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Debemos aprender a ser criaturas completas con objeto de hacer que la libertad de las mujeres sea una parte natural de nuestra sociedad. Nos toca a nosotras reclamar ese territorio, Los hombres no lo pueden hacer por nosotras. No es la montaña que les toca escalar a ellos. Debemos aprender a querernos y a apoyarnos entre nosotras sin exigir acuerdo ideológico. Debemos aprender a estar de acuerdo para estar en desacuerdo, a luchar como adultas y a combatir, a permitir que bajo el mismo techo quepan muchos tipos de feminismo, no a dividirnos en grupos cada vez más pequeños y menos poderosos. De ese modo es como triunfa el sexismo, con nuestra propia complicidad. El feminismo no se puede permitir una «Gran mentira», y ha mantenido una durante las dos últimas décadas; y por ello, en parte, se ha desacreditado la palabra. Las mujeres no son simplemente amables y dulces, víctimas de la avidez sexual de la que no queremos ser parte, ni somos unas criaturas sin colmillos, sin garras, castradas. En el nombre de un falso feminismo, se nos ha pedido que hiciéramos como si lo fuésemos. Y a aquellas de nosotras que hemos escrito sobre las mujeres de un modo diferente se nos ha declarado «malas hermanas» y hemos sido relegadas.

Dado que mi destino como escritora ha sido ése en mi propio país (aunque mucho menos fuera de él), considero que tengo derecho a hablar de eso. Me ha sumido en periodos de bloqueo tremendo en los que trataba de escribir y no podía porque sabía que todo lo que dijera estaría equivocado. Comprendí gradualmente que las mujeres se las arreglaban para hacerme algo que los hombres ya no tenían fuerza para hacerme: hacer que me sintiera total y absolutamente equivocada, hacer que odiara mi propia creatividad, desconfiara de mis propias impresiones, sospechara de mí misma hasta el punto de temer que nada de lo que dijera iba a entenderse. Me sentaba a escribir y me sentía dominada por tal autodesprecio que no podía hacer nada. Todas las veces que llevaba la pluma al papel veía un coro de mujeres burlonas que me decían que nada de lo que decía yo merecía la pena que se dijera.

Cuando las mujeres han padecido tan intensamente la enfermedad del sexismo que se la pueden contagiar entre ellas, tenemos una máquina perfecta para que el sexismo continúe. Incapaces de dirigir nuestras reivindicaciones contra los hombres, nos volvemos unas contra otras. De ese modo seguimos confundidas por los problemas que tuvimos siempre. Es imperativo renovar la máquina; no, no renovarla, sino destrozarla, para que las mujeres podamos ser todo lo que necesitamos ser.

La psicoanalista jungiana Clarissa Pinkola Estes ha conseguido mucho público gracias a su visión de la insensatez de las mujeres:

Gran parte de la literatura de mujeres sobre el asunto del poder de las mujeres establece que las mujeres tienen miedo al poder de las mujeres. Yo siempre he querido exclamar. «¡Madre de Dios! Son muchas mujeres las que tienen miedo al poder de las mujeres.» Pues los antiguos atributos y fuerzas femeninas son enormes, y son formidables… Si los hombres aprenden alguna vez a resistirse a ellos, entonces, sin la menor duda, las mujeres tienen que aprender a resistir.

Pero sólo estamos al comienzo. Y nuestras críticas a las demás lo demuestran. Nuestra defensa de la delgadez, de la no-sexualidad, del «buen» feminismo frente al «mal» feminismo, son prueba de que estamos al comienzo, no al final de un proceso. Que las feministas más jóvenes defiendan su sexualidad es una señal de esperanza, una señal de que la vida de las mujeres será algún día menos limitada, tendrá menos miedo del lado oscuro de la creatividad (para la que Eros proporciona la llave). Si pasa eso, por fin tendremos toda la gama de la creatividad que se nos negó tanto tiempo. Tendremos acceso a todas las partes de nosotras mismas, a todos los animales de nuestro interior, del lobo al cordero. Cuando aprendamos a querer a todos los animales de nuestro interior, sabremos cómo hacer que los hombres los quieran también.

¿Y qué pasa con el envejecimiento? ¿Nos obligan los hombres a temer el envejecimiento, o somos nosotras mismas las que estamos aterrorizadas porque sólo conocemos un tipo de poder, el poder de la belleza y la juventud?

¿No es posible que si consiguiéramos sentirnos cómodas con otras formas de poder femeninas, los hombres también lo hicieran? En su maravillosa novela futurista He, She and It («El, ella y ello»), Marge Piercy imagina un cyborg al que le enseñan a amar los cuerpos de las mujeres mayores. Una proposición deliciosa, porque nos dice que puede resultar verdad todo lo que podamos imaginar. Las mujeres muchas veces aborrecen su propio cuerpo. A veces pienso que lo más importante con respecto a tener una relación con alguien del propio género -especialmente si se es mujer- es enfrentarse a la parte femenina que se aborrece y convertirla en amor a una misma.

Cuando tenía cuarenta y pico años me enamoré de una artista rubia que parecía gemela mía. Nuestra relación era íntima y a veces incluía el hacer el amor y a veces no. Pero cuando nos volvíamos una hacia la otra llenas de deseo, era el deseo de dobles que buscan la aceptación de sus imágenes en el espejo. Era una afirmación, no sólo de amistad, sino de identidad. En un mundo cuerdo, el amor y el sexo no estarían divididos por el género. Podemos querer a seres semejantes y desemejantes, quererles por una variedad de motivos. Los manidos adjetivos para la homosexualidad -loca, lesbiana, gay - desaparecerían y sólo tendríamos a personas haciendo el amor de diferentes maneras, con diferentes partes del cuerpo. No estamos demasiado lejos de la superpoblación para insistir en que la procreación sea una parte inmutable del deseo. El deseo sólo se necesita a sí mismo, no a un recién nacido como prueba. Haríamos mejor en ser como recién nacidas unas para otras en lugar de crear todos esos recién nacidos que no se desean y que nadie tiene tiempo para cuidar o para querer.

En este momento de mi vida, cuento con la gran suerte de mi amistad con otras mujeres. No hago distinción entre mis amigas gay y heteros. Aborrezco los propios términos, considerando que cualquiera de nosotras podría ser cualquier cosa, si no estuviéramos cerradas a toda la gama de posibilidades que hay en el medio.

No son sólo las mujeres las que pasan por una transformación de los papeles. A los hombres también se les ha pedido que lo cambien todo con respecto a sus vidas. Realizan trabajos cada vez más sedentarios, lo que es difícil para criaturas inquietas, llenas de testosterona. Se les pide que cuiden a los bebés y compartan responsabilidades para las que sus madres nunca les prepararon. Si vamos a pedirles a los hombres que cambien sus modos habituales de relacionarse, deberíamos prepararnos para hacer lo mismo. Deberíamos recordar que las respuestas cariñosas a otras mujeres al principio puede que no surjan fácilmente debido a nuestro arraigado desprecio hacía nosotras mismas. Pero, poco a poco, aprenderemos a cuidar, no a atacar, a las demás mujeres. No dejaremos que los hombres nos separen a unas de otras o nos usen como trofeos. Con la práctica, esto se hará más fácil. Cuando sintamos el impulso de no compartir el poder, de no colaborar, debemos recordarnos a nosotras mismas que el poder de la mujer depende, no sólo del cambio de los hombres, sino de nuestros propios cambios interiores. Cambiaremos el modelo de harén establecido desde hace tanto en nuestra psique y lo reemplazaremos por un modelo de cuidados mutuos, de apoyo mutuo. Cuando los hombres vean que no nos pueden separar, nuestra fuerza estadística en la población tendrá el poder que debería haber tenido hace muchas décadas. Cuando dejemos de castigarnos a nosotras mismas y a las otras, seremos capaces de unir las manos para derrotar a los que abusan de las mujeres y los niños.

Alcestis en el circuito poético

(In memóriam Marina Tsvetayeva, Anna Wickham, Sylvia Plath, la hermana de Shakespeare, etc., etc.)

La mejor esclava
no necesita que la peguen.
Se pega a sí misma.
Y no con un látigo de cuero,
ni con un palo o con ramas,
ni con un mazo
o una porra, sino con el delicado látigo
de su propia lengua
y los sutiles golpes
de su mente.
¿ Quién puede odiar su mitad tanto
como ella se odia a si misma?
¿ Y quién puede igualar la finura
de su propio maltrato?
Para esto se requieren
años de entrenamiento.
Veinte años
de sutil autoindulgencia,
de perdonarse a una misma;
hasta la sometida
se considera una reina
y sin embargo mendiga,
las dos cosas al tiempo.
Debe dudar de sí misma
en todo excepto el amor.
Debe elegir apasionada
y malamente.
Debe sentirse como un perro perdido
sin su amo.
Debe referir todas las cuestiones morales
a su espejo.
Debe enamorarse de un cosaco
o un poeta.
Nunca debe salir de casa
a menos que lleve una capa de pintura.
Debe llevar zapatos estrechos
para que recuerde su esclavitud.
Nunca debe olvidar
que está enraizada al suelo.
Aunque aprenda deprisa
y sea supuestamente lista,
su duda natural con respecto a sí misma
la hace tan débil
que cuenta brillantemente
con una docena de talentos
y así embellece
pero no cambia
nuestra vida.
Si es artista
y se acerca a lo genial,
el propio hecho de su don
le produciría tal dolor
que se llevaría su propia vida
antes que lo mejor de nosotras.
Y después de que muera, lloraremos
y la haremos santa.
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