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Cómo llegué a ser del segundo sexo

¿Qué es lo que hace posible que las mujeres alcancen su objetivo en un mundo donde todavía somos el segundo sexo? Tillie Olsen, esa poeta épica de los silencios femeninos, dice que somos afortunadas si nacemos en familias sin hijos varones. Pero mis hermanas afirman que nunca sintieron la libertad ambivalente para alcanzar su objetivo que sentí yo. Y mi madre, también segunda hermana, tuvo claramente más conflictos que yo.

¿Qué es lo diferente en mi vida? Probablemente sea ésa una de las razones por las que estoy escribiendo este libro. Me refiero a entender las cosas que me impulsaron y las cosas que me contuvieron. ¿Qué hace mi vida diferente a la de mi madre? ¿Y qué la hace parecida?

No recuerdo ninguna época en la que no admitiera que yo haría algo en la vida. No sabía qué. Escribir, pintar, dedicarme a la medicina, todo eso cautivó mi imaginación durante un tiempo. Suponía que sería algo divertido, que ganaría el dinero suficiente, que habría un sitio para mí en el mundo, y solía soltar discursos de aceptación del Premio Nobel ante el espejo a la edad de ocho o nueve años. No sabía el precio que habría que pagar, ni me importaba. La cuestión principal era: suponía que me iban a salir bien las cosas. ¡Había sobrevivido a todo un jardín de infancia lleno de niños cagones! Semejante pretenciosidad probablemente sea el preludio del éxito, y mientras a las chicas se las desanime diariamente para que no tengan pretensiones, tendrán problemas para conseguir lo que se proponen. En mi casa nadie me desanimó, aunque los modelos de mujeres que veía no eran tan libres como los de los hombres (esto es, mi madre con su caballete plegable). En cierto modo siempre supe que habría otras mujeres que me envidiarían u odiarían por esa libertad.

– Todo el mundo piensa que eres encantadora porque eres rubia -solía decir mi hermana Nana-. Pero yo sé lo bruja que eres.

En los años cincuenta, la dicotomía entre rubia y morena era un profundo abismo. Se trataba de Debbie Reynolds contra Elizabeth Taylor. Y la sirena sensual de pelo oscuro siempre estaba condenada a ser una mala chica. Se suponía que la rubia era buena como el oro. Yo no sabía entonces que la oposición entre hermanas de pelo oscuro y claro tenía una vieja tradición literaria. Pero ¡cómo se mantienen esas antiguas categorías! Mi hermana mayor me odiaba por ser rubia y por confiar en mí misma. Una chico-chica disfrazada de Debbie Reynolds, sin sentir ninguna limitación porque tanto mi padre como mi madre estaban en mi interior y me querían, irrumpí en el mundo y quedé asombrada al descubrir que las chicas eran menos iguales en él.

Me di cuenta de ello en la adolescencia. Todavía recuerdo la vez, cuando iba al instituto, en que un chico me preguntó si pensaba ser secretaria y yo contesté:

– ¡Secretaria! Voy a ser médico y además una escritora famosa… ¡comoChéjov!

Se lo demostré (no recuerdo ni siquiera su nombre), ¡negándome a aprender a escribir a máquina! Hasta hoy escribo mis libros a mano, como si fuera punto de cruz o un bordado. Bueno, tengo media docena de ordenadores, pero nunca he aprendido a utilizar ninguno de ellos. Se. vuelven anticuados antes de que aprenda a usarlos. Coqueteo durante un tiempo con ese universo alternativo y luego vuelvo a mi pluma, un símbolo fálico, claro. No me disculpo por tener envidia de pene. ¿Qué mujer ambiciosa no tendría envidia de pene en un mundo donde ese poco fiable cetro confiere autoridad?

A veces me pregunto por qué me llevó tanto darme cuenta de que estaba admitido que yo era del segundo sexo. ¿Qué me aisló cuando mis hermanas no estuvieron aisladas del mismo modo? Siempre me sentí la heredera. Pero ¿heredera de qué? ¿Heredera de las ambiciones en el mundo del espectáculo de mi padre o del arte de mi madre? ¿Heredera del caballete de mi abuelo y del decidido feminismo de mi madre? Haz lo que digo, no lo que hago, me transmitía en cierto modo. Y: a mí me estafaron, pero tú lo puedes conseguir.

De hecho, recuerdo que decía:

– Si consigues fama, conseguirás hombres guapos.

– Yo nunca dije eso -protesta mi madre.

Pero lo dijo.

O por lo menos yo lo oí. (No tuve conciencia de las complicaciones de ese imperativo hasta mucho más tarde.)

Nada de hijos varones. Una familia sin hijos varones. En una familia de sólo hijas, una de las hijas puede convertirse en el hijo. ¿Es ése el pacto con el diablo que hacemos? Lo único que sé es que en cierto modo me convertí en la portadora de la mayoría de las ambiciones de mis padres y de mis abuelos. Y qué carga más pesada era. En cierto modo, yo tenía que ser a la vez pintora, artista de variedades, y ganar mucho dinero. Yo quería ser ese absurdo: un poeta que vendía muchos libros. Quería ser una artista millonaria. Mis ambiciones eran tan imposibles que consideraba un fracaso cualquiera de las cosas que conseguía. Y todavía lo considero.

Pero ¿dónde capté el mensaje de que yo era del segundo sexo? En el colegio. Aprendemos en casa y aprendemos en el colegio. Y de las dos formas de aprendizaje, quizá el colegio sea la más perjudicial. En el colegio buscamos la autoridad del mundo. Buscamos que el colegio nos diga si lo que aprendimos en casa era correcto o equivocado. Y el colegio, muchas veces, demasiadas, refuerza los peores prejuicios de nuestra cultura: una estúpida tendencia a clasificarnos como si la inteligencia fuera cuantificable, una tendencia a hacer estereotipos de los sexos, a ver masculino y femenino como cosas aparte, opuestas, en lugar de ver que son cualidades que poseemos todos; una tendencia a enseñarnos maquinalmente y por medio de exclusiones, en vez de libremente y por medio de expansiones.

Cuando iba al instituto, ya me consideraba feminista y llevaba un ejemplar de El segundo sexo como prueba de ello. No recuerdo si lo leí. No lo necesitaba. Sabía que las mujeres tenían que tragarse un montón de mierda. Sabía que los chicos eran arrogantes y que las mujeres aprendían a aplacarles para sobrevivir. No negaba que hubiera un problema. Sólo ponía en cuestión el modo de resolverlo.

Aunque leía y escribía todo el tiempo, y aunque leer y escribir eran las cosas que más me gustaban, a la mayoría de la gente le decía que iba a ser médico. No sólo se trataba de que me atrajera curar a la gente -todavía me atrae-, sino de que simplemente estaba buscando una profesión en la que a las mujeres no las pisen. Desde mi ventajoso punto de vista de adolescente, la medicina parecía lo adecuado.

Este capítulo no trata de si las mujeres son o no iguales en el mundo de la medicina. Es un capítulo sobre el aprendizaje de que no son iguales, y la mayor parte de ese aprendizaje tiene lugar en la adolescencia.

Los chicos te tiran del cierre posterior del sostén. Una vive aterrorizada de que traspase el támpax. De pronto tu cuerpo se convierte en un estorbo, una fuente de ridículo. Y no se trata únicamente de las molestias que representan todos los cuerpos, sino de la vulnerabilidad concreta del cuerpo de una mujer que puede ponerse a sangrar de modo inesperado y que te señala como una víctima potencial.

Por supuesto que esto no evita que las mujeres todavía sean violadas en todas partes, que a una de cada tres mujeres la maltrate el hombre con el que vive y llama marido o amante. Incluso si el mundo fuera un lugar seguro, la adolescencia significaría vulnerabilidad para las chicas. De repente te conviertes en una presa sexual y de repente te das cuenta de ello. De repente las largas y soleadas tardes en la playa leyendo los relatos de misterio de Nancy Drew se terminan. Entras en un mundo nuevo, un mundo lleno de amenazas.

Cuando yo ingresé en la High School of Music amp; Art, mi familia vivía en la esquina de la calle 81 con Central Park West. Todas las mañanas, a las ocho, tenía que hundirme en el ruidoso metro y trasladarme hasta la esquina de la calle 135 con Covent Avenue. Por lo general el vagón estaba desierto, todo el tráfico iba en sentido opuesto.

Muchas veces veía exhibicionistas en el metro: viejos con la bragueta abierta y enseñando la polla muy orgullosos de sí mismos y susurrándome que me acercara, que me acercara. Unas veces yo miraba. Otras veces me daba miedo mirar. Y otras me largaba al siguiente vagón, con el corazón latiéndome con fuerza en el pecho.

– Oh, los exhibicionistas nunca hacen nada. Tienen miedo hasta de su propia sombra -solía decirme mi madre. Lo que era tan consolador como si me dijera que cuando muramos nos meterán bajo tierra y nos convertiremos en tomates. Hasta para una niña con una infancia bastante protegida, resultaba aterrador. En casa no me molestaba nadie, pero para cuando tenía trece años, nadie me podía proteger. La masculinidad estaba allí afuera, una fuerza anárquica, desenfrenada. Las mujeres no se exhiben en el metro. Aprendí que en las mujeres se podía confiar y en los hombres no.

Ahora, cuando mando a mi hija al colegio en un Nueva York que se ha vuelto veinte veces más violento que cuando yo era niña, la mando en un autobús privado. Si la violara alguien, mataría y esperaría que me absolvieran por ello. Aunque mide uno setenta y dos y me saca la cabeza, es una niña vulnerable en el fondo. Todavía la arropo en la cama junto a un osito de felpa. La mando al colegio con inquietud.

– Te rodea un escudo de luz blanca -digo, como una vez dije-: Que la Divinidad te proteja -al lado de la cuna. Me vuelvo hacia la brujería y a la diosa madre en momentos como ésos porque quiero invocar las fuerzas primarias del universo. Necesito a Kali y a Isis, a Inanna y a la Virgen María para que protejan a mi hija.

Una sociedad que no puede proteger a sus chicas jóvenes es una sociedad condenada. La agresión masculina ha existido durante toda la historia, pero siempre se ha canalizado y ritualizado en torneos y búsquedas, se ha contenido. Ahora no. ¿Por qué nos preocupamos tan poco por nuestras hijas?

La respuesta de mi madre a lo de los exhibicionistas era una respuesta de colaboracionista, sea lo que sea lo que ella haya creído. El mundo masculino enseña a las mujeres lo que deben creer de los hombres. Y de las mujeres. Les enseña que éstas no tienen valor. Les enseña su situación social de seres de segunda clase. Pasa por alto el peligro de la violación.

En los años cincuenta y sesenta, cuando yo iba al instituto y a la universidad, todavía no habíamos denunciado públicamente el problema. El feminismo estaba en reposo. El problema, como dijo Betty Friedan, no tenía nombre. El feminismo de la época de Virginia Woolf, de la época de Emma Goldman, de la época de Mary Wollstonecraft, de la época de Aphra Behn, había sido enterrado. En una cultura patriarcal, al feminismo se lo en tierra sin parar. Siempre tiene que redescubrirse como por primera vez.

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