinero, luego vuelvo a trabajar para terminar el libro.
Antes o después abandono las reformas gritando que necesito dinero en efectivo. Tres de los cuatros pisos son acogedores, aunque el jardín y el piso bajo siguen sin terminar. Por entonces, las paredes están cubiertas con papel pintado de William Morris de la misma cosecha victoriana que la casa; las cajas de las escaleras son púrpura y los candelabros venecianos. Mi padre dice que parece una casa de putas.
– ¿Cómo te diste cuenta? -pregunto yo.
Adiós Torres Prepucio. Nadie puede decirme con quién vivir en mi propia casa de piedra. Pero la casa no resulta demasiado práctica. Como los dueños siempre han sido médicos, el sótano está lleno de viejo instrumental, radiografías de cajas torácicas, pelvis, cráneos. Antiguos pacientes, hablando diversos dialectos españoles, todavía aparecen en mitad de la noche en busca de ayuda. Hasta de día es oscura la casa, y, por motivos de seguridad, todos los miembros de mi comuna -excepto Poochini, el bichon (sucesor de Poochkin)- estamos obligados a llevar activadores del sistema de alarma cuando sacamos la basura o abrimos la puerta.
La casa resolvió nuestros problemas de alojamiento durante un tiempo. También le dio algo que hacer a Will y a mí algo de lo que estarle agradecida. Pero me volvió a dominar el antiguo dolor de cabeza. Los espíritus de los inquilinos anteriores y de sus pacientes seguían por allí. Tuve los peores sueños posibles en aquella casa, sueños que debían de pertenecer a los pacientes de uno de los antiguos dueños. O si no, los sueños llegaban desde épocas anteriores.
¿Estaba enterrado en el hueco de la escalera el cuerpo de Rupert Brewery (para quien se levantó la casa)? ¿Había asesinado aquí algún esposo ultrajado a su esposa infiel? Contraté a una curandera psíquica (que tenía fama de que había ayudado a Margaret Mead en su último año) para que me exorcizara la casa. Prometió que haría eso, pero sólo si antes me hacía paciente suya. Yo iba a su «estudio» de la York Avenue, me tumbaba en una mesa, y ella le hablaba a mi inestable glándula tiroides, me palpaba mi sano hígado y describía las visitas astrales que le hacía a mi casa a las cinco de mañana. («Voy a primera hora de la mañana. ¿No me ve?») Luego le pagaba en metálico.
La mujer siempre insistía en cuánto odiaba los exorcismos (limpiezas, los llamaba ella), en el gran dolor de cabeza que le provocaban. Pero debió de obrar maravillas, porque vendí la casa ganando mucho dinero en la operación justo cuando el precio de los inmuebles se hundía.
De modo que me mudé otra vez. Cuando conocí a Ken, él estaba viviendo en un edificio especializado en «maricas, gente del mundo del espectáculo y judíos». Compramos un apartamento mayor en aquel edificio y nos instalamos. Yo estaba encantada de encontrarme en un piso veintisiete después de años de oscuridad. Y estaba encantada de estar entre los míos. El edificio también era un albergue de perros y gatos. Al parecer, a los «maricas, gente del mundo del espectáculo y judíos» les gustan los animales.
Molly se cambió al colegio The Day, donde las madres no llevaban el diamante Krupp el día de la fiesta y a los chicos no los iban a buscar en limusinas. (Muchos de los alumnos de los colegios privados de Nueva York iban a clase en limusinas en los años ochenta, antes de que a sus padres los mandaran a la cárcel.)
Yo siempre estaba en aprietos o sin dinero, pero de algún modo me las arreglé para pagar las facturas y cuidar de mi hija. Incluso aprendí a ser una madre decente. Finalmente Jon y yo dejamos de demandarnos uno al otro e iniciamos conversaciones. A veces incluso recordábamos los viejos tiempos y por qué nos amábamos uno al otro. Y a Molly se le iluminaba la cara como con un millar de velas.
No puedo esperar ser yo la que cuente su parte en la historia, aunque sé que no me resultará fácil. Hasta que Molly se haga cargo de ella, la historia real seguirá sin contar. Le toca a ella contarla, no a mí.
En el divorcio todo es a la vez vulgar y único. Dos escritores -enfrentándose a la fama, el rechazo, los problemas de dinero, y su propio dolor- tratan de educar a una hija. La hija que educan resulta que es como los dos, aunque como ella misma por encima de todo: tremendamente divertida, cínica, maestra en los juegos de palabras. Tenía que serlo para sobrevivir a sus padres.
Mi generación está sembrada de divorcios. Volviendo la vista atrás, muchas veces nos preguntamos por qué. ¿Qué ganamos con no seguir juntos que les venga bien a nuestros hijos? ¿Ganamos algo, en definitiva?
Éramos la generación que iba a vivir para siempre. Y hemos cumplido cincuenta años como todos los demás. No vamos a derrotar al malach hamovis, después de todo.
A veces parece que tanto nuestros hijos como nuestros padres eran más listos que nosotros. Nos encontramos entre el idealismo de los años treinta de nuestros padres y el cinismo de los años ochenta de nuestros hijos. En algún punto profundamente escondido de nosotros mismos, todavía creemos que lo único que necesitamos es amor, amor, amor. En algún punto profundo de nosotros mismos nos preguntamos cómo se nos ha puesto blanco el pelo. ¿Cómo demonios nos las arreglamos para ser mayores?
La maravilla es que nuestros hijos se hayan hecho mayores, a pesar de todo lo que hicimos para destrozarlos.