Литмир - Электронная Библиотека

– Cuando te pusiste guapa, no me importó nada -dice ella-, porque tenía que quererte sólo para que siguieras con vida.

Mi hermana mayor, Suzanna (Shoshana Miriam, apodada «Nana» debido a una pronunciación errónea de pequeña), había sido la perfección total al nacer: redonda, castaña, de ojos brillantes. Yo estaba destinada a ser el patito feo, pero más querida debido a eso, o eso cuenta la historia.

Yo siempre solía burlarme de esa historia cuando era pequeña, pero ahora la creo. El afán por mantener a un niño con vida es un seísmo. Se impone a todas las demás consideraciones. La pasión de mi madre y las batidas a medianoche de mi padre para conseguir leche me mantuvieron con respiración. Eso y la suerte de mis padres por haber encontrado a un pediatra iconoclasta.

El doctor Aubrey McLean era un enérgico escocés que se atrevió a desafiar a las empresas lecheras. Cincuenta años por delante de su tiempo, diagnosticó que yo era alérgica a la leche de vaca, y tuvieron que alimentarme con leche acidófila y trocitos crudos de hígado. No importaba lo mal que me encontrara, tenían que darme de comer y darme de comer, algún alimento tenía que servir. El médico venía a verme todos los días, me reconocía y se sentaba con mi madre a hablar de recién nacidos, la vida, el destino y cuánto odiaba a los médicos establecidos, que le habían rechazado por sus puntos de vista radicales. También era un borracho.

– Te salvó la vida -dice mi padre-. Es una parte importante de tu historia. O a lo mejor es que sólo estaba enamorado de tu madre.

¿Cómo lo llegaré a saber nunca? Doctor McLean, esté donde esté usted: gracias.

Nacida durante la guerra en una gran familia de estilo europeo -mis padres, mi hermana, mis abuelos matemos rusoparlantes (que nunca nos enseñaron ruso para poder contar con un lenguaje secreto para ellos solos)-, recuerdo los primeros juegos, como «escapar de los nazis», o a mi abuela enjabonándome las manos para librarme de «los alemanes». De ese modo entró la guerra en mi infancia. Recuerdo que mojaba a propósito la cama de noche para que me llevaran a la cama de mis padres y dormir entre ellos en aquel sitio absolutamente seguro, al mismo tiempo separándolos y uniéndolos. Recuerdo que levantaba la vista al techo de su habitación para ver los espectáculos caleidoscópicos de luz -«guisantes y zanahorias», los llamaba yo, indicando los fragmentos de verde y rojo del interior de mis párpados cuando volvía a cerrar los ojos en su enorme cama caliente.

«El tentador de debajo del párpado» llama Dylan Thomas a esta criatura vacilante. ¿Es ese tentador lo que hace a un poeta?

Mis recuerdos de los primeros tiempos son escasos, y todos ellos son visuales. Incluso puedo recordar el estar dentro de un cochecito, rodando por un parque y mirando una miríada de hojas verdes que fracturaban la luz arriba. Nunca soy más feliz que mirando las hojas, de modo que imagino que esto se relaciona con una euforia de la primera infancia. Las hojas del parque, la ilusión óptica creada por los pequeños azulejos octogonales del cuarto de baño, que parecían formar un paso hacia otro mundo, cuando me apoyaba en el asiento del trono del cuarto de baño y miraba sus cambiantes configuraciones en el suelo, son los recuerdos más vivos que tengo.

Cuando tenía dos años, vivíamos en el apartamento que recreo en todos mis sueños: una casa neogótica de distribución irregular que ocupaba los tres pisos de arriba de un edificio del número 44 Oeste de la calle 77, enfrente del Museo de Historia Natural. Nos trasladamos allí desde Castle Village, en Washington Heights, en 1944, y nos quedamos hasta 1959, cuando nos trasladamos a otro palazzo de preguerra, el Beresford, en la parte norte del museo.

Los recuerdos de infancia de mi casa son a la vez tétricos y espléndidos. El edificio lo habían construido unos artistas de principios de siglo, y el estudio tenía luz del norte. Siempre buscábamos la luz del norte, al parecer, como una planta extraña que se retuerce para crecer en busca del sol.

El apartamento que recuerdo probablemente no sea el apartamento que existe hoy; ahora es mucho más elegante que durante mi infancia de los años cuarenta. Unas cabezas de león enmarcaban la chimenea del cuarto de estar; el comedor tenía las paredes recubiertas de madera oscura y molduras góticas y daba a un patio; la cocina tenía un antiguo fogón de gas y un fregadero de zinc; los dormitorios estaban dispuestos en torno a un espacioso vestíbulo, y una chimenea de piedra, con una repisa gótica de madera, se abría a un vestíbulo de piedra donde terminaba un ascensor de espejo con paneles de madera cuyas espirales de madera parecían búhos de medianoche medio escondidos en árboles de medianoche.

El techo del cuarto de estar era altísimo y recubierto de algo que llamaban «hoja dorada». (En mi mente infantil, imaginaba que las obtenían de árboles dorados.) Cuatro lámparas de aspecto veneciano iluminaban desde sus oscuros cuadrados dorados. Las ventanas delanteras daban al museo con su fachada de piedra caliza y torreones cónicos verdes; las ventanas de atrás daban al patio soleado y a los jardines de la Sociedad Histórica de Nueva York y a la hilera de mansiones de piedra caliza de la calle 76. Encima del cuarto de estar había un altillo de cuya barandilla metálica colgaba un batik balines en el que bailaban malvados demonios de perfil. Y dos tramos de escalones más arriba estaba el estudio de Papá (mí abuelo), con una trampilla, un techo en punta como el gorro de una bruja y dos enormes ventanas -una que daba al norte (esa luz constante que buscan los artistas), la otra al sur (demasiado cambiante, por lo que muchas veces estaba cerrada con unas contraventanas dobles verdes manipuladas con poleas).

El estudio de Papá, lleno de objetos propios de un artista -máscaras de yeso (de Beethoven, Keats, Voltaire), una calavera de verdad, un esqueleto de verdad, reproducciones de caballos de la dinastía Tang-, era a la vez un refugio y un sitio que daba miedo. Olía deliciosamente a trementina y a pintura al óleo, como un bosque encantado. Pero las máscaras mortuorias de Beethoven y Keats, y el esqueleto y la calavera, daban al lugar un aire horripilante. Una no querría estar allí de noche sola.

Todos los Hallowe'en, el estudio se convertía en un sitio donde se contaban historias de fantasmas y vampiros. Una vela iluminaba la calavera, y el esqueleto y las máscaras mortuorias llevaban mortajas blancas como los miembros del Ku Klux Klan. Papá instalaba un cuadro con otra calavera (¿la de Yorick, quizá?) en su viejo caballete lleno de pintura incrustada (que había viajado con él desde Edimburgo, Bristol y Londres muchos años atrás, cuando emigró por primera vez al Nuevo Mundo, huyendo del alistamiento en el ejército inglés, como había huido del ruso cuando era adolescente en Odessa). Pensamos que nuestras vidas son especiales, pero las fuerzas históricas nos levantan y nos hunden. Mi abuelo (lo mismo que el tuyo y el tuyo) huyó de Europa y de sus guerras.

Mi madre contaba la historia de Drácula y los niños chillábamos de miedo y placer al oír hablar de los no muertos, los colmillos, la palidez de las doncellas y la anemia debida a sus encuentros nocturnos.

Los días normales de trabajo, siempre me gustaba mucho pintar al lado de mi abuelo. Él me preparaba un pequeño lienzo (siempre se preparaba orgullosamente los suyos), me daba una paleta de sobra llena de colores empalagosos, como púrpura alizarín, rosa intenso, viridiana, azul cobalto, amarillo cromo, ocre puro, blanco de China, y sujetaba dos recipientes metálicos con pinzas, uno para el aceite de linaza y otro para la trementina, en el agujero para el dedo de la paleta.

– No embarres los colores -decía Papá, dándome pinceles de marta y de cerda. Luego yo pintaba al lado de mi abuelo, completamente arrobada, colocada por el olor de la trementina y los toques de pincel. Papá silbaba baladas folclóricas rusas y canciones del Ejército rojo mientras trabajaba. La calle setenta y siete podría haber estado a orillas del Dniéper.

Papá era un supervisor severo. Si yo «embarraba los colores» o no me tomaba la pintura en serio, se enfadaba y me echaba escalera abajo con su tiento azotando el aire. Nunca me tuvo que pegar. Sus gritos bastaban para aterrarme. He leído con asombro todos esos libros sobre el incesto y el maltrato de los niños, y sé que los gritos del abuelo constituían suficiente maltrato. Es poco elegante tener que informar que en mi infancia nadie me maltrató. A no ser psicológicamente. Lo que fue bastante.

Mi abuelo tenía un estudio, mi padre tenía un despacho, pero mi madre montaba su caballete cuando y donde podía y lo lamentaba amargamente. Mi abuela, entretanto, llevaba la casa, persiguiendo a la muchacha jamaicana, Ivy, para asegurarse de que hacía las cosas bien.

Iviana Banton era una irascible mujer de las Antillas que se ocupaba de nuestra casa (cuando la dejaba mi abuela). Tenía las manos acartonadas y negras por la parte de fuera y maravillosamente rosas por la de dentro. Me encantaba su acento, y el modo de hablar de los antillanos todavía me seduce.

Ivy era fea, con un enorme quiste en la nariz, lleno de pelo, pero era viva y fuerte. Aprendí pronto que estar viva y ser fuerte era mucho más importante que ser guapa.

A pesar de los muchos psicoanálisis, que me costaron lo suficiente para mantener a un pequeño país, he reprimido todos los recuerdos de mi primera infancia sobre mi madre. Sé que me adoraba y que también le molestaba adorarme, y que se mostraba muy voluble. Yo la adoraba más que a mi vida y también me aterraban sus cambios de ánimo. Mi hermana mayor muchas veces era violenta físicamente conmigo, retorciéndome el brazo hasta que yo caía al suelo muerta de dolor, y me atormentaba «ganándome» mi reloj de oro en partidas de cartas en las que hacía trampas, avergonzándome delante de los amigos. Dos mujeres me tiranizaron durante gran parte de la infancia, pero mi memoria no conserva casi nada de eso. Con todo, concluyo que mi temperamento conciliador, mi tendencia a ocultar mi enfado, incluso a ocultármelo a mí misma, y luego darle suelta años después, o usar mi pluma para atacar a los parientes, debe de proceder de esos años de tiranía emocional olvidada.

Nada de quejas. Todo el mundo necesita algo que dé forma a un carácter complicado. La tiranía fue la fuerza que originó mi amor por la libertad, mi identificación con los desvalidos, mi pasión por los derechos del hombre, y de la mujer.

Cuando mi hermana Claudia nació en 1947, toda la constelación familiar cambió. De pronto había «el bebé». De pronto era la posguerra con sus muchos nacimientos y mi padre era rico, o eso parecía. De pronto mis padres hacían cosas como ir en avión a La Habana o Jamaica a pasar unas vacaciones de invierno, o a Londres y París durante las del verano. De pronto había una niñera que no me dejaba tocar al bebé porque yo había cogido tiña por culpa del gato de mi mejor amiga.

10
{"b":"94186","o":1}