Dos noches después, llega una llamada de mi padre desde la Sala de Urgencias del New York Hospital.
– Tu madre tuvo un ataque -dice-. Estamos en la sala de urgencias. No vengas.
Si hago lo que dice, se enfadará, lo sé. Pero por una vez hago lo que dice. Más tarde, le llamo a casa y le pregunto cómo está mi madre.
– Está furiosa contigo -dice mi padre-, por no haber ido -y me cuelga el teléfono.
Duermo como una muerta, esperando no despertar nunca y no tener que enfrentarme nuevamente con mis padres. Sueño que estoy paseando por los Campos Elíseos entre mis antepasados, preguntándoles a cada uno:
– ¿Todavía no estoy muerta?
En el bolsillo tengo un embrión seco del tamaño de mi dedo índice. Es un hijo que nunca tuve; o si no, soy yo. Tiene las piernas deshechas. También los brazos. ¿Por que no tuve nunca a este niño? ¿Por qué se me deshace en el bolsillo?
Por la mañana voy al New York Hospital, andando como un zombi en el aire frío. No me he maquillado y llevo unos leotardos negros, un jersey negro de cuello vuelto y un gorrito negro, como si ya estuviera de luto. Muy bien, si soy una mala hija, seré una mala hija. Recorro el laberinto de pasillos del piso bajo, preguntándome por cuál llegaré al ascensor que me llevará a la Unidad Coronaria. Por fin lo encuentro. Subo al tercer piso, entro en la habitación de mi madre y me recibe con cara enfurruñada.
– ¿Por qué no viniste? -pregunta.
– Porque te quiero -digo yo.
– Ja -dice ella-. ¿Dónde estabas ayer por la noche?
– Papá me dijo que no viniera.
– Está trastornado -dice ella-. No le hagas caso.
– Lo sé -digo yo.
Pero espero, espero que haya un gran libro de normas para vivir (o morir), espero una gran cantidad de cariño, un alimento final, una epifanía, una trascendencia espiritual. Mi madre se apoya en las almohadas, con el pelo suelto, los ojos fríos y cariñosos a la vez.
– No es agradable -dice- contemplar la propia muerte.
Y yo pienso: si pudiera quitarme unos años y dárselos como una moderna Alcestis, ¿lo haría? ¿Cambiaría mi vida -lo que queda de ella- por la suya? No. No lo haría. Me aferraría a los años que me quedan con manos avariciosas. Terminaría este libro y empezaría el siguiente y el siguiente. Me libraría de mi secreto disfrute por mi propia parálisis.
Generaciones de mujeres han sacrificado su vida para convertirse en sus madres. Pero ya no podemos permitirnos ese lujo. El mundo ha cambiado demasiado para permitirnos llevar la vida que llevaron nuestras madres. Y no podemos permitirnos sentir la culpabilidad que sentimos por no ser nuestras madres. No podemos permitirnos sentir ninguna culpabilidad que nos lleve al pasado. Hemos crecido, tanto si queremos como si no. Tenemos que dejar de echarles la culpa a los hombres y a las madres, y vivir cada segundo de nuestra vida con pasión. Ya no podemos permitirnos el desperdiciar nuestra creatividad. No podemos permitirnos la pereza espiritual.
Mi madre no me proporcionará reglas para vivir, pero quizá pueda dármelas a mí misma.
– ¿En qué estás pensando? -pregunta.
– En que te quiero, en que no quiero que mueras.
– No voy a morir -dice ella, súbitamente animada.
La sangre se le sube a la cara, las lágrimas me corren por las mejillas.
Cuando dejo el hospital, voy a casa y me emborracho con vino tinto por primera vez en siglos, mientras espero a mi marido y a mí padre que vendrán a cenar.
– Mi madre va a morir -gimoteo para mí misma, sintiéndome cada vez más perdida-. Si no ahora, la vez siguiente, o la siguiente… -espero que el vino me dé inspiración, pero lo único que me proporciona es atontamiento.
Para cuando todos nos sentamos a cenar, estoy torpe y me duele la cabeza, y me pierdo la mayor parte de lo que se habla. La conversación se produce en la periferia de mi conciencia. Ken y mi padre cantan juntos canciones de comedias musicales en yídish: como un rito de unión. Me pongo a tomar café para despejarme. Para cuando estoy completamente consciente, mi padre está listo para irse.
Por la mañana, me levanto para desayunar con Molly como hago habitualmente y luego vuelvo a la cama. Las ocho dan paso a las nueve, las nueve a las diez, las diez a las once. Estoy tumbada en la cama como si estuviera muriendo, en lugar de mi madre. Y naturalmente que me estoy muriendo. Todos lo estamos, en todos los momentos. Pero mi separación de mí misma es extrema. Estoy terriblemente enfadada, deprimida y pesada, sin querer que este libro aparezca.
¿Por qué quiero a mi madre cuando va a morir, y por qué me quiero a mí misma si también voy a morir, y por qué quiero a este libro si va a perderse en el torbellino de lo que se publica?
He olvidado a mis lectoras. He olvidado que mi tarea es ser una voz. Sólo he recordado mi miserable ego y sus magulladuras. Estoy pensando en finales, no en procesos. Siempre que pienso en finales, quedo atascada.
Durante todo el verano pasado, en un esfuerzo por perder peso y parecer joven, tomé pastillas para suprimir las ganas de comer. Perdí muchos kilos, pero también me puse tan espídica que no podía estar quieta. Cuando dejé de tomar las pastillas, mi personalidad pareció fragmentarse. Veía animales salvajes en los bordes de mis ojos. Sentía el corazón atenazado y ganas de ponerme a gritar en las calles. Cuando terminó esa fase, entré en un valle de desesperación. Separada de mí misma, deseaba contar con una sustancia que me volviera a reunir. Bebía un poco, pero ¿qué sentido tenía cuando con beber un poco me deprimo tanto? La sustancia que necesitaba era ánimo, no alcohol. Me necesitaba a mí misma para terminar este libro, y estaba encontrando un millón de modos de escapar de mí misma.
Poco a poco, conseguí arrancarme de la cama y empezar el nuevo día
– No puedo beber -me digo-. Lo debería recordar.
Tomo café, hago ejercicio en la bicicleta, me visto y salgo a la calle camino de mi despacho.
– Por supuesto que no puedo terminar el libro si no cuento conmigo misma -me digo. El alma despierta por medio de la entrega, y la escritura es el modo en que me entrego. La entrega es el modo que tengo de volver a unir mente y espíritu. Sin espíritu, soy polvo. Será mejor que mantenga la cabeza libre de vino y de pastillas para poder escribir.
Al día siguiente, no bebo ni tomo pastillas. Mi madre vuelve a casa del hospital. Al día siguiente, no bebo ni tomo pastillas. Mi madre va al médico para que le adapten la medicación. Al día siguiente, no bebo ni tomo pastillas.
Salgo a almorzar con unas amigas, proporcionándome un día de salud mental. Si el libro no me sale, lo dejaré en paz.
Después del almuerzo, voy a ver a mi madre. Está tumbada en la cama, con un quimono de seda amarilla puesto. Su ventana se abre sobre Central Park -una visión humana del parque desde el piso doce-, las copas de los árboles, el techo de la Tavern of the Green, la silueta de la Quinta Avenida. Su habitación está empapelada con un amarillo cromo sobre el que bailan unas rosas color rosa. Dispersos entre las rosas hay cuadros de recién nacidos. La pared contiene a todos los recién nacidos, hechos por su hábil mano. Molly con sus rizos pelirrojos, yo con mis bucles rubios, Nana con su pelo castaño, la pelirroja Claudia de recién nacida, Tony con su pelo oscuro, y Alex con el pelo rubio…, todos los hijos y los nietos pintados mientras duermen, un mes o dos después de su nacimiento.
– ¿Por qué has venido? -pregunta mi madre-. ¿Hay algún problema?
– No, sólo quería saber cómo te las arreglas.
Mi madre me habla vagamente de su medicación. Parece aburrida de todo esto, no le presta atención.
– Mira -digo yo-, si quieres morir, ¿por qué no llamas a todo el mundo y te despides? Es una elección honorable. Es tu elección. Pero si quieres vivir, entonces toma los medicamentos y trata de pasar unos cuantos años buenos.
– Quiero vivir -dice.
– Te quiero. Todavía no estoy preparada para seguir sin madre -digo yo, y me inclino y la estrecho entre mis brazos como si fuera uno de los recién nacidos de la pared. Tiene un cuerpo menudo, los huesos envueltos en seda, pero su aroma es toda mi vida. Es el abrazo más profundo que nos hemos dado en años.
– ¿Por qué no has terminado ese libro? -pregunta.
– No lo sé -digo yo.
– Tienes miedo de las críticas -dice ella-. ¡ Pero la crítica es una señal de vida! ¿Sabes a quién no se critica? ¡A quien no tiene entidad! Sólo la muerte escapa a la crítica.
– Eso es cierto -digo yo.
– Todos vamos a dormir durante mucho tiempo -dice ella-. No te duermas con miedo. ¿Crees que te mantuve con vida cuando todos aquellos recién nacidos murieron para que pudieras estar mano sobre mano temblando?
– Supongo que no.
– Entonces…, ¡vete a casa y termina el libro!
– Lo haré.
– Bien…, ¿cuál es la última frase?
Dejo de pensar, mirando la pared con los recién nacidos, yo misma incluida. De repente una frase acude a mi cabeza. Hablo con voz enérgica.
– Yo no soy mi madre, y la siguiente mitad de mi vida se extiende ante mí.