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¿Cómo iba a poder mi generación abjurar de inmediato de los valores con que la habían educado? No podía. De modo que algunas nos volvimos extremistas, como hacen todas las personas asustadas. Lo mismo que sucede habitualmente en las revoluciones, las maniáticas se imponen a las moderadas. Y quienes odiaban el feminismo explotaron la división para sus propios fines. Así, toda una generación de hijas crecieron rechazando el término «feminista».

Lo cierto es que todas estábamos discriminadas por ser mujeres: ¿por qué no conseguimos ver esto? Que las mujeres se rechazaran unas a otras por falta de pureza política nunca afirmaría y extendería el feminismo. Necesitábamos todo tipo de feministas. Todavía las necesitamos.

¿Quién tiene más problemas durante un holocausto, las pocas que se unen a la resistencia y dedican su vida a la lucha, o las muchas que piensan que las cosas se calmarán y la vida volverá a ser normal?

Debe reclutarse a las mujeres casadas con hijos porque están en peligro de engañarse a sí mismas con respecto a la «protección» que reciben por parte de los hombres. Puede que para que despierten deban pasar por divorcios muy molestos, o que les hagan daño, o les secuestren a sus hijos, o las maltraten. Las barbaridades cotidianas y normales que tienen lugar en el matrimonio hombre/mujer pueden crear odio, pero no pueden crear un movimiento. Ese es el papel del feminismo.

Todas las mujeres tienen una causa común. El separatismo es perjudicial para nuestro movimiento. Las tendencias separatistas de los años setenta frenaron nuestra marcha y ayudaron a abrir la puerta de la flagelación.

No es extraño que se tenga miedo a la palabra «feminismo». Ha sido definida de modo demasiado estricto. Yo defino a una feminista como a una mujer con autonomía que desea lo mismo para sus hermanas. No creo que el término implique una determinada orientación sexual, un determinado modo de vestir, o el ser miembro de determinado partido político. Una feminista es sencillamente una mujer que se niega a aceptar la idea de que la fuerza de las mujeres debe provenir de los hombres.

El resurgir del enfado de la mujer de los años ochenta fue en parte producto de la fuerza política de la derecha. Pero también fue, al menos en parte, una reacción contra la política de las mujeres contra las mujeres. Imagínese lo que podríamos haber hecho para oponernos a la flagelación de haber estado unidas en lugar de divididas. Despertamos e iniciamos el proceso de crear solidaridad sólo cuando la reacción contra el feminismo llevaba oculta toda una década.

¿Por qué las mujeres son tan poco generosas con las otras mujeres? ¿Porque hemos sido distintas durante tanto tiempo? ¿O hay una animosidad más profunda que nos toca explorar a nosotras mismas?

Un editor especializado en excelentes volúmenes de poesía me escribió recientemente desesperado porque todas las poetas mujeres importantes con las que se había puesto en contacto se habían negado a «elogiar» un libro de una nueva poeta, joven y dotada, que iba a publicar él. No conseguía entender por qué las mujeres se mostraban tan reacias a ayudarse unas a otras -incluso en el pretendido «Año de la mujer»-, y me rogaba que leyera el libro. Pero se me pasó por la cabeza la idea de que en cierto modo, al ayudar a esta poeta, yo podría perder oportunidades para esto o lo otro, no sabía qué. Si había espacio para sólo una mujer poeta, se debería llenar otro espacio.

«Que le den por el culo», me dije. Y mandé el elogio por correo para que lo incluyeran en la contraportada del libro. Pero mi reacción es reveladora. Si todavía siento que compito con otras mujeres, ¿qué es lo que sentimos las mujeres? Algo espantoso, debo admitir.

He tenido que aprender a hacer esfuerzos para prestar tanta atención en las fiestas a las mujeres como a los hombres. He tenido que mejorar mi relación con mis hermanas y tratar de arrancar la hostilidad y la envidia. Poco a poco mi hermana menor y yo estamos iniciando una nueva relación de adultas. También deseo hacer esto mismo con mi hermana mayor. Hago desde hace bastante tiempo esto con mi mejor amiga. He tenido que obligarme a no ser despreciativa con la creatividad de otras mujeres. Hemos sido semiesclavas durante tanto tiempo (como dice Doris Lessing), que debemos cultivar la libertad dentro de nosotras mismas. Eso no se produce de modo natural. Todavía no.

En sus escritos sobre el drama del desarrollo infantil, Alice Miller ha creado, entre otras cosas, una teoría de la libertad. Con objeto de conseguir la libertad, a una niña tienen que cuidarla lo suficiente, quererla lo suficiente. La seguridad y la abundancia son el fundamento de la libertad. Alice Miller demuestra que la postergación insultante de las niñas pasa de una generación a la siguiente y que el fascismo se aprovecha de generaciones de niñas postergadas. A las mujeres las han postergado durante siglos, por tanto no es sorprendente que sepamos postergarnos entre nosotras tan bien. Hasta que aprendamos a dejar de hacer esto, no podremos conseguir que arraigue nuestra revolución.

A muchas mujeres les hacen daño en la infancia: por falta de protección, de respeto, y por tratarlas sin sinceridad. ¿Resulta extraño que construyamos grandes defensas contra las demás mujeres cuando las que cometen esos desmanes con las niñas casi siempre han sido mujeres? ¿Es extraño que devolvamos la intimidación con intimidación, o que reservemos nuestra mayor furia para otras que nos recuerdan nuestra propia debilidad, esto es, las demás mujeres?

Los hombres, por otra parte, por condescendientes intelectualmente, exclusivistas y lascivos que sean, raramente son tan calculadoramente crueles como las mujeres. Tienden más bien a prestarnos mucha atención cuando somos jóvenes y guapas (y parecemos hijas cariñosas), y a ignorarnos cuando somos mayores y estamos más seguras de nuestras opiniones (y parecemos madres que dan miedo), pero de hecho no saben lo que están haciendo. Están demasiado ocupados creando lazos con los demás hombres para prestarnos atención a nosotras.

Si fuéramos capaces de comprometernos y de establecer alianzas, transformaríamos la sociedad. El problema es: todavía no sabemos hacer esas cosas. Todavía reñimos entre nosotras. Ésta es la crisis que encara hoy el feminismo.

Leer a feministas más jóvenes, como Naomi Wolf y Katie Roiphe, ha sido instructivo. Se trata de dos mujeres educadas por unas madres brillantes y consumadas feministas en una época en que las mujeres podían ir a Princeton y Yale, y las dos se han encontrado incómodas, de diferentes modos, con el programático feminismo contemporáneo. ¿Con qué se han sentido incómodas? Simplificando: con el fracaso del feminismo para tener en cuenta el deseo sexual de las mujeres y la ambivalencia de las mujeres con respecto al poder. Katie Roiphe reacciona frente a las marchas feministas de su campus de Princeton, afirmando que la sexualidad es un rasgo humano en lugar de algo impuesto a las mujeres por los violadores. Naomi Wolf se atreve a echar abajo el mito del «victimismo feminista» y aboga por que se nos permita a las mujeres estar tan llenas de buenos y malos deseos como los hombres, tan ávidas de satisfacción sexual y de poder como los hombres, pero nos refrenan los mitos de la buena chica y de la hermandad sentimental entre las mujeres. Aunque puede que sea demasiado optimista sobre que las mujeres superarán pronto su miedo al poder, Wolf me llena de esperanza porque veo que su análisis ha hecho trizas las falsas categorías que mantenían presa a mi generación. Las mujeres no tienen que estar de acuerdo en todo para aliarse entre ellas y fomentar el poder de las mujeres. Las mujeres no tienen que librarse de su mala chica interna al afirmar su derecho al poder. Las mujeres no tienen que librarse de su sexualidad para ser unas «buenas hermanas».

El hecho de que las feministas más jóvenes estén avivando el movimiento de las mujeres es emocionante. (Susie Bright es otra voz joven del feminismo ferviente y de la falta de corrección política.) Estas feministas y sus muchas contemporáneas me dan esperanzas de que exista un movimiento nuevo que de verdad se pueda convertir en un movimiento de masas. Sé de los obstáculos que Roiphe, Wolf y Bright tendrán que encarar para madurar como escritoras. La mayoría de esos obstáculos procederán de otras mujeres, que -habiendo estado privadas durante años de una expresión propia- pueden reaccionar con rabia ante esas mujeres jóvenes, atractivas y privilegiadas, que se atreven a participar en el mundo del discurso intelectual de un modo tan libre y belicoso. A estas jóvenes escritoras ya las han denunciado por su franqueza sexual.

Lo que me lleva a la cuestión de las mujeres más jóvenes y de las mayores, y a la rivalidad entre nosotras. Cuando yo era joven -como hoy lo son Wolf, Roiphe y Bright- me sentía horrorizada por la tremenda envidia y hostilidad que tenía que encarar procedente de las mujeres mayores. Era algo que no esperaba. Y me dolían más las suyas que las críticas que recibía por parte de los hombres, que más o menos esperaba. Ahora incluso resulta difícil recordar el enfado que provocó Miedo a volar. Mujeres periodistas que en privado confesaban una profunda identificación, me atacaban en público, muchas veces utilizando incluso confidencias que les había hecho yo. La sensación de traición era extrema. Me sentí mucho más molesta por esos amargos ataques personales que por los de los críticos varones.

Gradualmente fui entendiendo que esa tendencia al ataque no era en sí misma una característica femenina, sino la característica de una mujer a la que habían privado de importantes partes del cuerpo y la personalidad. Le habían atado los pies, extirpado el clítoris, y lo que le habían dejado eran las uñas y los dientes. No eran mujeres normales, eran mujeres a las que les faltaban partes. La mujer eunuco fue la frase que inventó Germaine Greer para ese tipo de criaturas, comprendiendo intuitivamente que la sexualidad femenina plena implicaba una completa revolución femenina. Pero unas mujeres educadas en el puritanismo y en ser de segunda clase difícilmente estaban preparadas para una revolución feminista total. Enfrentadas entre sí, rivales, ni siquiera podían imaginar una sociedad en la que las mujeres mayores prestaran apoyo emocional a las mujeres más jóvenes, en la que la sexualidad de la mujer se celebrara, en la que la excelencia de la mujer produjera alegría. El sistema establecido ha enfrentado a las mujeres entre sí mismas durante siglos y las ha hecho enemigas unas de otras y del progreso.

Muchas veces he tenido la experiencia de recibir encantada a mujeres periodistas jóvenes a las que mis libros les habían inspirado o conmovido, y que después me mandaban un recorte de su periódico con disculpas sobre cómo las habían obligado a censurar sus propios sentimientos, convertir el acuerdo en desacuerdo, añadir más «mordiente» (esto es, ataques asquerosos, vinieran a cuento o no). Muchas veces quien manda que se realice esta clitoridectomía impresa es una mujer-una mujer aporreada por el sistema-, una mujer que conserva su empleo haciendo que parezca que tiene las mismas opiniones que sus jefes varones y que sin embargo hace que sus opiniones sean más severas que las de ellos.

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