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Gracias a Cecil Roth, Riccardo Callimani y las propias piedras, la Venecia del siglo XVI empezó a resultarme viva. Era un refugio insular, con judíos infiltrados que buscaban asilo en él. Sefardíes de España, askenazíes de Alemania, judíos levantinos del Oriente Próximo, se mezclaban y unían en Venecia con cristianos y musulmanes, creando la magia de la cultura veneciana.

Inmediatamente vi una analogía entre aquella isla de Venecia y la isla de Manhattan. La Venecia del siglo XVI era el Manhattan de comienzos del siglo XX: rebosante de judíos que llegaban de Europa y Oriente Medio, destinados a enriquecer el mundo cristiano y a cambiarlo para siempre.

Los judíos venían a Venecia porque Venecia los aceptaba, y pronto se convirtieron en vendedores de ropa, antigüedades, libros. Se especializaron en las artes escénicas, la impresión, la encuademación de libros, las antigüedades; como ahora. Construyeron sinagogas, teatros, editoriales, empresas comerciales. Practicaban las artes. Al centrar sus energías en las pocas cosas que no les estaban prohibidas, se convirtieron en una fuerza. Y prosperaron. Y Venecia prosperó. Añadieron otro tipo de fermento a la gran tarta azucarada de la Serenissima.

Durante las prolongadas y perezosas estancias en Venecia, empezó a susurrarse un relato entre las piedras. A una chica judía, la auténtica Jessica, la tiene encerrada en el gueto su padre, Shylock (o Shallach, como debe de haber sido su nombre antes de adoptar la forma inglesa).

En una excursión diaria de lo más corriente, nuestra Jessica se encuentra con un joven inglés en el gueto, adonde había ido para oír predicar a sus famosos rabinos y para aprender las nuevas artes escénicas (por las que eran famosos los judíos de Venecia del siglo XVI). Sólo tiene veintiocho años, es poeta, actor, dramaturgo, y ha venido a Venecia con su lascivo patrón bisexual, el conde de Southampton. La peste ha cerrado los teatros de Londres y viaja con su señor (que está locamente enamorado de él y también, como les pasa a los amantes furiosos, quiere ser su mentor).

Will -pues ése, irónicamente, es el nombre del joven- y Jessica se enamoran a primera vista, como pasa en todos los cuentos de hadas, y su amor les empuja a huir del gueto, huir de Southampton, de Shallach y de todo el cinismo, pues el amor nace para imponerse al cinismo.

Algo así se estaba cociendo en mi cabeza cuando terminé otra novela -Parachutes amp; Kisses -. Ese invierno me llegó una invitación inesperada para que formara parte del festival de cine de Venecia. Notando que necesitaba sacar a la luz esa novela, acepté de inmediato, llevando conmigo a Will de cavaliere servente.

El festival de cine era una casa de locos. Eugeni Yevtushenko había venido de Moscú, con una mujer británica de la que estaba destinado a separarse muy pronto, y se comportaba como un mongol. Alto, teatral, acostumbrado a llenar los estadios de adoradores, tenía ganas de pelea. Günter Grass, fumador de pipa, meditabundo, llegó de Alemania con un estado de ánimo parecido, pero era demasiado listo y serio para demostrarlo. Balthus debería haber seguido pintando. Se alojaba en el Gritti, con su hermosa esposa japonesa y sus hijas, y parecía tomarse la cosa con toda la tranquilidad del mundo, lo que era inteligente. Le veíamos raramente y nunca en las proyecciones. Los hermanos Taviani -Paolo y Vittorio- eran sencillos, divertidos y extremadamente nerviosos. Iban a presentar Caos, su brillante película pirandelliana. Michelangelo Antonioni no estaba físicamente bien, pero era apasionadamente serio y vio todas las películas.

El jurado se pasaba el día entero viendo película tras película: las buenas, las malas, las mediocres. Películas del realismo socialista del bloque Oriental, películas indias de la industria del celuloide de Nueva Delhi, películas chinas producidas por los magnates de Hong Kong, películas artísticas o vulgares japonesas, películas que sorprendían o aburrían, más películas de las que una pensó nunca que se hicieran en todo el planeta en sólo un año.

Cada vez era más aburrido. No hay nada más aburrido que las películas mediocres. Y según pasaban los días, se podían ver unas nubes de tormenta que se cernían sobre la laguna.

Cuando llegó Claudia Cardinale con su marido, el productor siciliano, el ambiente estaba preparado para un duelo, la pelea de OK Corral.

Cardinale interpretaba a Clara Petacci, la última amante de Mussolini, en una película espantosa que se basaba no tanto en la historia como en un culebrón. El ruso vio de inmediato algo por lo que protestar. Y el alemán vio a un ruso al que podía ganar. Y empezó el follón.

Cómo empezó es un misterio. Las reuniones y deliberaciones tendían a entrar en combustión espontáneamente al cabo de cinco días o así. Puede que sea la disciplina que imponen a unas personas indisciplinadas. O a lo mejor es que los artistas no están acostumbrados a vivir en comunidad y sólo pueden soportarlo durante breves periodos. A lo mejor toda comunidad requiere una válvula de escape y la explosión debe producirse inevitablemente.

Primero el jurado debatió sobre la «moralidad» de ver una película que presentaba a Mussolini como amante, luego hubo unos enfrentamientos verbales a la hora de comer y del té, y de repente Eugeni celebraba una conferencia de prensa, ¡y los periódicos italianos tenían algo sobre lo que escribir! El festival podía ser un aburrimiento, pero los miembros del jurado no. ¡Pías! ¡Bom! ¡Zas! ¡Smash!

– Es una ofensa glorificar a los fascistas como amantes… -o algo así.

La confusión se alimentaba por sí misma, como tienden a hacer las creaciones de la prensa. A los medios de comunicación no hay nada que les guste más que los enfrentamientos caricaturescos. Los franceses y los ingleses competían en ser absurdos. Los italianos se les unieron encantados. Los periódicos norteamericanos se basaron en ellos.

A todos nos entrevistaron y citaron frases nuestras, por supuesto. Todos nos vimos obligados a pronunciarnos sobre este inofensivo melodrama. (Anita Hill ha dicho que, una vez que te conviertes en figura pública, se espera que tengas opiniones sobre todo. «Me reservo el derecho a no hacer comentarios», dijo. ¡Si yo y el resto del jurado hubiéramos sido tan listos como ella!)

A Claudia Cardinale la fotografiaron con un aspecto encantador manifestando lo ultrajada que se sentía. Su marido productor (o productor marido) juró negra vendetta.

Y en consecuencia el festival se convirtió en el acontecimiento de los medios de comunicación que quería ser y todos consiguieron publicidad, tanto si la querían como si no. Y la ciudad de Venecia recuperó el dinero que había pagado a los famosos para que vinieran en avión y comieran bien. Y Liv Ullmann llegó al final de todo para entregar el León de Oro, rampante una vez más delante de un campo lleno de agentes de prensa.

Lo que pasó en el festival y su combustión espontánea me llevó a pensar nuevamente en mi novela sobre Venecia. Todos los escritores anhelan escribir un relato del tipo de Un yanqui en la corte del rey Arturo. Todos los escritores quieren viajar en el tiempo, mientras el futuro espera a que regresen.

¿Y si mi Jessica no fuera judía, cuando nos encontramos con ella por primera vez, sino cristiana? ¿Y si era una jovencita rebelde educada en Radcliffe que procedía de una polvorienta y vieja familia de blancos, anglosajones y protestantes de la parte alta del East Side e iba a la Royal Academy of Dramatic Art de Londres en lugar de casarse como es debido, y estaba, a pesar de la desaprobación familiar, decidida a ser actriz? ¿Y si hubiera adorado la poesía de Shakespeare durante toda su vida y un día en Venecia, después de ser jurado de un festival de cine, se deslizara por una fisura del tiempo y se encontrara convertida en una judía del gueto del siglo XVI, enamorada de un muchacho inglés muy poético que se llamaba Will?

Ése es siempre el comienzo de un relato.

Yo tenía mi relato. O el relato me tenía a mí.

Me puse a tomar notas frenéticamente. Existía la posibilidad de hornear una tarta hecha con todo lo que sabía de Venecia, Shakespeare, los isabelinos y los judíos.

Hice el relato adecuadamente shakespeariano y sangriento. Eran obligatorios los puñales, los venenos, las dagas, las espadas, los estiletes. Quería oír la música de las palabras isabelinas, de modo que escuché repetidamente a sir John Gielgud recitar los sonetos hasta que no puede dejar de oírla. Busqué todos los montajes de El mercader de Venecia que se representaban aquel año. Vi antiguas películas y vídeos de la obra. La leí en voz alta para mí misma. Luego leí todo lo que pude encontrar sobre ella. «A Shakespeare le gustaba dejar en el aire a mentes que habían perdido el equilibrio», dijo Joyce (por medio de Stephen Dedalus). Conque volví al gueto un lluvioso otoño y pensé y pensé. Volví a oír los susurros de las piedras. Volví a ver al joven Shakespeare y a una Dama Negra andando bajo la lluvia.

El secreto de conseguir que Shakespeare funcione en el presente no es oscurecer sus verdades sobre el personaje con tonterías y toques isabelinos. El público de Shakespeare ve a través de esas cosas, porque está acostumbrado a las convenciones del lenguaje y de la representación teatral que le son propias. Debemos hacer obras de teatro tan transparentes como las isabelinas. Una buena adaptación debe suprimir la barrera que separa la Inglaterra isabelina de nosotros, no reforzarla.

Pero El mercader es una obra difícil de hacer moderna debido a que la actitud de Shakespeare hacia Shylock es muy desagradable por culpa del antisemitismo y, sin embargo, constituye algo intrínseco al drama. Shakespeare ve a Shylock como a un ser humano igual que él mismo, pero los viejos prejucios isabelinos hacia los judíos (en su época de mucho odio a los judíos) están siempre presentes. Incluso el personaje de Jessica es más flojo que el de Portia. Y la renuncia de Jessica a su padre es cruel. Como lo es su robo del anillo (que le regaló a él su madre muerta). La comparación de Shylock de las hijas con los ducados puede leerse fríamente como una afrenta a los judíos, pero también se puede presentar con pasión, iluminando la rabia de un padre y el amor de un padre. (Laurence Olivier y Dustin Hoffman lo hicieron.)

Yo quería que Serenissima resolviera el dilema de Jessica de una vez por todas, mostrar por qué Jessica traicionaba a su padre; no sólo por amor y libertad, sino por poesía. También quería resolver el misterio de la Dama Negra de los sonetos. Pensaba matar dos pájaros de un tiro, convirtiéndola en la misma condición de judía del gueto que inspiraba el personaje de Jessica.

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