Durante esos años de naufragio, esos años de agitación, me enamoré de una ciudad: Venecia, Venezia, La Serenissima, Venedig. Creí que esta isla mágica me salvaría la vida. Creí en los mitos literarios que brotan de ella como su famosa niebla. Volví una y otra vez en busca de amor, en busca de mí misma.
Para los escritores que usan el idioma inglés, Italia se ha convertido más en mito que en realidad.
La culpa es toda de unos cuantos poetas del siglo XIX: en primer lugar los Browning -señor y señora-, que trajeron a las hordas a Florencia en busca de Fra Lippi, y que sólo encontrarían humos de coches, gelato deshecho, museos abarrotados, vendedores de cuero cínicos y plateros estafadores en el Ponte Vecchio; en segundo lugar, Lord Byron, que nadó en el Gran Canal con su criado remando a su lado (llevando su capa romántica y sus pantalones de montar), que le dio nobleza al Palazzo Mocenigo al escribir allí versos del divino Don Juan, pero que se portó asquerosamente mal con las mujeres toda su vida y abandonó a su querida hija, Allegra, para que muriera en un convento en lugar de confiársela a su madre; en tercer lugar, Percy Bysshe Shelley, que dejó su corazón en la playa de Lerici, una vez arrancado de las llamas que consumieron el resto de su cuerpo; y finalmente, pero en absoluto la última, Mary Wollstonecraft Godwin Shelley, que, tras concebir su monstruo humanoide en los Alpes, fue a Italia, sólo para ver cómo se ahogaba su marido, cumpliendo la profecía de su novela.
Olvídese, por el momento, a George Sand y Alfred de Musset (engañándose uno al otro en Venecia), Henry James, John Singer Sargent, John Ruskin, Vita Sackville-West, Nathaniel Hawthorne, el Barón Corvo, Igor Stravinsky, Ezra Pound, y todos los estúpidos que les siguieron. Byron, Browning y los Shelley se bastan solos para explicar la plaga turística de las costosas ruinas de Italia. Llegaron los poetas y escribieron; luego vinieron las hordas. ¿Quién dice que la poesía no tiene importancia económica?
El hechizo que lanzaron esos poetas sobre los sagrados lugares de esta hermosa aunque un tanto deteriorada bota fascinó a todos aquellos a los que les fascinaban los libros. Nosotros fuimos a Italia en busca de amor y poesía, y para nosotros el amor y la poesía eran intercambiables.
La primera vez que vine a Venecia tenía diecinueve años y llegué sola en tren desde Florencia (donde yo seguía un curso de verano, estudiando a los italianos). El curso tenía lugar en la Torre di Bellosguardo, del siglo XIII (ahora convertida en un albergue pintoresco aunque algo decaído que mira a Florencia desde la misma colina en la que tuvieron sus escarceos amorosos Vita y Virginia). Todo en Italia está cubierto con una capa de alusiones sexuales y poéticas; pues Italia es, por encima de todo, el país de los escarceos amorosos poéticos, por lo menos para los norteamericanos y los ingleses. Para los italianos es un país completamente distinto.
Me quedé parada a la salida de la estación de Santa Lucía con un ejemplar de tamaño pequeño y tapas azules de Don Juan en la mano. Los escalones de mármol de la estación me parecieron más grandes y empinados de lo que son. No vi perros muertos flotando ni condones usados ni botellas de Fanta. Sólo vi poesía y amor. Los poetas son los mejores publicitarios de todos.
Tomé el vaporetto para San Marcos, maravillándome ante los palacios del Gran Canal. Al ver una placa que decía «Qui abita Lord Byron» («Aquí vivió Lord Byron»), en la pared del Palazzo Mocenigo, casi me desmayo. Estaba en presencia de la Literatura, ese viejo fraude, ese gigoló intelectual. Como dijo Mary Shelley de su viaje de novios: «Fue romántico más allá del romance».
Y recorrí la hormigueante San Marcos, atravesando el museo vivo de una ciudad.
Un guapo médico chino (no con el que más tarde me casé) me compró violetas, me invitó a un helado y habló conmigo de Byron. Un burdo estudiante norteamericano me invitó a compartir su sórdida habitación en una pensión de mala muerte junto a la estación. Muchos italianos me pellizcaron el culo. Pero yo andaba como flotando, protegida por la poesía.
Nada alteró el hechizo. Yo estaba transfigurada, hipnotizada. Entonces los libros eran mi adicción. Los llevaba en el corazón y en la cabeza.
Entré en una casa con el nombre de Ruskin en la fachada y me recibió un torrente de insultos: aquello no era un museo. Tomé minipizzas para turistas y bebí vino agrio. A mí me pareció el maná.
Los techos de losas rojas medio despegadas, las campanas, las gaviotas, la esfera dorada de La Dogana (la aduana, que enriquecía Venecia con registros y embargos), el gran gorro cónico del campanile de san Giorgio Maggiore, dando cara a la dársena de San Marcos y su campanile, el modo en que los dos campanili se alinean en el canal para servir de señal a los barcos de vela que entran en el puerto, el modo en que los cruceros se deslizan por el canal Giudecca como sobre unos raíles invisibles: todo eso me encantó, me embrujó de tal modo que me hizo volver una y otra vez.
Volví a Venecia con amigas, finalmente con Allan, con Jon, con Will, y muchas veces sola. Me alojé en muchos sitios, desde el Ostello dello Gioventú, hasta hoteles baratos, pensioni medias, o los palacios más absurdamente caros como el Gritti o el Cipriani. Más tarde empecé a alquilar casas, las más alejadas de los turistas que pude encontrar. Me complacía decirme que era, si no nativa, al menos una habituée.
Muchas veces llegaba a Venecia y me preguntaba qué demonios me había traído de vuelta. Era un lugar lánguido, tendía a atraparme, pero el ensorcellement (como lo llama Anais Nin) no siempre era agradable. Me sentía como una mosca atrapada en una tela de araña, como un marino arrastrado al fondo del mar por un pulpo gigante. Nunca estaba segura de lo que quería de mí la ciudad.
Los azules cielos del verano y la resplandeciente laguna podían ser decepcionantes. Los turistas lo invadían todo como unos mendigos sucios y quemados por el sol, con prisa por volver a casa y contar lo que habían visto.
Pero cuando se vive en Venecia durante un tiempo, en verano o invierno, se descubre que la ciudad tiene un millar de secretos y que te deja penetrarlos sólo en su momento.
El verano de 1983 me invitaron a la antigua Unión Soviética para que asistiera a una reunión de escritores. Fue aquel hombre encantador, el desaparecido Harrison Salisbury, quien me invitó. El grupo incluía a Studs Terkel, Susan Sontag, Robert Bly, Gwendolyn Brooks, Irving y Jean Stone. Se dijo que aparecería Voznesenski, pero no lo hizo. Sí muchos apparátchiki. Fuimos en tren de Moscú a Kiev. Yo estaba horrorizada por el modo en que la cara negra de Gwendolyn Brooks provocaba miradas de asombro en Moscú y Kiev. Fue mi compañera de compartimento en el tren y nos pasamos toda la noche levantadas, hablando de poesía y maternidad.
¿Por qué Venecia siguió a ese viaje? Fue por Carly Simón. En caso contrario, yo habría vuelto directamente a Connecticut, donde me esperaba Will.
– Nos veremos en Venecia el uno de agosto en el Cipriani -había propuesto Carly Simón unos meses antes durante un agradable almuerzo que tuvimos en el Village.
Presumíamos comparando a nuestros amantes jóvenes. Los llevaríamos a Venecia y veríamos qué pasaba. (¿Pensábamos intercambiar parejas? Sólo en la fantasía.) Conque me alojé en el Cipriani (que ni siquiera sabía que existía antes de que lo mencionara Carly). Y después de Moscú, me reuní con Will en el aeropuerto de Milán. Corrimos a la habitación de un hotel a desahogarnos -o corno se llame lo que hicimos-, y luego tomamos el avión para Venecia al caer la tarde. La visión de la ciudad cuando una está enamorada resulta enriquecedora, no oprimente.
Entonces yo tenía dinero -o creía que el dinero me pertenecía más a mí que a Hacienda-, de modo que ocupamos una suite junto a la piscina del Cipriani. No salíamos de ella durante el día.
Nos quedábamos en la cama toda la mañana y la tarde, haciendo el amor y pidiendo cosas al servicio de habitaciones; de noche recorríamos las calles.
Carly nunca apareció con su amante de entonces, Al Corley. Había sido una de esas exuberantes proposiciones de las que una enseguida se queda amnésica. Pero nosotros no echábamos en falta a nadie. Por la noche, Will me enseñaba a nadar en la enorme piscina sin bañistas (construida de tal tamaño porque alguien había confundido los metros con los pies). Explorábamos las pequeñas calltde Giudecca en la oscuridad. Bebíamos en cafés, en nuestra habitación, en la cama, junto a la piscina. Hacíamos el amor como si lo estuviéramos inventando, pensando que lo inventábamos. En eso éramos como todos los amantes.
Venecia se convirtió en nuestra ciudad preferida. Todos los veranos íbamos a un apartamento de alquiler, o una casa, o un piano nobile, con Molly y Margaret. Yo me sumía en los ritmos de adagio de la laguna. Por las mañanas Will salía a por pan recién hecho. Desayunábamos perezosamente. Luego yo escribía. Después salíamos todos a almorzar en un trattoria cercana.
Desde los cinco años de edad, Molly veraneó en Venecia. Nos bañábamos en la piscina del Cipriani al caer la tarde, luego nos duchábamos, tomábamos el vaporetto hasta casa, nos cambiábamos y salíamos a cenar: una familia de cuatro miembros.
El día giraba en torno a la escritura, los paseos, los baños, las comidas. Las tensiones de Nueva York quedaban lejos. Yo no dejaba de tomar notas, imaginar poemas, iniciar relatos que creía que tenía que escribir. A veces se convertían en libros y a veces no. Pero el tranquilo ritmo de vida alimentaba este florecer. Y el mundo acuático lo bautizaba. Siempre volvía a casa con la cabeza llena de brotes exóticos.
¡Cuánto he soñado en Venecia, ese barco que flota en el mar Adriático! Era como dormir en una goleta, con el agua chapoteando y ondulando a los costados. A veces pienso que sólo voy a Venecia para dormir.
Durante esos veranos empecé a investigar el gueto de Venecia y quedé embrujada por el siglo XVI.
Will y yo siempre llegábamos cargados de libros para leerlos juntos. Leíamos en voz alta, subrayando y anotando las páginas. Desde las primeras veces, nos presentaron a venecianos que nos enseñaron la ciudad, y abrían museos y bibliotecas para nosotros. Empezamos a explorar la ciudad para ver si había un relato que me quisiera contar, o contar a través de mí.
El gueto de Venecia nos conquistó. Para demostrar su solidaridad conmigo, Will empezó a llevar una Estrella de David incrustada en cristal veneciano. También empezamos a leer historias de los judíos de Venecia.