Conque la llevamos a casa, pero al principio mis bebés caninos no estaban nada encantados de tener hermanos. Buffy aulló cuando la di de mamar por primera vez, y Poochkin dejó cagadas de escándalo en los rincones de todas las habitaciones.
Vino una niñera horripilante de una agencia de Greenwich y se dedicó a hacer lo que mejor hacen las niñeras: conseguir que los padres se sientan idiotas. Comía por dos, como si fuera un ama de cría. Escondía a la bebé en su habitación y me la traía cada unas cuantas horas sólo para soltar la frase clásica de una niñera:
– Señora Fast, su leche no es lo bastante alimenticia.
El día que tenía libre la niñera, yo llevaba la cuna con ruedecitas junto a mi cama y le hacía mimos a mi bebé todo el día y toda la noche, cuando no estaba dándole de mamar enloquecida o fotografiándola igual de locamente. Sus ojos me hechizaban. Su primera sonrisa hizo que Jon y yo bailáramos un vals por la habitación con la bebé entre nosotros. Estábamos tontos con ella, como si fuéramos los primeros padres de la historia.
Pero yo también estaba decidida a terminar mi novela a tiempo. Todas las mañanas subía a mi estudio del tercer piso, tratando de cumplir con la fecha fijada. Los editores me habían adelantado el tipo de dinero que habitualmente no ganan las mujeres. Nunca se me ocurrió tomar un día libre. Simplemente tripliqué mi trabajo y aceleré. A la bebé la alimentaba la noche entera y al libro el día entero. Producía más páginas, no menos. A lo mejor tenía miedo de que mi talento se evaporase con la maternidad. Ponía diariamente a prueba esta hipótesis.
Como otras miembros de la generación flagelada, tenía muchas cosas que demostrar: a mí misma, a mi madre, a todos los hombres que decían que no era posible hacerlo. Necesitaba demostrar que mi madre se equivocaba. Las mujeres lo podían hacer todo.
– Hemos conseguido el derecho a estar agotadas eternamente -solía bromear yo.
Pero ¿no era eso mejor que el que no me permitieran publicar libros?
¿Lamento mi comportamiento? ¿Cómo lo puedo hacer? Estaba poniendo a prueba mi vida. El derecho de las mujeres a crear vida y arte al tiempo todavía se cuestionaba en todas partes. En muchos sentidos, todavía se cuestiona.
Nunca se me ocurrió tomarme «un permiso por tener familia». Me sentía con tanta suerte por ser mujer y que se me permitiera trabajar, que no tenía intención de detenerme.
Cuando Molly estaba en la cuna, a veces la llevaba a mi estudio para que durmiera en el suelo, debajo de la mesa de trabajo, mientras yo escribía. Pero pronto tuvo demasiado tamaño y hambre para hacer eso. La «Liga de La Leche» en cierto modo no se toma la molestia de decirte que a los bebés crecidos les gusta comer cada hora o así. Molly trataba de sentarse, miraba a su alrededor, agarraba cosas, monologaba. La niñera se marchó y Lula ocupó su puesto. Lula era el sueño de niñera que tiene todo el mundo.
Lula era una antigua agente de apuestas que había pecado y amado a muchos pecadores antes de encontrar a Cristo, pero cuando yo la conocí ya era una mujer temerosa de Dios, cuyo pastor de la iglesia era el centro de su vida -me ponía cintas magnetofónicas con sus sermones-, y tenía una gran habilidad para preparar tartas de batata, manos de cerdo, judías verdes; y para cuidar bebés. Le cantaba a Molly, la acunaba, la untaba de vaselina para evitar la gripe («A los resfriados no les gusta la grasa», decía Lula), y la llevaba a la iglesia en Harlem «para que la bendijeran». Mi madre se enteró y no le gustó. Pero yo imaginé que nunca la bendecirían lo suficiente.
– La nena da palmaditas y alaba a Dios -decía Lula-. La nena dice: «Aleluya».
– Ya lo sé, Lula, ya lo sé -decía yo-, pero mi madre se preocupa.
– ¿Y de qué se preocupa? -preguntaba Lula.
– De que no necesite nada -decía yo.
– Ustedes, los judíos, están locos -decía Lula.
– Como usted diga -me mostraba de acuerdo yo.
Lula podía mandar jaquecas «de vuelta al infierno», curar resfriados con zumo de limón y Vick, y rezar para que los libros subieran en las listas de los más vendidos. Con Lula cerca, nunca tenía miedo. Si el Vick no curaba, lo haría Cristo.
Vino Lula y terminé la novela. Para cuando se publicó, Molly tenía dos años.
Una de las ventajas de escribir una novela sobre el siglo XVIII mientras se tiene un bebé fue la gratitud que me hizo sentir por estar simplemente viva. Si yo hubiera sido Fanny de verdad y ella hubiera tenido mi historial tocológico, habría estado muerta, y Molly también. Por mucho que la ciencia haya hecho cosas para destruir el mundo, es indudable que salvó la vida de muchas mujeres y sus hijos. La naturaleza no es amable con nosotras cuando nos dejan que nos las arreglemos solas. Ahora sobrevivimos al parto y encaramos el dilema de cumplir cincuenta años. Mary Wollstonecraft nunca recorrió ese sendero.
Ansiosas de cada vez más vida, raramente apreciamos lo que tenemos. Muchas de mis amigas se han convertido en madres con cuarenta años y pico, y sus hijos son hermosos y listos. Hemos extendido los límites de la vida, y sin embargo nos atrevemos a enfadarnos por hacernos mayores.
Parece un gran desagradecimiento. Pero las que hemos nacido después de la II Guerra Mundial somos una maldita panda de desagradecidas. Nada nos puso límites. De modo que somos muy dadas a derrochar y quejarnos, y poco a estar agradecidas. Y cuando descubrimos que la vida tiene límites, tratamos de destrozarnos con la ira antes de aprenderlo importante que es la rendición. Somos hijas de alcohólicos anónimos, la generación competente. Tienen que lanzarnos al fondo una y otra vez antes de que entendamos que la vida trata de la rendición. Y si el fondo no sube a nuestro encuentro, nos hundimos en él, llevando a quienes queremos con nosotras.
Sólo unas pocas volvemos nadando al aire y la luz.