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– Te dije que deberías haber estudiado Alquileres durante las vacaciones de verano -soltó mi marido por teléfono desde Nueva York.

– ¿Quién es capaz de leer en Nueva York? -contraataqué yo-. Para eso hay que venir a la Toscana.

A su debido tiempo nos admitieron en el mirador más alto, con sus asombrosas vistas de todos los alrededores de la casa. Cipreses bajaban por la ladera, oscuros y como lanzas ante los frondosos castaños y los plateados olivos. Fucsias y glicinas crecían por todas partes. Las golondrinas volaban de copa en copa ante una gran extensión de un puro cielo azul. ¿Quién no se habría trasladado allí desde Londres? Era el sueño de Italia de un poeta inglés.

Las camas tenían colchones apelmazados y las almohadas estaban aparentemente hechas del mármol de Carrara local. Había cuatro dormitorios dobles, no siete como nos habían prometido, y el término «doble» era una exageración. En la casa podían dormir quince personas sólo si eran unas personas muy arriesgadas y si algunas de ellas dormían en la terraza, en la pérgola o en la piscina.

No importaba. Nos íbamos a quedar. Las amigas de Molly estaban en camino. Yo ya había pagado el total, y la pareja de ingleses necesitaba pasar el invierno con mis soldi.

– ¿No te encanta esta casa, mamá? -dice Molly, a quien de verdad le encantaba -. Es acogedora y no da miedo -dice. Recordaba el sitio que llamábamos Palazzo Erica, en Venecia, aquel piano nobile casi en ruinas, con su túnel secreto al palazzo de Piero.

El Palazzo Erica tenía una cosa fundamental que lo hacía recomendable, la cercanía del de Piero, y el diminuto estudio de la rosaleda rodeada por una cerca donde podíamos encontrarnos mientras la familia estaba oculta en el piso de arriba. Con una adolescente a remolque, nunca me volvería a arriesgar. De pronto mi adolescente me había convertido en una matrona, y no sabía si me gustaba o me molestaba. Los niños no quieren algo, lo quieren todo: el corazón, el alma, los genitales, la MTV, la CNN. (Y encima, por lo general se lo queremos dar.)

– Leí un artículo en una revista, mamá, que dice que siempre hay que hacer cambios en la disposición de los muebles de una casa alquilada. Para darle tu propia personalidad, ya sabes.

Molly se pone a quitar tapetes de debajo de cada planta, cada arreglo de flores secas, guardando todos los tapetes en los cajones del aparador.

Luego dispone unas manzanas en un estante como había visto en una revista de decoración. Después empuja la enorme y espantosa mesa del comedor hacia la pared para que me sirva de mesa de trabajo.

– Puedes escribir aquí, mamá, ¡lo sé! -dice, de pronto convertida en aliada mía, no mi saboteadora. Ella tiene asuntos de los que ocuparse: una villa llena de chicos ingleses y sudafricanos en Vorno, amigas que vienen, su padrastro que le prometió enseñarle a conducir en Italia. («Si una puede conducir en Italia, puede conducir en cualquier parte», dice orgullosamente a una amiga suya por teléfono.) Quiere que su madre escriba ya y deje de meterse en sus cosas. Se ha hecho una especialista en utilizar mis fechas topes de entrega como un modo de librarse de mí, y sin embargo contar conmigo cuando me necesita. La hija de una escritora está llena de infinitos recursos, sin duda es la mejor creación de la escritora.

Ahora Molly es la heroína picaresca, y yo soy Sancho Panza.

Está arreglando la casa para sus amigas, probándose trajes de baño para ponerse en la piscina con los chicos, pensando en el chico que conoció el año pasado en Lucca. ¿Tendrá una vida que no se centre en las relaciones? Lo dudo. Se siente alegre o triste dependiendo de las relaciones apasionadas, tiene fantasías con respecto a los chicos, quiere una casa acogedora a la que llevar a sus enamorados.

Pero recorre la carretera como cualquier heroína picaresca y puede encontrar sin vacilar aeropuertos y autostrade. Recorre los supermercados italianos en menos de una hora. Va con frecuencia a la otra villa, donde están los chicos.

Ahora ha emprendido un viaje picaresco, pero el objetivo de su búsqueda es contar con una casa nueva. Se ha llevado todos mis defectos y los ha convertido en virtudes: yo me siento perdida, ella no. Yo soy apasionada y romántica, mientras ella es pragmática y cínica; yo he vivido para escribir, mientras ella vive para vivir. Me gusta mucho más ella que yo misma.

Unos cuantos días después, he alquilado un jeep, dominado la carretera, acostumbrado a las camas, provisto a la casa de alimentos, recogido a la primera de las amigas de Molly, y estoy sentada viendo alzarse la luna llena, por detrás de los oscuros cipreses. Las hojas de los olivos se estremecen a la luz de la luna. La gata negra que dicen que es medio salvaje y tiene el rabo cortado me salta al regazo, me da un golpecito en la tripa con su hocico puntiagudo, luego apoya la cabeza para que se la acaricie, y se pone a ronronear.

Yo estoy sentada en la mesa de fuera con un cuaderno y una pluma. La luna llena parece que trata de librarse de los cipressi, y pronto se alza por encima de sus puntas y hace un lento y plateado arco en el cielo. Yo sigo sentada, embelesada, con los grillos cantando en mí oídos, mientras la luna se dirige a la colina de enfrente. Miro el reloj y noto que han pasado tres horas. No he escrito ni una línea. En Italia el tiempo siempre gasta este tipo de bromas. La carretera llena de baches y zanjas, las piedras…, quedan olvidadas cuando la luna guía mi ojo por la eternidad.

Enamorada nuevamente del paisaje, disfrutando del verde oscuro, el verde plateado, y los diferentes púrpuras de las uvas y las fresas, comprendo por qué Italia ha atraído siempre a los poetas. La muerte no es un precio demasiado alto que pagar por esta belleza. Me acuesto con la luna llena brillando en mi ventana y todos los hombres a los que he querido en mi carnet de baile soñado, invitándoles a que visiten mi cama. Echo de menos a mi marido, pero sé que es importante que pasemos unas semanas separados todos los veranos. Es un modo de recordar quiénes somos el uno sin el otro. Nos permite tener nuestras propias vidas y fantasías que no siempre coinciden.

A la mañana siguiente, estoy esperando que llegue de Nueva York mi mejor amiga. De pronto llega una llamada asustada desde el aeropuerto de Roma.

– He perdido el avión a Pisa y he alquilado un coche para ir a Lucca. El único problema es que estoy tan débil que no creo que lo pueda conseguir.

– ¿Qué es lo que pasa?

– Estoy sangrando -dice ella, preocupada. Y luego sigue una explosión de estática y nos interrumpen los sádicos que se ocupan (o no se ocupan en absoluto) de la compañía de teléfonos italiana. Paseo en torno a la piscina esperando que el teléfono vuelva a sonar. Saco el teléfono junto a la piscina y lo miro fijamente, esperando que así sonará. Tomo el sol, riego los geranios. Paseo y pienso. Desde que murió el marido de Gerri, me he sentido responsable de ella, aunque no tenga modo de ponerme en contacto con ella si no vuelve a llamar. La imagino conduciendo por la autostrada bajo el sol achicharrante, aunque se sienta demasiado débil para conducir. Seguro que ha alquilado un coche barato sin aire acondicionado. Aunque estuviera enferma, nadie la convencería de que alquilara una limusina con conductor; Gerri presume de su autosuficiencia. El coche que ha alquilado seguro que tiene los frenos defectuosos y el cambio de velocidades en el salpicadero.

Y luego alzo la vista hacia las colinas de Toscana con sus oscuros cipressi y se apodera de mí una sensación de paz.

Y respiro profundamente y me pongo a tomar notas en el cuaderno de todo lo que recuerdo de mis años de amistad con Gerri.

Nos consideramos una a otra grandes amigas. Es como si tuviéramos doce años, pero extrañamente no los tenemos. Compartimos las enfermedades, los bultos en el pecho, los miedos neuróticos sobre los hijos; los miedos auténticos sobre los hijos. Nos contamos secretos tremendos sobre nuestros maridos, ex maridos, maridos muertos. Sabemos el tamaño de su polla y cuánto dinero ganan y si son/eran divertidos o aburridos en la cama y si roncan/roncaban, van/iban de putas, y si nos recuerdan/recordaban a nuestros abuelos, padres, tíos o hermanos que llevan largo tiempo muertos/todavía están vivos.

Yo no tengo hermanos. Ella tuvo dos. Uno, divertido y guapo, murió de sida. Y la eligieron a ella para que le ayudara a morir. Su hermano mayor todavía vive. Gerri es la hija mediana, como yo.

Pero yo tuve dos hermanas que muchas veces me envidiaban, y ella siempre fue mi hermana preferida, que sabía que yo también tenía problemas. Había con todo cierta rivalidad, pero raramente salía a relucir. No es que nos gritáramos y peleáramos y nos dijéramos cosas terribles una a la otra. En diecisiete años, se llegan a decir cosas espantosas. Pero la otra siempre surge detrás de los gritos. No soy capaz de decir cómo sabemos eso. No siempre lo puedo hacer con mis hermanas de verdad. Aunque últimamente, empujadas por nuestro sentido de la mortalidad propio de la edad madura, estamos tendiendo puentes nuevos unas hacia otras.

Gerri y yo nos conocimos un domingo por la tarde de los años setenta. Yo llevaba un traje de baño color marfil hecho de ganchillo, con más agujeros que mallas, y ella llevaba un traje de baño de competición, probablemente Speedo. (Es aficionada a los deportes, y yo no. Es incapaz de creer que la mire con expresión de desconocimiento cuando menciona a jugadores famosos. Toda su familia es muy aficionada a los deportes. Cuando no están lanzando pelotas o viendo lanzar pelotas a otras personas, realizan inversiones: un mundo que me desconcierta tanto como los deportes.)

Cuando conocí a Gerri, las primeras cosas en las que me fijé fueron sus enormes ojos brillantes verdigrises, su rizado pelo castaño rojizo que le rodeaba la cara como un halo de cobre, sus pómulos altos, su gran boca que parecía una apetecible ciruela.

En muchas cosas éramos opuestas. Ella tenía tres hijos, y yo entonces no tenía ninguno. Gerri siempre había querido ser madre y quedó muy sorprendida cuando la maternidad dejó de ser una ocupación a tiempo completo. Yo nunca había querido ser madre, pero creí que era estupendo, como ella decía. Tenía facilidad de palabra y era lista, pero no sentía la necesidad de poner las cosas por escrito. Era una atleta y yo una persona sedentaria. Casi no podía creer que fuera judía. Esquiaba como una blanca, anglosajona y protestante.

Muy pronto descubrimos que casi teníamos la misma edad, que las dos habíamos seguido los mismos cursos de verano en Florencia, que a las dos nos encantaba Italia, los chistes verdes y tomar vodka con zumo de naranja las noches de verano junto a la piscina. Nadábamos en piscinas de vodka como el nadador de John Cheever. Vivíamos en la misma calle de Connecticut (donde yo pasaba todo el tiempo en aquella época). Por entonces, ella sólo iba a Connecticut los fines de semana.

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