Incluso en Barnard, una universidad femenina, fundada por feministas e impregnada de la excelencia de las mujeres, no estudiábamos a las mujeres que eran poetas o novelistas. El ambiente estaba lleno de estímulos para las chicas, pero sentíamos como si hubiéramos nacido, lo mismo que Venus, de la espuma. Había modelos de comportamiento masculinos. (¿Cómo podíamos saber que se había eliminado deliberadamente a quienes nos debían servir de modelos?) George Sand y Colette no se editaban. No se enseñaba a las mujeres poetas. Las poetas que descubrí en mis propios días en el instituto, Edna St Vincent Millay y Dorothy Parker, se dejaban a un lado. Estudiábamos para convertirnos en hombres de segunda clase. Estudiábamos a poetas muy orgullosos de su pene -Eliot, Pound, Yeats-, y tratábamos de escribir como ellos. Y lo hacíamos. Nuestros profesores nos adoraban, claro, y nuestras mentes eran rápidas, pero el contexto en el que crecimos era ciegamente sexista. ¿Cómo íbamos a valorar el efecto entontecedor que podía tener sobre nuestras imaginaciones? Tuvimos que liberarnos a nosotras mismas para empezar.
Pero el sexismo no era abierto. Sólo en el último curso, cuando me entrevistaron para una beca Woodrow Wilson, me preguntaron (lo juro):
– ¿Por qué una chica guapa como tú quiere perder el tiempo en una polvorienta biblioteca?
Con bastante sorpresa, me di cuenta de que el mundo entero no era una universidad para mujeres. La sorpresa se hizo más intensa en los cursos de doctorado de la Universidad de Columbia, donde me encontré con el gélido machismo sexista de la academia. Como el abuelo de mi madre, Lionel Trilling -que entonces era el Dios de Columbia- no prestaba atención a las chicas. Miraba a tu derecha, miraba a tu izquierda, una no tenía existencia: carecía de polla.
Me gustaría poder decir que todo eso ha cambiado en treinta años. Pero el número de mujeres que se han doctorado todavía es patéticamente bajo. El motivo sólo puede ser la discriminación: leemos y escribimos mejor a los diez años, pero al comienzo de la adolescencia nos ponen miles de obstáculos en el camino. Nuestras vidas se convierten en (como lo llamó Germaine Greer en su libro sobre las mujeres pintoras) La carrera de obstáculos.
Desde el punto de vista privilegiado de la edad de cincuenta años, el ciclo discriminatorio queda completamente en claro. Esa es la diferencia entre una mujer de cincuenta años y una de veinte. A los veinte años creemos que podemos imponernos al sistema. A los cincuenta sabemos que tenemos motivos para la desesperación. Nos volvemos, como dice Gloria Steinem, más radicales con la edad.
De repente nos damos cuenta de que durante toda nuestra vida nos han preparado para apaciguar y halagar a los hombres, no para enfrentarnos a ellos. En una reunión de la Asociación de Escritores, en una fiesta, en una reunión de negocios, yo sonrío y coqueteo y halago a los demás y parezco encantadora. Puede que quiera decirles la verdad a los hombres que me rodean, pero sé que no la puedo decir. Mi sola presencia siempre ofende a algunos. La sexualidad de lo que escribo, mi incapacidad para rebajarme, mi determinación al enfrentamiento, por lo menos aquí, son cosas que ofenden automáticamente. Van a contrapelo. Sólo hay un hombre al que le cuento toda la verdad -el hombre con el que vivo-, y hasta a veces hay roces y choques, probablemente más de los que yo me doy cuenta.
La verdad es que no les echo la culpa a los hombres individualmente de este sistema. La mayoría lo siguen sin darse cuenta. Y las mujeres lo siguen también sin darse cuenta. Pero cada vez me pregunto más cómo se podrá cambiar. Echo una ojeada alrededor y veo dos bandos armados: el de las mujeres que creen que los hombres y el sexo son el enemigo colectivo, y el de las mujeres que no quieren desafiar la existencia del sexismo, que están contentas por colaborar, mientras consigan sus migajas de poder. Y luego están todos los hombres que se benefician por ser el primer sexo y ni siquiera lo saben. También se sienten vulnerables y perdidos. Se preguntan por qué son tan duras las mujeres con ellos; conque van y follan con una mujer a la que doblan en edad.
Creo que el mundo está tan lleno de hombres que están sinceramente perplejos y se sienten dolidos por la ira de las mujeres, como de mujeres que están perplejas ante el sexismo, que sólo quieren que las quieran y las cuiden, que no consiguen entender por qué esos deseos tan sencillos de repente se tienen que volver tan duros de conseguir. ¿Cómo podemos echarles la culpa a los hombres con los que vivimos de un mundo que ellos no hicieron? No podemos, y sin embargo, a veces, con la mejor buena voluntad del mundo, lo hacemos. El problema del sexismo es tan complicado que estamos frustradas. Estamos hartas de hablar del problema, de escribir sobre el problema, de contaminar nuestras relaciones con el problema. No lo podemos resolver.
El problema del sexismo es enorme para todas las mujeres, pero para las mujeres judías quizá sea peor. El sexismo puede que lo practiquen con más intensidad los intelectuales judíos, que padecen crónicamente el síndrome de Annie Hall. Desde comienzos de este siglo y durante todos los años treinta, la mujer judía estaba asociada con el radicalismo, la reforma, el intelecto, el idealismo. Emma Goldman, la escritora de extrema izquierda, Emma Lazarus, la poeta, Annie Nathan Meyer, una de las fundadoras del Barnard College, Rose Schneiderman, la sindicalista (que popularizó la frase «queremos pan y también rosas» y fue una de las fundadoras del Sindicato Internacional de Fabricantes de ropa para mujeres), eran mucho más representativas de la imagen de la mujer judía que Mrs. Portnoy o Marjorie Morningstar. Cuanto más se integraron los judíos en Estados Unidos, peor trataron los escritores judíos varones a sus madres (por escrito, al menos). Para Henry Roth, en Llámalo sueño (1934), la madre era una heroína superviviente y llena de fuerza. Para Philip Roth, en El lamento de Portnoy (1969), era una harpía castrante con poderes de bruja.
Con las películas de Woody Allen, el estatuto de la mujer judía se deterioró todavía más. De hecho, los creadores judíos varones demuestran la teoría de que los miembros de un grupo minoritario tienden a descargar su agresividad entre ellos más que contra sus opresores. Odian a las mujeres judías tanto como se odian a sí mismos. Más, de hecho. Proyectan todo el asco que sienten contra sí mismos sobre las mujeres judías. El problema es que recordamos de ellos a sus madres tan fuertes. Y ellos preferirían tener a Diane Keaton, o a Mia Farrow, o a Soon-Yi, antes que a nadie que se parezca a su madre. Nuestra fuerza es demasiado cercana, demasiado amenazante, recuerda demasiado a esa mini castración primitiva, cuando la madre judía se mantuvo insensible mientras los hombres judíos cortaban el trocito de cosita de aquella cosita de aquel futuro hombre con polla.
Eso, claro, es lo que los hombres judíos nunca nos perdonarán. Siempre nos lo echarán en cara. Nos echan encima los pecados de los padres. De modo que si nos atrevemos a tomar la pluma, se desquitan cortándonos las manos, un símbolo fálico, por supuesto.
Así, la mujer que es judía y escritora está doblemente marginada, dos veces discriminada. Está discriminada tanto por mujer como por judía. Está discriminada con respecto a los gentiles -que la ven turbulenta, gorda, exigente- y a los judíos -que la ven feroz, la encarnación de la madre diosa sacrificial-. Está discriminada primero por ser mujer, luego por ser una mujer mayor, luego por ser una mujer judía mayor. Esta marginación es, claro, dolorosa, pero en cierto sentido también es una bendición.
Las miembros del club muchas veces tienen miedo a escribir sobre sí mismas. Tienen demasiado que perder. Nosotras, las mujeres escritoras judías mayores, por otra parte, no tenemos nada que perder. Ya estamos en el fondo del pozo. Como se piensa que sólo podemos recaudar fondos y ascender socialmente, ya estamos relegadas al cuidado de los parientes mayores, a asistir a nuestros hombres durante sus crisis de madurez, y a esperar ansiosas los resultados de los exámenes de admisión a la universidad de nuestros adolescentes. No tenemos sitio. No tenemos categoría social. Por alguna extraña razón, en Norteamérica a los judíos ni siquiera se los considera víctimas de la discriminación. De modo que mí generación de mujeres judías ha tenido la dudosa distinción de estar discriminada por los hombres judíos (profesores, jefes, amantes) cuando éramos jóvenes, sólo para ser discriminadas en la edad madura por ser «blancas».
Cuando se publicó mi último libro, una crítico de edad madura me llamó escritora de edad madura. No se cortó y me llamó «escritora judía de edad madura», aunque también ella lo era. Pensé mucho en el uso del calificativo «edad madura» y en por qué me molestaba tanto. Después de eso, hubo toda una temporada en la que se publicaron muchísimos libros sobre lo estupendo que era la edad madura; me pregunté qué se suponía que había de malo en ser «de edad madura». Para mi generación de escritoras, «la edad madura» debe ser un término honroso.
¿Quiénes, a fin de cuentas, fueron nuestros modelos? Sylvia Plath, Anne Sexton, Virginia Woolf, todas las cuales se suicidaron antes o durante la edad madura. ¿Quiénes fueron nuestras heroínas literarias? Charlotte Bronté, que murió durante un embarazo, Mary Wollstonecraft, que murió al dar a luz, Simone de Beauvoir y Emily Dickinson, que renunciaron a tener hijos. Sólo Colette y George Sand, entre ellas, tuvieron amor y arte. Sólo Colette escribió sobre el hacerse vieja con amor. Pero era francesa. A las mujeres francesas se les permite ser viejas. Incluso se les permite tener amantes jóvenes. Y escribir sobre ellos. (Con todo, a Colette no la admitieron en la Académie Francaise.)
Pero la mayor parte de nuestras mentoras literarias nunca llegaron a la edad madura. Deberíamos estar orgullosas, no avergonzadas, por haber llegado a ella. Sin embargo, el estereotipo sexista es tan profundo que incluso una crítica de edad madura llama «de edad madura» a otra mujer, y espera haber dado un palo… ¿a qué? ¿Al feminismo? No, a la colaboración entre mujeres. Pues la mujer que hace crítica de libros conoce el sufrimiento. Pero para conservar el empleo, se espera que ataque a las otras mujeres, en especial a las otras mujeres arrogantes y famosas. Así la cultura nos convierte en capos de nosotras mismas.
Aquellas de nosotras que protestan contra la colaboración serán castigadas de diversos modos: no tendrán buenas críticas, no recibirán ayudas ni premios prestigiosos, ni serán elegidas académicas. Las reglas son a la vez sutiles y llamativas. Si las mujeres que se dedican al periodismo todavía se llaman entre ellas «de edad madura», ¿cómo nos atrevemos a culpar a los hombres de la falta de un mayor progreso del feminismo?