– ¿Vamos a la tienda de productos alimenticios sanos? -te pregunta tu pareja. Y te arrancan de una ruidosa calle de Londres (con canales llenos de aguas residuales, cabezas de pescado, fruta podrida y animales muertos).
– ¡Bajo en un momento! -gritas tú a los de abajo. Y escribes que hay unas cuantas cabezas de pescado más y unos gatos muertos en el siglo XVIII antes de correr a comprar cuajada en el siglo XX.
Una especie de vida, lo llamó Graham Green, y nadie ha mejorado todavía la frase. Pero también es más rica que la mayor parte de las vidas porque siempre se vive en dos sitios, dos siglos, dos continuos temporales a la vez.
Imagínese que se está a caballo sobre el cosmos, agarrándose a las colas de los cometas, sabiendo que el tiempo no existe. Ésa es la vida del escritor. Es la relación más pura con el universo que puede tener un mortal. También es una especie de oración.
Una novela en la que esos dos niveles de la vida se vuelvan uno, en la que el libro que emerja resulte que determina la vida emergente, sería estremecedora si estuviera escrita en el nivel más profundo. Pero la mayoría de los escritores utilizan la noción sueño/realidad superficialmente. Muchos libros empiezan en la «realidad» y se aventuran en el espejo del mundo de la fantasía, sólo para regresar a la «realidad» al final. Habitualmente el «mundo real» se utiliza como marco o trampolín. A veces los personajes traen objetos cotidianos del mundo soñado para demostrar dónde han estado: la suela de cuero gastada de las Doce Princesas, el pañuelo de niño dejado en la fuente del Royal Doulton en Vuelve Mary Poppins. Como nuestra experiencia diaria de la vida es estar soñando la mitad del tiempo y despiertos la otra mitad, es natural que inventemos narraciones que incorporen nuestra confusión sobre lo que es el mundo. A lo mejor sólo parece que estamos dormidos aquí mientras estamos despiertos en otra parte. ¿Es posible fundir vidas opuestas en una personalidad aparentemente completa? Estas cuestiones nos fascinan porque nuestras vidas siempre están divididas entre fantasía y realidad. Un escritor es sencillamente alguien que hace uso de esa fisura como abono de narraciones.
Embarazada de Molly, me sentía más feliz de lo que me había sentido en ningún otro momento de mi vida. Yo era una que se estaba convirtiendo en dos, o dos que se estaban convirtiendo en una. Mi estado de ánimo era afable. Me sentía radiante, decidida, llena de vida. Y escribía sin ninguna de las dudas que me habían paralizado en el pasado. Tenía una integración perfecta de mente y cuerpo. Mi musa estaba en mi interior, me centraba. Mi mente podía vagar. Mi cuerpo sabía que lo podía hacer sin interferencias.
Eso era lo más curioso del embarazo. No tenía que controlarme, podía dejarme ir. Un poder elevado me regía. Era un estado maravilloso para alguien que siempre creyó que tenía que controlarlo todo.
Cuando llevaba tres meses en estado, Jon y yo nos casamos en secreto en nuestra casa de Connecticut. Evitamos a nuestros padres, nuestros amigos y los medios de comunicación, porque yo había escrito un articulo en Vogue diciendo que no creía en el matrimonio. ¿Cómo me podía retractar? Además, consideraba que mi vida había sido demasiado pública.
Howard y Bette nos pincharon durante meses para que nos casáramos. Mis padres se hicieron los indiferentes. Justo antes de que naciera Molly, cedimos y les contamos a nuestros padres que la niña era legal.
Yo, a quien le había aterrado el embarazo, estaba asombrada de encontrarme encantada con él. Yo, que había condenado el matrimonio, estaba asombrada de encontrarme feliz. Poseía una calma que apenas reconocía como mía. Puede que perteneciera al bebé. El embarazo era una transformación tan mágica que comprendí por qué mi hermana mayor tenía seis hijos, mi madre tres, y mi hermana menor dos. En mi familia abunda la maternidad. Yo soy la aberración.
El embarazo me pareció tan fácil que todos, desde mi tocólogo a quien me enseñaba los ejercicios físicos para el parto, estuvieron de acuerdo:
– Ese bebé nacerá bien.
Ejercicios de yoga cabeza abajo en el sexto mes y flexiones hacia delante en el séptimo habían convencido al mundo (Jon y nuestro mutuo profesor de yoga) de que el alumbramiento sería feliz. Una gira durante el sexto mes me convenció a mí. Sólo un entrevistador se atrevió a preguntar si estaba embarazada bajo mi vestido amplio.
– Es usted el primero que lo pregunta -dije yo-. Los otros probablemente se limitaron a pensar que estaba gorda.
Mantuve bastante energía hasta el octavo mes; y hasta entonces, arrastrando una tripa como el huevo de un dinosaurio, me creía que resultaba espléndida. El narcisismo del embarazo me llevó a posar para unas fotos en un romance con mi propia tripa. Demi Moore probablemente estaba en la escuela primaria, y en 1978 nadie las hubiera publicado en la portada de una revista, pero es indudable que yo habría posado para una de esas publicaciones de haber podido. Siempre que podía, llevaba puestos vestidos transparentes que dejaban ver mi tripa.
Recuerdo a Jerzy Kosinski acariciándola en un cóctel.
– Daría lo que fuera por experimentar alguna vez un embarazo -dijo.
Pero la bebé no «nació bien». Debía de hacerlo el 1 de agosto, pero se quedó allí dentro, presionándome la vejiga, hasta mucho más avanzado el mes. Antes del 18 no decidió moverse. Yo estaba leyendo un libro del siglo XVIII sobre masques y ridottos en la biblioteca Pequot cuando de pronto noté que estaba empapada. Tranquilamente devolví los libros y conduje hasta casa.
Jon y yo telefoneamos al médico y esperamos a que empezaran las contracciones.
No pasó nada.
Fui a la cocina y preparé un sandwich con un filete inmenso y tomates cultivados en casa. Nada más devorarlo entero, empezaron las contracciones.
Las llamadas cada cinco minutos de los futuros abuelos eran más molestas que las contracciones. Howard insistía en que fuera al hospital. ¡Después de todo era su nieto! Fuimos, por no discutir. Yo había llamado a mi preparador para el parto, y metido en la maleta ejemplares de Inmaculada Decepción y Hojas de hierba. Estaba decidida a tener la bebé de modo natural, significara lo que significase eso.
Como con cada acontecimiento de mi vida, iba a dar a luz en un momento intensamente politizado. Entonces la anestesia se consideraba inadecuada y antifeminista. Sólo las lloronas tenían problemas. ¡Ninguna madre amazona sucumbiría a los espasmos! De modo que pasé por nueve horas enteras de dolor hasta que me quedé sin fuerzas, y cuando el médico sugirió una cesárea, me enfrenté a él, citando textos feministas. Sólo la reducción de la frecuencia de los latidos del corazón de la bebé me hizo cambiar de idea.
Fanny hubiera muerto. La bebé habría quedado marcada por el fórceps, sin miembros, o malograda. Perdida en un sueño del siglo XVIII, yo no podía saber que un nudo en un coxis dañado (debido a un antiguo accidente montando a caballo) hubiera impedido la llegada de mi hija al mundo y que la única opción era una cesárea.
– ¡No me mates, llevo mediado el mejor libro de mi carrera! -le grité a David Weinstein, mi querido tocólogo, cuando me metieron en el ascensor camino de la sala de operaciones. Rescatada por un angélico asistente con una bata verde de saltamontes (y alas invisibles), nos apresuramos fuera del ascensor-con el médico derribando la basura y yo desvariando- en dirección a la sala de operaciones.
A Jonathan no le dejaron entrar. Y por poco, tampoco a mí. Había un círculo sagrado de médicos varones. Me aplicaron anestesia local y se me entumecieron las piernas. Notaba que cortaban, pero nada de dolor.
Alazaron un bulto ensangrentado para que lo viera.
– ¿Es la placenta? -pregunté.
– Es tu hija -dijo David, poniéndome a una criaturita cubierta de sangre color mineral de hierro en los brazos. La habían envuelto a toda prisa en una manta rosa y movía los párpados con sangre coagulada. Sus ojos de un azul submarino se encontraron con los míos.
– Bienvenida, pequeña desconocida -dije, llorando y limpiándole la cara con las lágrimas.
Nacida como consecuencia de la unión repentina de dos amantes predestinados sobre una nube de contaminación de un desfiladero californiano, había hecho todo el camino hasta nosotros avanzando pacientemente con unos pies que nunca tocaban el suelo (como dijo Colette de su hija). Era mía y no lo era al mismo tiempo. Era la cosa más hermosa que había visto nunca y la más aterradora. Dios se había dejado caer dentro de mi vida con la cara de Molly. O si no, un rehén de Dios. A partir de entonces, mi vida ya no me pertenecía sólo a mí.
Agotada, muy alegre, esperé a que me la trajeran a la habitación. Una bebé recién lavada, con los mismos ojos negros, y un mechón pelirrojo en la cabeza, llegó en una caja transparente como un regalo del día de San Valentín. Me la llevé al pecho, preguntando si se debería hacer así. La cosa funcionó. Chupó. Yo no podía dejar de mirarla como si fuera una aparición que se desvanecería tan rápidamente como había llegado.
Luego me derrumbé. Un día o una noche de sueños químicos y luego volví a despertar ante la cara rosa y los ojos negros y el mechón castaño. ¿Cuál era nuestro destino, el suyo y el mío? ¿Qué milagro la había creado? ¿Cómo podía ser tan vulgar y tan extraordinario un milagro semejante? El nacimiento de Molly hizo creyente a esta agnóstica.
¡Qué Milagro es un Recién Nacido! Arrancado del Vacío, con apenas nueve Meses de vida, sin embargo llega con sus dedos de Manos y Pies totalmente formados, sus Labios delicados como Pétalos de Rosa, sus Ojos insondablemente azules como el Mar (y casi ciega), su Lengua de un color más rosa que el interior de una Concha, y encogiéndose y retorciéndose como un Gusano en el jardín en una Primavera lluviosa.
Han pasado casi tres Décadas desde que te advertí, mi propia Relinda, pero nunca olvidaré mis Sentimientos mientras deleito mis Ojos nublados con tu Cara recién salida del cascarón. Los Dolores de los Esfuerzos puede que se desvanezcan (¡ah, que se desvanezcan!), pero la Maravilla de ese Milagro -el más vulgar Milagro - del Recién Nacido es ¡un cuento contado y vuelto a contar siempre que la Raza de la mujer sobreviva.
Esas fueron las líneas que escribí para Fanny cuando la experiencia estaba fresca en mi mente.
Guardé todos los papeles del hospital (la lista de nombres), todas las fotografías (incluido el sonograma a las diez semanas), los dos brazaletes de identificación (el suyo y el mío). Con estos recuerdos hice libros para ella: libros por cada día de recién nacida, libros por cada cumpleaños de niña, y un libro especial por su paso a la adolescencia a los trece años. Yo era escritora antes que madre, y la escritora era quien estaba más formada. La maternidad es un gusto adquirido. Una aprende a humillarse de rodillas. Hacerse escritora sobre la maternidad es la parte más fácil.