«He tenido un sueño que en absoluto era un sueño» -dijo Byron. Yo también he vivido un idilio un verano perfecto de mi vida. Cuando la gente dice «Eros», sé lo que quieren decir, aunque puede que ellos no. Y cuando necesito una fantasía para evocar la mayor pasión que puede soportar una mujer, ése es mi punto de referencia.
Entonces yo no estaba casada -pasó entre mi tercero y cuarto matrimonio-, y me había enamorado de un hombre que me parecía Pan, olía a verano y sexo, y navegaba con su velero por la laguna de Venecia y por el mar Adriático.
Nuestra relación había empezado un año atrás; nos enamoramos en su barco, esperamos todo un año anhelantes, y entonces, cuando volví a Venecia el verano siguiente, pasamos unos horas clandestinas perfectas en la casa que él compartía con la mujer de su vida. Posteriormente seguimos en contacto por teléfono y fax durante años, viéndonos siempre que podíamos. Yo llevaba dos relojes, de modo que siempre sabía la hora que era en Venecia, y nos hablábamos por teléfono describiendo lo que haríamos, o habíamos hecho, uno al otro.
– Estoy explotando lleno de estrellas… -diría él (en italiano) al correrse. Todo eran metáforas planetarias. El sexo era cósmico, por fibra óptica.
Yo iría a Venecia y me quedaría en una hermosa suite del Gritti (donde el agua se reflejaba en el techo), y él vendría a verme mañana y tarde.
Pero un verano (¿era el segundo o el tercero? No lo consigo recordar) decidí alquilar el piano nobile de un palazzo durante tres meses con objeto de darnos un tiempo ilimitado para explorar la relación y ver si podía convertirse en permanente. Lo que hizo que me diera cuenta de que Eros nunca es permanente, o más bien que las condiciones para su permanencia no son permanentes.
Llegué sola a finales de junio y me instalé en mi palazzo alquilado, con sus ventanas dando al canal Giudecca, barcas con letras en cirílico pasando, el jardín vallado lleno de rosas y un peral (pero) asombrosamente fértil en el centro, cargado de peras maduras.
Piero (vamos a llamarle así) llegó a las once en punto de la primera mañana a decirme hola («per salutarti»), dijo. Les dijo hola a mis pezones, mi cuello, mis labios, mi lengua, me cogió de la mano y anduvo conmigo por el dormitorio, donde fue descubriendo mi cuerpo lentamente, soltando exclamaciones ante la belleza de cada parte, y me penetró en la cama, manteniéndose con firmeza dentro de mí durante lo que pareció para siempre, mientras yo me llenaba de zumo como las peras del peral y empezaba a estremecerme como si me estuviera agitando una tormenta.
Llena de su olor, sus palabras, su lengua, su increíblemente lento pene, broté toda entera para él como si las células de mi cuerpo se estuvieran separando unas de otras y volviéndose a juntar. Era una especie de transubstanciación: sangre y cuerpo que se convertían en pan y vino en lugar de que pasara del otro modo. Yo miraba sus ojos pardos como de fauno, su pelo dorado-rojizo rizado, y dije:
– Mío dio del bosco -(mi dios del bosque), pues era lo que sentía. Era como estar poseída por un dulcísimo gran maestro del aquelarre, un macho cabrío, un dios cornudo, el dios de las brujas, el hombre verde. Era como ser poseída por toda la naturaleza, renunciando a mi intelecto, a mi voluntad.
El sol brillaba en cuadrados sobre la cama, el agua del canal se reflejaba en el techo pintado (con sus figuras de Hera, Venus, Perséfone y varias sibilas), tronaban las motoras, y en la unidad de mí misma con el bosque y el mar, vi claramente lo que la vida de un hombre y una mujer debe de ser, dos mitades adaptándose una a la otra, fuera del tiempo, para la eternidad. Sabía que la gente tomaba drogas para simular eso, que perseguía el dinero y el poder debido a eso, que trataba de destruirlo en otros cuando ellos mismos no lo podían tener. Era un don muy simple -pero no menos elusivo por su simplicidad-, y la mayoría de la gente nunca llegaba a conocerlo. Todos los esfuerzos que se hacían era por conseguirlo.
– Debo irme -dijo, y yo le seguí al cuarto de baño, riendo, saltando literalmente de alegría, mientras él se lavaba debajo de los brazos y la entrepierna, se ponía la ropa y dejaba un beso entre mis pechos.
– Te llamaré a las cinco -dijo.
Y yo me senté a escribir, con su savia entre los muslos, y su olor entre mis dedos y mi boca.
Escribí hasta las tres, me puse un traje de baño debajo de un vestido de verano y anduve a lo largo de los Fondamenta hasta la piscina, donde chapoteé en el agua bajo el sol, notando mis miembros no más pesados que el agua, brillantes como el aire. Luego comí algo y volví por los Fondamenta, y me parecía flotar sobre las piedras.
A las cinco llamó.
– Siete sola? -(¿Estás sola?), preguntó.
Claro que estaba sola. Y luego estábamos otra vez en la cama, con la luz de la tarde, no la luz de la mañana, jugueteando en el techo, con su aparato reconfortándome, con sus besos salados que convertían mi boca en la laguna inundada por el potente sol rosa.
A veces paseábamos por los Fundamenta, o nos deteníamos a tomar una copa de vino en Harry's Dolci; y luego él se iba a su otra vida y yo a cenar con amigos, a conciertos, óperas, a dar largos paseos por la ciudad.
A veces le veía en la laguna acompañado de su otra dama. A veces me preguntaba dónde estaría. Pero siempre con placer, no con dolor.
Esto duró ocho días. Y la tarde del octavo día desapareció sin una palabra. Estaba en el mar con personas que yo no conocía. Se había ido, y yo no tenía idea de si iba a volver.
Los días se hacían largos. Apareció un pretendiente norteamericano y, después, otro de París. No consiguieron eliminarle de mi cama. Por fin vinieron mi hija y mi ayudante, y yo llenaba el día con labores maternales y trabajo.
Estaba enfadada con Piero, no por marcharse, sino por marcharse sin decir nada, y me prometí no volver a verle nunca más. El verano iba pasando, ardiente, húmedo, inútil. Venecia era como un crucero donde conocía a todo el mundo y me aburría con ellos. Por fin mi hija tuvo que ir a ver a su padre y mi ayudante a ver a su amante. Llegaron amigos y me llevaron a una ronda continuada de fiestas; y entonces, una mañana, llamó por teléfono como si no hubiera pasado nada.
– Siete sola? -preguntó.
– Cretino! -grité yo-. ¡Idiota!
– Me tengo que ir a Murano en el barco. ¿Vienes?
Salí corriendo de casa para sacarle los ojos.
En el barco, le golpeé el pecho con los puños.
– ¿Cómo pudiste dejarme cuando yo vine aquí para estar contigo?
– No tuve elección. Lo tuve que hacer.
Y su boca estaba en mi boca, silenciándome.
Al poco rato estábamos detrás de un bancal de tierra, lleno de maleza, haciendo el amor. Y el barco se balanceaba con nosotros y brillaba el sol.
Mis invitados se divirtieron cuando le maldije, luego corrí a él, luego le volví a maldecir. Nos veíamos en el pequeño estudio secreto de junto a mi jardín, cuyas rosas habían desaparecido pero cuyas peras todavía salían. Hacíamos el amor mañana y noche, y luego él se iba.
Le perdoné porque lo tenía que hacer. Cuando me penetraba me sentía completa. Pero cuando se iba, no confiaba en que volviera.
Esta historia no tiene fin. Si apareciera hoy aquí y me tocara, volvería a aquel bosque, aquella laguna, aquella danza del aquelarre.
La sensación de impermanencia hacía su presencia permanente y su irrealidad también le hacía real. Algunas noches voy a dormir pensando que me despertaré en otro país con aquel otro marido. Es mi marido de la luna, y cuando ésta está llena, pienso en él. Habita mis sueños.
Cuando la gente dice «sexo», pienso en él.
¿Qué habría pasado si hubiera unido mi vida a la suya?
Sólo puedo hacer especulaciones. El asegura que no se acuesta con la dama con la que vive, y puede que sea cierto, puede que no. Sólo sé que preferiría ser la mujer hacia la que corre que la mujer de la que escapa, y en cierto modo he asegurado esa situación por no aferrarme a ella. Prefería mantener el sexo vivo en mi fantasía que matarlo por casarme. Pero a lo mejor me estoy engañando a mí misma. ¿Podría haber vivido con el dios de los bosques? Sólo parcialmente. El no quería estar allí a no ser parcialmente. Y yo acepté sus condiciones y seguí con mi vida.
Cuando era niña me encantaba el cuento de hadas de las Doce Princesas. Las princesas se acostaban en sus camas como buenas chicas, pero por la mañana las suelas de sus zapatos estaban todas gastadas porque habían pasado toda la noche bailando. Mi escritura es parecida. Puede que yo lleve una vida de mojigata, pero mis libros ofrecen suelas gastadas, sol, mar, perales, savia entre los muslos. Viví de ese modo un verano, o mejor, quince días de un verano. Viviría siempre de ese modo, pero me temo que es imposible.
La persona adecuada, incluso cuando se encuentra, puede que no sea la compañía adecuada. La pasión no se tiene que mezclar con la vida cotidiana para que siga siendo pasión. Y la vida cotidiana tiende a imponerse y eliminar la pasión. La vida cotidiana es la hierba más resistente de todas.
Descubrí por primera vez el sexo en sueños cuando tenía trece años. Deseaba a un chico alto y pelirrojo (cuyo nombre nunca supe) que corría -llevando una bufanda de Harvard- hacia la estación de metro de junto al Museo de Historia Natural de Central Park West. Cuando se me aparecía en sueños, se me sonrojaba la cara, se me humedecían los muslos, y el corazón me latía con fuerza. Cuando le distinguía a lo lejos, volvían a pasar esas cosas. Nunca supe su nombre, nunca le vi de cerca. De todos modos, le quería. Despertó mi sexualidad.
Cuando terminé primero en el instituto, nunca más le volví a ver, hasta que una vez, en Bath, Inglaterra, donde yo investigaba para Fanny Hackabout Jones, mi novela cómica del siglo XVIII, un bandido pelirrojo del siglo XVIII con unos ojos verdes achinados vino a mi cama y me hizo el amor de modo perfecto. ¿Era un sueño, un dyb-buk, un íncubo? Pero le convertí en el amor de Fanny, Lancelot, y le hice el héroe de mi libro.
El sexo es algo con lo que siempre he luchado. Ejerce tal fuerza en mí que tengo que combatirlo para mantener una vida propia. Cuando era adolescente y descubrí la masturbación, me decía a mí misma:
– Me mantendré lejos de los hombres.
Deseaba a los hombres sexualmente pero no quería que se me impusieran. Era algo que los hombres no podían aceptar. A la mayoría de los hombres les gusta más el poder que el sexo, y si les das una cosa sin la otra, al final se rebelan.