Los hombres no son el problema
Criada, como la carne en el sandwich, entre dos hermanas, siempre he sido consciente de la crueldad de las mujeres, de la feroz competitividad posible entre hermanas. Cuando era niña, me apetecía formar parte de las Brownies o Girl Scouts y no me atreví porque mi hermana mayor consideraba a las Girl Scouts gazmoñas y patéticamente estrechas. En Barnard, premiada con mi presencia en el Cuadro de Honor (algo que te daba el dudoso privilegio de llevar una toga negra y mantener el orden en los exámenes finales), se lo oculté a mi hermana mayor, también alumna de Barnard, sabiendo que se burlaría de mí. Ella era la rebelde y yo era la virtuosa, mientras que mi hermana menor, Claudia, estaba, creía yo, a mi cargo, mi responsabilidad, era mi cruz. Solía tumbarme en la cama y fantasear que las tijeras de cortar las uñas del cuarto de baño de mi madre desaparecían misteriosamente del estuche y aparecían clavadas en el corazón de mi hermana. Luego hacía complicados planes para evitar que pasara eso, desbaratando mi propio deseo.
Conque sé lo malas que pueden ser las mujeres con otras mujeres. Lo sé debido a mis propios deseos reprimidos. Los hombres de mi vida normalmente han sido más amables y menos críticos. Incluso mi carrera literaria ha sido alentada por hombres amables, desde James Clifford a Louis Untermeyer, desde John Updike a Henry Miller y Anthony Burgess. A veces estos mismos hombres, famosos en cuanto sexistas, demostraban una aprobación bondadosa de la imaginación femenina mayor que muchas mujeres. Muchas mujeres, de hecho, parecían exigir que la literatura no fuera divertida, que las heroínas formaran parte de una ideología u otra. Al escribir prosa y poesía, muchas veces tenía la sensación de que no lo podía hacer bien porque la verosimilitud no era el objetivo sino una corrección política tan bizantina que parecía que nadie la podía establecer, ni siquiera las que dictan las leyes. Si escribía sobre una mujer dominada por un hombre, se consideraba que estaba haciendo mal, como si mi prosa creara el hecho, como si el espejo puesto ante la naturaleza fuera una espada.
Si escribía sobre la ternura de dar de mamar a una recién nacida, se me consideraba contrarrevolucionaria, mala hermana, como si el pecho no fuera un símbolo nuestro. Si escribía sobre mujeres que podían ser crueles, se me consideraba traidora, como si no fuera una traición mayor pretender que todas las mujeres eran buenas. No se me permitía jugar en la página. Todo se consideraba desde un punto de vista político y en consecuencia peligroso. Me di cuenta (como han descubierto muchas mujeres que escriben) de que las reglas son mucho más rigurosas cuando proceden de mujeres que de hombres.
Tuve un episodio amargo relacionado con esto en 1979, cuando era una madre reciente que había dejado de amamantar y leí un conjunto de poemas sobre el embarazo y el parto en un festival de poesía de mujeres en San Francisco. Empecé con:
Amamantándote
La primera noche
de luna llena,
el primitivo saco del océano
se rompió,
y te di nacimiento,
mujercita
con la parte de arriba de zanahoria,
una naricita respingona,
saliendo a empujones de mí
como mi madre
me empujó
fuera de sí misma,
como hizo su madre,
y la madre de su madre antes que ella,
todas nacemos
de una mujer.
Soy la segunda hija
de una segunda hija,
pero tú serás la primera.
Verás la frase
«segundo sexo»
con desconcierto,
preguntándote cómo alguien,
a no ser un loco,
podría llamarte «segunda»
cuando eres tan espléndidamente
primera,
confiriendo hasta a tu madre
el carácter de primera, de inmensa, de plena
como la luna cuando está más llena
e ilumina el cielo.
Ahora la luna está llena de nuevo
y tienes cuatro semanas de edad.
leoncita, leona,
aúllas buscando mis pechos,
le gruñes a la luna,
cuánto quiero tu avidez,
tu exigente cara roja,
tu hambrienta boca que aúlla,
tus gritos, tus lloros
que sólo escriben vida
con grandes letras
de color sangre.
Has nacido mujer
por la pura gloria de serlo,
pequeña pelirroja, hermosa chillona.
No eres el segundo sexo,
sino la primera del primero;
y cuando las fases de la luna
completen el ciclo
de tu vida,
te coronarás
con la alegría
de ser una mujer,
diciéndole a la luna pálida
que se hunda a sí misma
en el océano azul,
y exultante, exultante, exultante
de la rosada maravilla
de tu maravillosa y llena de luz
identidad.
Cuando terminé, me di cuenta de que gran parte del público estaba silbando.
Habiéndome convertido al poder transformador de la maternidad, había llegado a entender que ésta formaba parte del heroísmo femenino: que, una vez convertida en madre, una mujer podía ser más radical en su feminismo. Tenía mayor interés por proteger la tierra de los políticos varones. Tenía mayor interés por la educación y la salud, por el medio ambiente, por todo tipo de política social. Por fin entendía el modo en que nuestra sociedad hace de los hijos y las madres la menos importante de sus prioridades.
Pero las mujeres del festival -muchas de ellas admiradoras de Miedo a volar y de Cómo salvar la propia vida, y de los primeros libros de poemas- parecían sentirse traicionadas por aquel poema y otros más sobre la maternidad. Silbaron y patearon el fragmento de Milagros corrientes, aunque muchas de ellas tenían niños en los brazos.
En aquel momento me sentí cruelmente traicionada. ¿No había querido ser escritora y madre? ¿No había intentado ayudar a otras mujeres que creaban? ¿No trataba de demostrar que las madres también podían ser creadoras apasionadas? La crítica por parte de las mujeres me duele mucho más que la crítica por parte de los hombres. Parecía estar escrita en la piel por mi madre y hermanas, a las que les molestaba mi éxito desde hacía mucho.
Pero mi generación flagelada se había hecho mayor con ideas de una maternidad impuesta. Nos llamaban cosas como prima grávida carroza y peores. Puede que las mujeres del público que me abucheaban consideraran que estaba apoyando a la maternidad impuesta; aunque, claro está, no era así. Era una madre tardía, reticente, una prima grávida carroza, que había comprometido toda su energía y valor para tener una hija. Y me sorprendía que el embarazo me hubiera transformado y que quisiera tanto a la recién nacida. En absoluto me había ablandado aquella transformación materna. Si hizo algo, fue que mi feminismo se volviera más intenso.
Pero no pude verbalizar todo esto aquel día en San Francisco. Ni siquiera yo misma lo entendía.
Esta experiencia, y otras como ella, me enseñaron que a las mujeres les residía crucial el aprender a ser aliadas. Nos educan de modo deliberado para que no sepamos establecer alianzas. Aunque ahora hay todos esos equipos deportivos a disposición de las adolescentes, intrigan unas contra otras como hicieron las de mi generación. Compiten por la ropa, los chicos, el rango social, el dinero, y se llaman cosas unas a otras.
Una vez entré en la habitación de mi hija, y oí sin querer que ella y dos amigas suyas llamaban «calientapollas» a otra chica.
– Nunca llaméis calientapollas a una chica -dije yo-. Es un término sexista.
Molly:
– Pero es que es una calientapollas, mamá.
Mamá:
– Es un modo de rebajar a las mujeres por manifestar su sexualidad.
Molly (a sus amigas):
– Eso es porque mi madre es la escritora de temas sexuales del mundo occidental. Se ha casado muchas veces.
– Cuatro maridos no son tantos, considerando lo vieja que soy -digo yo, citando a Barbara Follett, que también se ha casado cuatro veces.
Las amigas de Molly se ríen disimuladamente. Yo cierro la puerta.
La oposición entre los sexos no significa automáticamente feminismo, y feminismo no significa automáticamente odio a los hombres. Muchas madres y esposas que quisieron comprometerse con las organizaciones feministas en los años setenta informaron del tipo de doloroso rechazo que había experimentado yo. Las ideas feministas nunca fueron más intensas para mi generación de lo que lo eran entonces. Pero una miopía crónica hizo que a muchas organizaciones feministas les resultara difícil golpear el hierro mientras estaba al rojo. Si una llevaba un «estilo de vida burgués», la trataban como a una paria. Una tenía la sensación de que, como no llevara la ropa propia del lesbianismo radical, la evitaban. Entonces había un estilo dominante que una debía seguir: mono y botas de trabajo, nada de maquillaje. Era importante que pareciera que acababas de salir de una comuna. La pintura de labios y ojos no sólo era contrarrevolucionaria, la mencionaban en las críticas de los libros. No había nadie más sexista que esas feministas.