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El rebajamiento de las mujeres por parte de las mujeres se enseña en todas partes: la universidad, el trabajo, el periodismo. Las mujeres no nacen sabiendo destrozar a otras mujeres, se les enseña cuidadosamente. Se les enseña que sólo hay sitio para una representante simbólica, para una preferida del profesor, una capo cuyo trabajo será demostrar la inexistencia de la discriminación. La mujer tiene que luchar contra fuerzas superiores. Y ella es la prueba de que alguien lo puede hacer.

Dada mi historia, yo debería haberme convertido en una capo. Fuera a donde fuese, yo era la mujer que destacaba: premios universitarios, becas, notas a pie de página adecuadas, trabajos de investigación, hábil para agradar a los profesores varones mayores. En resumen, era hábil en lo de ser la hija buena. Había sido mi papel en casa. Mí hermana mayor era la rebelde, mi hermana menor la niña protegida. Mi abuelo y mi padre me adoraban, y salí al mundo con mi largo pelo rubio y mi minifalda, esperando encontrarme con mi abuelo y con mi padre en todas partes.

Y, claro, me los encontré. Pero en cierto modo yo sabía que todo lo que usaba para seducir y ser la que destacaba era mentira, una traición a mi madre y a mi abuela. Pensaba en mi talentosa madre -la esposa loca del desván- y su talentosa hermana -la lesbiana loca-. Una salió con hombres y la otra salió con mujeres, y sin embargo las dos fueron igualmente discriminadas porque eran mujeres. Y yo llevaba a estas dos mujeres en el corazón. El mundo no podía oír sus gritos, pero yo podía oírlas. De modo que cuando me ofrecieron desempeñar el papel de mujer que destacaba, me negué. Estudié para convertirme en la voz de la loca del desván. Sabía que su destino podría haber sido fácilmente el mío.

En Barnard me enamoré de Blake, de Byron, de Keats, de Shakespeare, de Chaucer, de Pope, de Boswell, de Fielding, de Twain, de Yeats, de Roethke, de Auden. Me encantaba estar en un sitio donde se valoraban las palabras, donde importaba la poesía, y empecé a dar forma y revisar mis propios poemas. Tuve un profesor de poesía -él mismo poeta- que reconoció que yo era una persona dotada para las palabras, no una persona dotada para la medicina, y me rescató de la facultad de Medicina y la aterradora disección del feto de cerdo.

Me sentí agradecida por sus consejos y seguí sus indicaciones de que aprendiera a escribir sonetos y sextinas antes de probar con el verso «libre». Por lo menos, eso me supuso un aprendizaje del arte de la poesía. Por lo menos, alguien se molestaba en enseñármelo. Siempre le estaré agradecida a Bob Pack por proporcionar rigor al estudio de la poesía.

– Aprende a escribir un soneto al modo de Shakespeare -dijo Bob (entonces yo le llamaba Mr. Pack)-, y después de eso puedes volar.

Recuerdo haberme partido la cabeza encima del diccionario de poesía de mi padre (de sus días de compositor de letras de canciones), aprendiendo lo difícil que es rimar en inglés, y recuerdo que le llevaba mis esfuerzos a Bob toda temblorosa. Mi primer poema que según él era un éxito fue éste, escrito acerca del envío a mi novio de un mechón de mi pelo:

Al mandarte un mechón de mi pelo

Hay una casa blanca de madera cerca de HampsteadHeath y en su jardín todavía canta el ruiseñor. Aunque haya muerto Keats, el pájaro que canta la muerte regresa con melodías, volando con alas tranquilas.

Un mechón de pelo que el amor de la poeta recibió permanece en la habitación donde primero se cortó; una reliquia, su historia semicreída, sus mechones ya descoloridos y su cinta arrugada.

En suelos brillantes, por cuadrados del sol del verano notó acercarse sus pasos, como si el elfo

– elfo engañoso, la llamó - no hubiera hecho una travesura consigo misma para divertirse.

Le vi agarrar aquel mechón de pelo y, aunque no me lo ofreció, me sentí privilegiada, allí quieta, y consideré su gesto mi herencia.

El poema me dice cómo era yo a los diecisiete años; una chica enamorada de los gestos poéticos que trataba de relacionar su vida con la vida de los poetas románticos ingleses blancos muertos, y que todavía no había empezado a enfrentarse a las cuestiones que plantea Virginia Woolf en Un cuarto propio:

Es inútil recurrir a los grandes escritores hombres en busca de ayuda, por mucho que una pueda recurir a ellos en busca de placer. Lamb, Browne, Thackeray, Newman, Sterne, Dickens, De Quincey -quienquiera que sea - todavía no han ayudado nunca a una mujer, aunque ésta pueda haber aprendido unos cuantos trucos de ellos y los haya adaptado para su propio uso. El peso, el andar, el discurrir de la mente del hombre son demasiado desemejantes a los suyos para que ella pueda obtener algo substancial de ellos que le sirva. El mono de imitación está demasiado distante para que se pueda copiar. Puede que lo primero que debería descubrir la mujer, al disponerse a llevar la pluma al papel, sea que no hay una frase corriente lista para que la emplee.

En la universidad, yo no encontré que esto fuera así. Puede que estuviera demasiado retrasada en mi búsqueda de la identidad. Imitaba a Shakespeare, Keats y Byron, escribí una novela corta en el estilo de Fielding (mi preparación para la escritura de Fanny Hackabout-Jones) , y sentí un agradecimiento extraordinario por ser educada en un claustro donde, durante cuatro benditos años, me podía dedicar a las exploraciones verbales. El asunto del feminismo no se trataba en los años que van de 1959 a 1963. Virginia Woolf, Emma Goldman, Gertrude Stein, Simone de Beauvoir, Colette, Muriel Rukeyser, Edna St Vincent Millay, Dorothy Parker, HD, Antonia White, Jean Rhys, Doris Lessing, Rebecca West, no se enseñaban en Barnard en mi época; ¿cómo íbamos a poder enterarnos de que había una tradición femenina? ¿Cómo se iba a enterar una de que no había nacido de la espuma de las olas? Virginia Woolf acierta:

En efecto, dado que la libertad y la plenitud de expresión son la esencia del arte, esa falta de tradición, esa escasez e insuficiencia de herramientas, deben haber influido enormemente sobre la escritura de las mujeres. Y además, un libro no se hace con frases colocadas una al lado de otra, sino con frases construidas, si la imagen sirve, en forma de arcadas y cúpulas. Y esa forma también la deben conseguirlos hombres a partir de sus propias necesidades y para su propio uso. No hay motivo para pensar que la forma épica o la lírica le convienen más a una mujer de lo que le conviene la forma de la frase. Pero todas las formas más antiguas de la literatura estaban endurecidas y rígidas en el momento en que se convirtió en escritora. Sólo la novela era lo bastante joven para ser dúctil en sus manos; otro motivo, quizá, de que escribiera novelas.

La falta de una tradición de mujer (o, de hecho, la ignorancia deliberada de una tradición que, a pesar de todo, existía) no se trataba en Barnard cuando yo estaba tan felizmente inmersa en el aprendizaje de la tradición masculina, sacando sobresalientes y ganando premios de poesía, considerándome afortunada por ser la preferida de los profesores varones. La falta de interés por el feminismo parece inocencia, al volver la vista atrás. Entonces no me sentía estafada. Más bien sentía que allí había todo un mundo de riquezas que saquear, y que yo era una elegida por habérseme dado esa oportunidad. Mi profesor de poesía era joven, guapo, coqueteaba demasiado para permanecer mucho tiempo en aquel mundo de solteronas de Barnard (en especial, después de que se casó con una de sus alumnas), y sin duda era un cerdo sexista. Pero me cambió la vida, encaminándome hacia las palabras para siempre. Coqueteaba locamente conmigo, pero no folló conmigo. Las tiernas fantasías que me provocaba seguramente alimentaron mis versos. (En estos tiempos se habla mucho de suprimir la sexualidad de la academia, pero el fuego del aprendizaje inevitablemente tiene algo de sexual. Esto no significa que se debería utilizar como un elemento de fuerza contra las chicas adolescentes, o que se debería expresar literariamente. Pero la sexualidad debe estar ahí como un fuego mítico, por mucho que no tenga su realización carnal. ¿O es una llama demasiado sutil para que la cuiden los hombres mortales? ¿No podemos contener nuestra sexualidad sino sublimándola en poemas?)

Otro profesor al que yo adoraba era Jim Clifford, el johnsoniano, compilador de la documentación de Boswell, que tenía el don -raro en la academia- de enseñar literatura como si fuera parte de la vida. Un tipo del Medio Oeste, alto, que empezó de cantante de ópera, tenía un instinto feminista que nos incitaba a leer a Fanny Burney, Mary Astell y Lady Mary Wortley Montagu, y a pensar en lo dura que era la situación de las mujeres en el siglo XVIII: su falta de independencia financiera, el que no votaran, el que no hubiera control de natalidad. Era creencia suya que no se podía entender a las personas, ni cómo pensaban, a menos que se entendieran las instalaciones de fontanería que tenían (o la falta de ellas) y los medicamentos que usaban. Seguramente esto sea cierto para las mujeres por encima de todo. ¿Cómo podemos apreciar su arte si no entendemos qué ropa interior llevaban -ballenas de los corsés, miriñaques-, sus métodos de control de la natalidad o su ausencia, cómo se protegían durante la menstruación, cómo se lavaban y cómo eran sus retretes? La mujer extraordinaria depende de la mujer corriente, escribió Virginia Woolf. Al insistir en lo físico de la vida en Londres durante el siglo XVIII, Jim Clifford nos hacía pensar en la situación de la mujer en aquella época. Fue una gran suerte.

Inspirada por las enseñanzas de Jim Clifford, escribí una epopeya burlesca al estilo de Alexander Pope y luego una novela breve al estilo de Henry Fielding. Aprendí más sobre el siglo XVIII habitando sus retóricos pareados y sus frases latinizantes de lo que nunca aprendí de los libros sobre libros sobre libros que más tarde me exigieron que leyera en los cursos de doctorado. Pues el tono de cada época persiste en sus cadencias verbales. Al habitar su estilo, se habita la época, casi como si una se estuviera probando las enaguas y miriñaques del siglo XVIII.

Maristella de Panizza Lorch -una italiana menuda, madre de tres hijos, que tuvo a la última chica, Donatella (ahora periodista del New York Times), mientras yo era alumna suya de italiano- fue la tercera de este trío de profesores de Barnard, y sin duda la más importante. Helenista y latinista y especialista en literatura italiana del Renacimiento, Maristella se convertiría en modelo mío de toda la vida, y amiga. Me cambió la vida sólo con ser ella misma: erudita apasionada que simultáneamente era una madre apasionada.

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