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Yo vivía con Jon y nuestra relación iba por entonces maravillosamente. Todavía no hablábamos de casarnos. Escribíamos el día entero en casa, hacíamos yoga, y nos ocupábamos de nuestros dos perros y uno del otro. Gerri estaba casada con David, un fortachón atractivo con unos músculos como el David de Miguel Ángel, ojos verdes (uno de ellos estrábico), y tenía tres hijos fabulosos: una chica atlética (y poética) que se llamaba Jen, y dos divertidos chicos que se llamaban Andy y Bob. Eran los chicos mejores que había conocido nunca: revoltosos, encantadores, listos.

Nos adoptamos una a la otra de inmediato.

Como consideraba que mi amiga era una especialista en maternidad, le pregunté si debería tener un hijo. (Por supuesto que ya conocía la respuesta. En caso contrario, nunca pedimos consejo.)

Ella dijo sin dudar:

– Nunca lo lamentarás.

De modo que fue la madrina de Molly signifique eso lo que signifique. (Creo que significa que es alguien en quien se puede confiar.)

Cuando yo estaba embarazada de Molly, al verano siguiente, Gerri me ayudó a hacer que mi embarazo fuera una prolongada celebración. Recuerdo días junto a la piscina, con nuestras familias alrededor, y noches en mi jacuzzi, cuando los cuatro lanzábamos miradas de reojo a los cuerpos desnudos de los otros y decidíamos que nuestra amistad era más importante.

Cuando nació Molly, Gerri y yo nos sentimos todavía más unidas. Entendí lo que le había pasado en lo que ella consideraba que eran los mejores días de su vida. Por entonces yo sentía terror por tener que cuidar a una recién nacida. Trataba de imaginar que yo era Gerri, pero no lo era. No siempre podía ofrecer esa gran concentración que exigen los niños, pero por lo menos tenía un modelo de alguien que sí lo había hecho.

Mi propia mente estaba crónicamente dividida. Cuando le cantaba a mi niña, oía los cantos de sirena de mi libro. Cuando estaba enfrascada en mi libro, echaba de menos a mi hija.

Desde el comienzo, Gerri y yo respetamos los talentos que nos gustaban de la otra. A ella le gustaban los libros y le hubiera gustado hacerlos. Yo le leía capítulos de Fanny y ella me animaba a seguir. Más tarde, invirtió el dinero que me proporcionó para realizar la versión musical. Siempre que mi obra estaba en peligro, Gerri estaba allí para salvarla.

Me gustaban los niños y adopté a los suyos.

Me divorcié; ella nunca lo hizo. Cumplió cincuenta años la primera. Perdió a un hermano primero, a su padre primero. Me atendió durante el divorcio. Yo la atendía durante sus aflicciones, llorando con ella durante años, después de que sus demás amigas creyeran que ya no lloraba.

Pasé temporadas terribles con algunos hombres y ella siempre estaba allí. Después de la muerte de su marido, era la única persona, aparte de Molly y Ken, que podía interrumpirme cuando estaba escribiendo.

Gerri sentía que la muerte la acechaba. Yo sentía que me acechaban los problemas y la soledad. A veces la soledad, al menos en parte, era cuestión mía, pero no podía decir lo mismo de la suya. Yo necesitaba la soledad tanto como ella la aborrecía y temía. A veces yo me libraba de los hombres para poder escribir. Pero ella se aferró a su matrimonio, haciendo que fuera bien aunque tenía muchas posibilidades de ir mal.

Compartimos psicoanalista, una elegante madre sustitutoria llena de intuiciones; tenía los pies pequeños y llevaba unos vestidos sueltos como si fuera una pitonisa de Delfos. Era la suma sacerdotisa de la autoestima y del matrimonio. También sentía aversión a decirles adiós a sus pacientes.

Con su cuerpo de Botero y sus pequeñas piernas y pies, su hermosa y serena cara, lloraba cuando le contabas historias tristes sobre tu vida, conocías a un hombre especial, o conseguías algo.

– Estoy tan orgullosa de ti -decía. Era la madre bondadosa que nadie creyó que tendría. Era perfecta en todo pero te dejaba en paz.

¿Quién, en cualquier caso, puede ser por completo la madre que se necesita? Y con tu propio hijo, te encuentras haciendo aquellas cosas terribles que hicieron tus padres. A veces me encuentro gritándole a Molly con la voz de mi madre.

– Pareces la abuela -dice ella-. Eso es maltratar a los niños. Me marcho.

¿De verdad le dije que debería estarme agradecida porque estudia y los niños de Bosnia no pueden ir al colegio? ¿De verdad le dije que Benetton, Gap y Calvin Klein no eran destinos espirituales? ¿De verdad le dije que cuando yo tenía quince años no me dejaron comprar maquillaje? ¿De verdad le dije que era una consentida?

Aparentemente lo decía. La expresión «maltrato a los niños» no existía en mi época. Tampoco «violación por parte de un conocido», «superviviente a un incesto» y «políticamente correcto». ¿Cómo nos las arreglamos con «olvido freudiano», «hacérselo» y «fijación materna»? ¿Cómo me las arreglé para que mi madre dejara de gritarme alguna vez sin la expresión «maltrato a los niños»?

Gerri y yo teníamos unas madres parecidas: otra cosa que nos unía. Las dos eran unas criaturas cariñosas, pero impredecibles, de genio fuerte. Las dos podían desaparecer de repente. Y volver igual de repente. Las dos tuvimos que aprender a vivir con ellas. Como las dos éramos las hijas del medio, tuvimos que encontrar un puesto dentro de la constelación familiar siendo los payasos de la familia. Y ninguna de las dos ha olvidado el papel de «Ridi, Pagliacrlo». Y las dos nos reímos para disimular las penas.

¿Y qué es la risa, en cualquier caso? Un cambio del ángulo de visión. Por eso se quiere a una amiga: por su capacidad para cambiarte el ángulo de visión, hacer que te sientas bien cuando te sientes mal, recordarte que eres fuerte cuando te sientes débil. Y para decir la verdad, pero sin malicia. La sinceridad cariñosa es el secreto de la amistad.

Nuestra amistad empezó durante los largos y verdes veranos de Connecticut y floreció como una planta sana. Yo me consideraba sólo una madre pasable (a pesar del hecho de que gané algo que se llamaba el Premio a la Mejor Madre del Año, que concedía la Federación de Floristas, en 1982). Pero Gerri era una de las grandes madres de todos los tiempos. Me llenaba de asombro el ver cómo le hablaba a un niño pequeño. Al principio yo era tetrapléjica con Molly. Tenía miedo de que la clave del misterio de la maternidad me estuviera negada para siempre. Molly era una bebé robusta, pero yo siempre estaba segura de que se iba a atragantar con un trozo de pan o de que se iba a dar un golpe fatal. Hacia los once meses, volcó su pollera y cayó por una escalera dándose un golpe en la cabeza. Dominada por el pánico, llamé al pediatra.

– ¿Tiene pérdidas de memoria? -preguntó el pediatra.

Olvidando que Molly tenía menos de un año, me dispuse a hacerle preguntas. ¿Recordaba el trauma de nacimiento o padecía muerte cerebral? Lloraba más. Luego se animó y empezó a reír.

– ¿Cómo me puedo enterar de si tiene pérdidas de memoria? -pregunté al médico.

– Haciendo que cuente al revés.

– No sabe contar ni al derecho.

– Oh, ¿de quién se trata?

– De Molly… Molly-Jong-Fast.

– Ah, sí, la pelirroja. Estoy seguro de que se encuentra perfectamente.

¿Cómo podía yo ser madre y escribir? Siempre estaba segura de que no podría. En el mismo momento en que dejara de mirar a la niña, ésta moriría. Y en el mismo momento en que dejara de mirar el libro, éste moriría. Viví de ese modo la primera década de la vida de mi hija, tanto casada como divorciada. Siempre estaba segura de que me castigarían por escribir y no cuidar bien de mí hija. Cuando Jon inició su enloquecida demanda por la custodia de la niña, me dominó el pánico.

Veo la misma fantasía sobre lo que se recibe a cambio en muchas novelas de mujeres. Normalmente tiene que ver con el sexo. En Agosto es un mes maligno, la heroína de Edna O'Brien va al sur de Francia a pasar sus primeras vacaciones en años y de pronto su hijo muere. El hijo está de vacaciones con su padre, pero en las fantasías femeninas la responsabilidad es sólo de la madre. En La buena madre, de Sue Miller, emerge un arquetipo parecido. La heroína busca el placer y en consecuencia pierde a su hija. El mito está hundido profundamente en nuestras psiques. No podemos llamarlo simplemente paranoico porque somos la generación para la que muchas veces resulta verdad. Nos castigaron por nuestra independencia y éxito con demandas por la custodia de los hijos.

Medio creía que cosas normales -como diagnosticarle la temperatura a un bebé- me superaban. Sólo me habían puesto en la tierra para escribir, no para vivir, pensaba yo. El mayor regalo que me hizo Gerri fue darme el valor de plantarle cara a la vida.

Gerri se crió en New Jersey, después de todo, de modo que sabía cosas que una niña que se había criado en Manhattan nunca llegaría a saber, como conducir un coche a los dieciséis años, comprar al por mayor, y ser una madre de verdad.

– Escribir es fácil comparado con cuidar a un niño el día entero -le decía yo a Gerri, quien no pensaba lo mismo.

Poco después de conocernos, ella alquiló un pequeño despacho e iba allí todos los días con la esperanza de hacerse escritora. Yo quedé embarazada de Molly. Era el tributo de una a la otra.

Gerri nunca se convirtió en mi competidora, ni yo en la suya. Fui una madre aficionada con una sola hija, que nunca dejó de escribir un mes entero por culpa de ella. Y ya era un poco tarde para tener tres hijos. Para mí, entonces, Gerri era una carretera que yo no había tomado; era la madre tierra lo mismo que lo era mi hermana mayor. Era la prueba de que muchas mujeres divertidas, cultas, inteligentes, pueden elegir el centrar su vida en la maternidad.

Su vida equilibraba la mía. De ella aprendí que el feminismo tenía que incluir a mujeres como ella. De ella aprendí que sólo porque una mujer elija ser ama de casa, eso no significa que quiera que en el Congreso sólo haya hombres, o sólo haya hombres en el Tribunal Supremo. Mi abuela me lo podría haber enseñado, pero mi abuelo no me había enseñado a prestarle atención.

A mediados de los años setenta, cuando Gerri y yo nos hicimos amigas, el movimiento de las mujeres se encontraba en plena crisis con respecto a eso. El impetuoso entusiasmo de finales de los sesenta y primeros setenta se había esfumado de modo inevitable y había llegado el momento de que el movimiento incluyera a la mujer media con hijos, en lugar de rechazarla. El fracaso de Betty Friedan y Gloria Steinem para establecer una alianza era un síntoma del problema. Las mujeres que habían desechado la vida familiar despreciaban a las mujeres que habían abrazado la vida familiar. El impulso por tener hijos es tan fuerte que sólo se renuncia a él con grandes esfuerzos.

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