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El libro iba a ser literatura, y sin embargo, en cierto modo, también iluminaría la condición de la mujer del siglo XX, empujando al lector a pasar la página.

Aunque Serenissima todavía me hechiza con su potencial, sospecho que fallé parcialmente en esta novela porque todavía no entendía del todo mi propia relación con la ciudad de Venecia. Además, traté de hacer demasiadas cosas en un libro delgado. Serenissima debería haber sido más largo y con más contenido, como Fanny. Debería haber tenido más personajes, más contracorrientes y argumentos secundarios. Haber suprimido menos cosas.

Consciente de mi tendencia al exceso, contraté a un corrector para que me cortara las alas. Nos animamos uno al otro y cortamos demasiado. V. S. Pritchett dice que los puntos fuertes y los débiles de un escritor están tan entrelazados que no se puede renunciar a unos sin influir en los otros.

Venecia, como Nueva York, era para mí una ciudad ancestral, una ciudad que me llevaba a las raíces de mi condición de judía. Pero era más: su mito es el de una isla mágica donde se resuelven los problemas, los rompecabezas se completan por sí solos, o por lo menos se disuelven en el aire.

El mercader de Venecia es sólo una de las muchas versiones de Shakespeare de ese relato. Pero, además, no es un logro absoluto; a pesar de las enfebrecidas frases de Shylock sobre el ser judío, a pesar del mágico cielo estrellado de Belmont, a pesar de la oscura belleza de Jessica y la remilgada recapitulación de Portia sobre la justicia como una especie de noblesse obligue concedida a los infortunios de los judíos siempre que se conviertan, se pongan de rodillas, renuncien a su sangre, su comida, sus ducados, sus hijas, y la condición de judíos de sus nietos.

De modo que El mercader no funciona por completo, debe ser dicho. Puede que sea el odio lo que la desmerece. Con el odio raramente se hace buena literatura. Pero que otra obra sobre una isla mágica, La tempestad, resuelve bellamente todos los dilemas, y funciona, es algo que se debe decir.

Hay amor auténtico entre los enamorados, arrepentimiento auténtico por parte del rey hechicero, Próspero, libertad auténtica para los espíritus encadenados, Calibán y Ariel, libertad auténtica para el poeta cuando decide irse. La isla mágica podría ser Venecia (es una isla del norte de Italia, después de todo), pero evidentemente no lo es. Pudo serlo, pues Venecia es sobre todo la isla de la muerte, como Thomas Mann sabía mejor que nadie. Venecia es el lugar que atrapa a los espíritus torturados. Es la isla de papel donde se pegan las moscas. Necesita sangre nueva constantemente para renovar la vida. Venecia es nada más y nada menos que un vampiro.

Conocí a un pianista danés que iba todos los años a Venecia a tocar en un bar de mala muerte. Por el invierno y durante la primavera, lo tenía contratado un jeque de Sharjah por muchos, muchísimos ducados. Pero todos los veranos y los otoños se veía empujado a regresar a Venecia como si el espíritu de su antigua identidad le arrastrara hasta allí.

Ese melancólico danés había investigado sobre su pasada identidad, que parecía ser la de un panadero del siglo XIII. Por la noche, su habitación a veces se llenaba con una fragancia de flores o el olor del pan recién horneado. Se entrechocaban recipientes y estantes metálicos. Cuando despertaba, todo estaba recubierto de un fino polvo blanco. Abría los ojos, nada sorprendido.

Tenía los ojos azules, el pelo rubio, leve constitución y poco peso, y mostraba la calavera debajo de la piel de la cara como a veces parece pasarles a los escandinavos. Al tocar el piano parecía joven, pero cuando te acercabas a él veías que tenía entre cincuenta e infinitos años. Su cara estaba recorrida por finas arrugas. Era, como yo, adicto a Venecia, aunque podías ver que no le sentaba bien a su salud.

Por supuesto, tenía que tener algún amante en la ciudad, un amante imposible, como mi Piero, que llegaba y se iba de modo impredecible. El amante probablemente tenía la misma inconsciente crueldad infantil que el Tadzio de Von Aschenbach. Todos los amantes venecianos la tienen.

Puede que Piero fuera amante de ese danés tanto como mío. Puede que también fuera amante de Tadzio. Y de Alfred de Musset. Y de Byron. Y de Shakespeare. ¿Quién lo puede decir? En Venecia es posible llevar múltiples vidas en múltiples tiempos. El aqua alta sube inexorablemente, cubriendo los suelos.

Hablábamos muchas noches, el pianista danés y yo, y aunque no recuerdo su nombre, sé que su historia tenía algo que ver con la mía. Al final, las personas que no se pueden librar de Venecia mueren allí. La laguna necesita sus espíritus para atraer a los futuros espíritus.

Había otro problema con Venecia en mi novela: no contaba la verdad definitiva sobre Venecia. Y no era porque yo no me esforzase todo lo posible. Me esforzaba. Pero todavía no sabía la verdad definitiva sobre Venecia. Venecia no es soleada. Venecia es una tumba.

El arrebatado hacer el amor entre el desayuno y el almuerzo, la enfebrecida pasión de cinco a siete, son modos de traerte una y otra vez a Venecia. Pero hacer el amor no origina vida. Sólo origina espectros, espectros seductores, espectros con una increíble fuerza magnética y sexual, espectros que pueden resonar en el mayor orgasmo conocido en terra firma. En realidad, no es terra firma. Es el mar, y la barca de la muerte se dirige hacia el oeste con el sol poniente.

No hace mucho (en la mitad de este libro) volví a Venecia con mi hija. Hablamos y hablamos y recordamos otros veranos cuando ella era niña y yo estaba soltera. Pero cuando iba a visitar a mis viejos amigos, se negaba a venir, prefiriendo quedarse en el Gritti, viendo la CNN y pidiendo cosas al servicio de habitaciones. Conque iba yo sola.

Mis amigos se aferraban a mí del modo en que los habitantes de una isla se aferran a los recién llegados: para salir de un tremendo aburrimiento. Me invitaban a comer, a cenar, a tomar el té, y me hablaban de las maravillosas casas que estaban en venta en Venecia.

En la recepción del hotel, antiguos amantes me dejaban mensajes, pero cuando los telefoneaba nunca estaban en casa. Cuando volvía, había mensajes nuevos a los que nunca podía responder. Había mensajes de personas a las que no conocía. ¿Estaba un panadero del siglo XIII entre ellas?

Mi amigo danés se había ido. Creí ver a Piero en su motora por el Gran Canal solo, pero luego me pareció que no era él. Traté de llamarle, pero una secretaria me dijo que estaba fuori Venezia («fuera de Venecia»). El cielo se oscureció. Las ventanas se abrían solas en mi vieja habitación (la de Hemingway, me dijeron) del Gritti. En el techo sonaban pasos la noche entera, pero cuando me quejé, el encargado me dijo que en la habitación de encima de la mía no había nadie.

Finalmente, al quinto día, me encontré en un verde jardín (con fama de que una vez había sido cementerio) en Dorsoduro. Estatuas de figuras con mantos, sombreros, la cara velada, acechaban en las sombras aterciopeladas. Los setos eran de un verde musgo, y aquí y allá una fucsia brillante o un ciclamen estallaban en el verdor como una flor en una maceta encima de una tumba.

Yo estaba sentada en el centro de un grupo de mujeres. Una era una artista austríaca que llevaba viviendo allí cerca de treinta años (atraída por los amantes italianos y la luz). Ahora había renunciado a los hombres (de cualquier nacionalidad). Otra, una rechoncha norteamericana divorciada, finalmente había vendido su casa de Nueva York y se había instalado allí. Otra, una rica viuda inglesa, había comprado un palazzo en el Gran Canal y lo estaba restaurando. Otra era una voluminosa duquesa que tenía a mi Piero, su Piero, el Piero de quien fuera. Navegaba por el Mediterráneo. Nadie sabía adonde iba.

Hablábamos de regímenes alimenticios, de ejercicios físicos, de comida, de niños caprichosos, criados caprichosos, hombres caprichosos. Todas me animaban a dejar Nueva York, mi marido, mi familia, y trasladarme allí. El ritmo de vida era más tranquilo, y podría escribir.

Pero yo sólo podría escribir sobre el pasado, creía, y al final no escribiría nada porque la hierba me cubriría las manos. El cementerio me estaba dominando, y Venecia hacía que el proceso fuera agradable. La barca que rema hacia la puesta del sol estaba esperando al borde del canal. El seductor chapoteo del agua creaba el sonido de Venecia: vieni, vieni.

La muerte que ofrecía no era la petite mort. Era la grande. Y era inexorable.

Los amantes venecianos, quienesquiera que fuesen, de cualquier sexo, sólo eran sus ayudas de cámara, su artillería, sus apoyos. Ellos eran el cebo seductor. Pero sólo nos podíamos quedar por propia voluntad, que es como le gustamos a la muerte. Nos espera en Venecia, paso a paso, remo a remo, orgasmo a orgasmo.

Recordé la primera vez que me sentí atraída por Piero, ocho o nueve años antes. Navegábamos en su barco cerca de San Marcos una perfumada noche de mediados de julio. Era la fiesta del Redentore, que conmemoraba la liberación de la Serenissima de una plaga de hace medio milenio. Habían construido un puente de barcos desde la Piazza del Giglio, en San Marcos, a Santa María della Salute, en Dorsoduro, y hasta la magnífica iglesia del Redentore, de Palladio, en Giudecca. Toda la ciudad andaba por encima del agua, o eso parecía. Los que no cruzaban los puentes, llevando velas, comida, prosecco, estaban reclinados en sus barcas sembradas de flores, tomando el fruto de la viña. La música de Vivaldi, Monteverdi y Albinoni flotaba sobre las aguas. Los prohombres -los futuros tangentopolisti que ahora abarrotan las cárceles- estaban ocultos en una especie de palco real flotante construido sobre pontones que también difundía la música veneciana sobre las aguas. Los equipos de televisión pasaban en pequeñas motoras para transmitir la festa a los ávidos ojos del resto de Italia, que todavía considera a Venecia una rareza: medio italiana, medio otra cosa.

La suntuosa duquesa de Piero estaba preparando langostas, calamares, y risotto negro hecho con la tinta de las seppie venecianas. Yo observaba con asombro tanto su habilidad como su imperturbabilidad. Piero se me acercó.

Me echó el aliento en la nuca, me pasó un dedo por el antebrazo de un modo posesivo, premonitorio. Me tomó con sus ojos.

Yo estaba perdida en sus ojos pardos de fauno, olía el fuego bajo su piel morena, admiraba su rizado pelo rubio de sátiro. Su sudor era libidinoso y delicioso, ¿o era el mío? Parecía que teníamos el mismo olor.

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