Литмир - Электронная Библиотека

Por eso es por lo que tienden a desaparecer los grandes amantes. No quieren estar a tu disposición. No quieren ser predecibles. En cuanto una encuentra a su compañero lunar, que se prepare para perderlo. No le gusta el calor del sol.

Hay todo tipo de amantes diferentes, que satisfacen de todo tipo de maneras distintas. Hay amor al hablar, amor al cocinar, amor al abrazarse, y algunas veces les acompaña un orgasmo tremendo. Pero la cuestión no es ésa.

En el corazón de toda mujer hay un dios de los bosques. Y este dios no está disponible para el matrimonio, o para las tareas caseras, o para ser padre.

Los hombres, no se dude, tienen un equivalente: Lilith, no Eva. Pero ha habido suficientes libros sobre los hombres. No necesito añadir más literatura. La cuestión es que siempre se es bígama. Casada con uno con el corazón y con otro con el bajo vientre. A veces el corazón y el bajo vientre se unen una noche o dos. Luego se vuelven a separar.

Mi fantasía es un ménage a trois: un marido-luna, un marido-sol y yo. No he llegado a imaginar cómo podríamos vivir juntos. Pero cuando consiga que funcione, lo contaré. Sé que muchas mujeres llevan mucho deseando esto. Y que sólo el miedo y la compulsión hacia una amabilidad inútil les hace asegurar que no lo desean.

En todos los libros publicados sobre el amor y el sexo, raramente se insinúa tan siquiera ese misterio. A veces, de noche, cambiando de canales en la tele, me encuentro con espectáculos de sexo. Los hombres parecen cínicos y toscos y las mujeres hablan todas con acento del Bronx. Los hombres están enamorados de sí mismos y no tienen sitio para nadie más. Mis fantasías no son ésas.

Una vez, mi tercer marido y yo fuimos al Refugio de Platón (un club sexual ahora desaparecido). Fuimos como reporteros sexuales con unos blocs de anillas. Al principio seguimos con la ropa puesta, y luego nos la quitamos porque queríamos verosimilitud.

Anduvimos por el lugar: entramos en la sauna (llena de cuerpos con espinillas), en el bar (mantequilla de cacahuete y mermelada, salami y mostaza: como en una fiesta de chicos muy dédassé), en la sala de las colchonetas (dentistas de New Jersey follándose hidráulicamente a sus higienistas). Finalmente, pasó la excitación y volvimos a casa. La fantasía tampoco era la mía. Mi fantasía habría incluido Beluga, no salchichón, pero eso no era todo. Yo quería una orgía que se acercara a esos sueños que rondan el día entero. El Refugio de Platón no era mi sueño.

¡Oh, las cosas que se han hecho en nombre de Platón! El amor casto ha llegado a llamarse «amor platónico». Pero la verdad es que buscamos el amor ideal, como los amantes cortesanos de Provenza. La consumación física es la cosa menos importante. Es al anhelo del ideal -el amante que nunca se puede poseer- a lo que se dirige la perfección provenzal.

Puede que al amante no se lo pueda poseer nunca porque huye. Puede que no se lo pueda poseer nunca porque el tiempo irrumpe en lo intemporal. O puede que el resto de nuestra vida esté prometido a otra persona. Y sólo en sueños podamos participar en este ménage a trois.

La imposibilidad es parte de su esencia. Sólo la imposibilidad la hace posible. O a lo mejor sólo me digo esto porque soy cobarde. A lo mejor no quiero arriesgarme más allá de los límites de la experiencia.

El chico alto y pelirrojo y yo nunca nos tocamos. Pero cuando yo tenía catorce o quince años, me eligió como innamorata alguien menos inmaterial: se llamaba Robbie y era alto y de pelo castaño, con una nariz roma y algo ladeada, y una polla hermosa y grande.

– A lo mejor un día de estos te la meto en la boca -dijo, tanteando la cosa, y sabiendo que iba contra las «normas». ¡Y no teníamos normas ni nada acerca de eso en 1955! Por dentro o fuera del sostén, por dentro o fuera de las bragas, por dentro o fuera de los calzoncillos. Si escribir poesía rimada es tenis con una red (para parafrasear a Robert Frost), entonces «hacerlo» en 1955 era un torneo con sus propias y complicadas normas. Un falso movimiento y una podía quedar fuera de juego. Hasta entonces, una iba delicadamente hasta donde podía, evitando, por supuesto, la penetración, tanto oral como vaginal.

Entonces la excusa eran los niños. El embarazo era una situación irreversible, o así se consideraba, como el sida hoy. Las ganas de romper el tabú no llegaban a ser tan fuertes como la necesidad de tener una red de seguridad. Por eso inventábamos todo tipo de variaciones: folleteo con el dedo, masturbación con varios lubrificantes, pegarse uno al otro mucho sin penetración. Una quería «una virginidad técnica». En mi vida posterior, durante un matrimonio desgraciado, me permití cometer adulterio con un condón, para que no me tocaran ni la piel ni los fluidos. O practicaba el sexo oral, pero deteniéndome antes de la penetración. Estas limitaciones importaban. Los seres humanos siempre son mayores en forma que en contenido.

El placer que sentía con Robbie pasó su factura. Me volví anoréxica debido a la culpabilidad y dejé literalmente de comer. Simbólicamente, debo de haber pensado que todos mis orificios eran el mismo, de modo que si dejaba de meterme cosas por la boca, compensaría lo que me había metido por la vagina. Recuerdo el terror y la obsesión, ¡la pasión por reparar lo que había hecho! ¿Y qué había hecho? ¡Ni siquiera sabía cómo se llamaba! ¡Creía incluso que lo había inventado yo!

¿Existirá alguna vez una adolescencia como la de la isla Trobriand, donde el sexo es libre y los niños pueden abstenerse de hacerlo o no? No parece posible.

El sexo que tenemos en los libros, en las películas, en la televisión, está tan desprovisto de misterio que me asusta. El misterio es la esencia de nuestra humanidad. Es lo que nos hace ser lo que somos.

Cuando tenía cuarenta y tantos años, un escritor famoso se enamoró locamente de mí. Almorzamos en mi casa de Nueva York y nos besamos y nos abrazamos. Luego él se fue a su casa de Inglaterra y yo me fui a mi casa de Connecticut a pasar el verano. Cruzamos cartas de uno al otro lado del Atlántico. Estaban llenas de ligueros negros, medias de seda negras, versos, doubles entendres. Eran el comienzo de una novela erótica.

Esperábamos las cartas del otro. Luego contestábamos lo más ingeniosamente que podíamos.

Después de un par de meses de esto, yo me fui en avión a Venecia, planeando reunirme con él en Londres unas semanas después. En Venecia surgió una complicación. Volví a encontrarme con Piero y reiniciamos nuestra febril historia de amor.

De pronto mi escritor inglés me resultaba frío. Y sin embargo él había removido cielo y tierra para apartarse de la dama de su vida e ir a reunirse conmigo en Londres.

Llegó a mi elegante hotel con una maleta de cartón y dos cartones de pitillos (¡planeaba quedarse mucho!). Paseó la vista por mi suite oval que daba al parque y dijo sarcásticamente:

– Tus libros deben estar yendo bien.

Le temblaban las manos y encendía pitillo tras pitillo y paseaba arriba y abajo. Por fin dijo:

– Vamos a leernos poemas uno al otro, pues nos conocimos por medio de la poesía.

Probamos. Aquello tampoco nos calmó.

Finalmente, salimos a cenar a un pub grasiento donde él se sentía cómodo. Trató de beber, pero siguió igual de nervioso. Yo encontré el vino que pidió imbebible.

De vuelta al hotel, me preguntaba cómo librarme de él. El último tren para su encantador condado ya había salido. No tenía valor para hacerle dormir en un espantoso hotel de la estación. Me escondí en el cuarto de baño como hago a menudo cuando estoy confusa.

Cuando salí me lo encontré instalado en mi cama, fumando su pitillo veintiocho.

– Podríamos dormir juntos para darnos calor -dijo, y sonrió, enseñando unos dientes salientes. Sus cartas habían resultado mucho más atractivas.

Lector: le puse un condón y me lo follé. Luego salí al salón y dormí en el sofá, envuelta en un edredón de raso.

Por la mañana le proporcioné un desayuno maravilloso, del que él se burló por lo elegante que era. antes de que se fuera. Me di cuenta de que era fatuo, esnob, antisemita y no muy educado.

Pero todavía tengo las cartas.

A veces las saco y las leo, haciendo como que no conozco el final. La historia queda mejor sin ese final.

El sexo, por definición, es algo que se hace con una persona con la que no estás casada, lo que no significa que el otro esté mal, simplemente se trata de otra categoría. Llámese conyugal a algo y el misterio desaparece. El sexo tiene misterio, magia, un toque de prohibido.

No es algo práctico. No tiene nada que ver con el dinero. Por eso las líneas sexuales telefónicas no conseguirían excitarme aunque no se llevaran mal con mis fantasías. Pagúese y una quedará fuera del reino del misterio. Se convierte en una transacción, una parte del producto nacional bruto, algo que interviene en el anestesiante diálogo nacional sobre si el porno es bueno o no para la igualdad de las mujeres. Con el sexo nos encontramos fuera del reino del dinero y la política. Estamos en el reino del mito, los cuentos de hadas y los sueños.

En otro mito que me encantaba de niña, la princesa Langwidere de Oz tenía treinta cabezas, una para cada día del mes. Unas eran buenas y otras eran malas, pero ella nunca lo podía recordar hasta que las tenía puestas, y entonces era demasiado tarde.

A la buena chica no se le puede echar la culpa porque sea mala. ¡La mala chica de hecho es una buena chica con mucho lío en la cabeza!

En mi fantasía, soy una princesa Langwidere con un vestido blanco de gasa con mucho vuelo y la llave de color rubí en la cintura para abrir los armarios donde se guardan mis cabezas. Abro el armario, me pongo la despeinada, una cabeza como la de Medusa, y de pronto le estoy gritando al escritor inglés:

– ¡Fuera! ¡Cómo te atreves a aparecer en mi habitación con una maleta de cartón!

No follo con él. Le mando a su casa con su sufriente mujer y yo disfruto sola de los lujos de la enorme cama de mi hotel.

El enemigo no es amable pero trata de ser bueno.

Todas las veces que siento eso, me digo: ¡cambia de cabez!l

Buena hija, buena hermana, buena sobrina, buena esposa, buena madre, y el único sitio en el que soy honrada es en una cama adúltera. El sexo prohibido se nos concede porque la individualidad todavía nos está prohibida a las mujeres. El sexo es la raíz de todo esto, el sexo es la clave.

El sexo es el catalizador de la metamorfosis. Por eso no podemos renunciar a él.

36
{"b":"94186","o":1}