Литмир - Электронная Библиотека

Mi mejor amiga se dio cuenta de todo esto mucho antes que yo.

– ¿Cómo me voy a identificar con un movimiento que dice que no tengo que tener hijos o que tengo que ser lesbiana para ser feminista?

– Estás exagerando el problema -le contestaba yo-. También formas parte de sus miembros posibles.

Pero ella se sentía excluida. Y lo mismo les pasaba a muchas mujeres. Me las encontraba en todas partes: unas feministas apasionadas que querían a los hombres y a sus hijos. Hasta que reconociéramos abiertamente los errores que había cometido el feminismo antes de la Década de la Flagelación, no conseguiríamos impedir que la flagelación se produjera otra vez.

En cuanto mujeres, todavía necesitamos práctica para establecer alianzas con otras mujeres. Todavía tendemos a ver a las demás mujeres como competidoras que se deben eliminar. Todavía actuamos como en Eva al desnudo. Las mujeres más jóvenes maquinan para reemplazar a las mayores; las mujeres mayores encuentran difícil elogiar a las más jóvenes. A los hombres les ayudan a tener éxito mentores masculinos, mientras que nosotras nos dedicamos a rebajar a las miembros de nuestro propio sexo. Ni siquiera nos permitimos admitir este sabotaje porque oficialmente no existe. Y cuanto más silencio guardamos con respecto a él, más prolonga su acción sobre nosotras.

La muerte de David. ¿Cómo me enteré de la muerte de David?

Fue en marzo, ese mes gris y húmedo con el que llega mi cumpleaños, semana santa, pascua. Normalmente en marzo, cuando los días se alargan y son más luminosos y se acerca mi cumpleaños, me siento renacer. Pero ese marzo concreto iba a tener un cielo invernal que no se iba. A mediados de mes, hablaba por teléfono con mi viejo amigo Arvin Brown, discutiendo el reparto para una representación del musical sobre mi Fanny Hackabout, cuando de repente sonó otra llamada.

– ¿Puedes esperar un momento? -preguntó Arvin.

– Claro -luego esperé durante lo que pareció mucho tiempo.

Volvió la voz de Arvin, completamente cambiada.

– Acabo de enterarme de una cosa terrible -dijo, con un tono grave, vacilante-, y ni siquiera sé si es verdad.

– ¿Qué?

– David se ha matado.

– ¿Cómo? ¿Dónde? -pregunté yo.

– Es lo único que sé -dijo Arvin.

Le dije que le volvería a llamar y llamé a Gerri a Colorado.

– ¿Qué ha pasado?

– David ha muerto -dijo, como desde un punto del cielo donde los teléfonos callan.

– David estaba…, cuando un alud… Dios santo… -dijo. Había una fatalidad en su voz, como si siempre hubiera esperado que pasase esto.

– ¡Dios santo! -exclamó Arvin cuando le volví a llamar-. ¡Dios santo! -dijo otra vez, como esperando que le dijeran que no era verdad.

Arvin era el mejor amigo de David y sabiéndolo, unos conocidos que tenían a otro amigo en la misma estación de esquí, le habían llamado para darle la terrible noticia. La noticia cruzaba el país por medio de la fibra óptica.

Una tragedia se difunde entre un grupo de amigos como un veneno echado en el depósito de agua. En cierto modo, todo el mundo lo sabe. El depósito está envenenado. Las llamadas llegan desde todas partes, primero informando, luego verificando la información, luego compartiendo el dolor. Todos tiemblan con el viento de la mortalidad. Es el momento del gran escalofrío. El hermoso David está muerto.

Todos teníamos más o menos la misma edad que David. Nunca creíamos que viviríamos más que él. David era sólido como una roca, decidido, con un cuerpo perfecto. David debería de habernos enterrado a todos. Ahora ya no tenía ni cuerpo.

Era desconcertante, increíble. El hecho no se abría paso del todo en la mente de nadie.

Día a día, el rompecabezas empezó a encajar. Pero seguía estando más allá de nuestra comprensión. Las casualidades se iban ensartando.

David realizó un último descenso por la ladera de nieve virgen. Estaba demasiado cansado para cargar con la mochila, de modo que se la pasó a otro esquiador, que seguía vivo. El suelo vibró, pero no se oyó nada. El guía gritó: ¡Desprendimiento! , pero los primeros esquiadores no advirtieron la nieve que bajaba a ciento cincuenta kilómetros por hora con el peso del cemento sin secar.

De algún modo, el guía se las arregló para evitar la avalancha, pero a David le alcanzó el impacto de la nieve, que le aplastó contra un árbol. Quedó boca abajo, enredado entre las ramas, con su transmisor emitiendo una señal débil. Murieron nueve personas. David fue el único que no quedó decapitado o mutilado. A los cuerpos de la mayoría de las víctimas sólo pudieron volver a reunirlos gracias a la ropa de esquiar que llevaban puesta.

Lo que una vez fue David, volvió a casa, o al menos a la funeraria de Frank E. Campbell. El mensaje era: La carne es una ilusión. Lo único real es el espíritu.

– Fue muy cruel -dijo mi destrozada amiga-. El guía sabía avanzar en la nieve, pero los clientes no sabían. Su cara parecía decir ¡Mierda! Tenía la espalda rota, la caja torácica aplastada, la aorta reventada. Al tocarle el pecho parecía blando, su pecho fuerte y hermoso. Debe de haber muerto al chocar. Ni siquiera se enteró de lo que le arrastraba -solloza en mis brazos como si todas las lágrimas del mundo fueran suyas. Y lo son.

– Por lo menos murió instantáneamente -digo yo, notando que era jodidamente inútil decirlo-. No sufrió.

– Lo sabía -dice ella-. Lo sabía.

El funeral tiene lugar en el sitio donde enterramos a su hermano menor y a su padre.

Andábamos como sonámbulas.

Me ocupo de la poesía y de la ropa interior para esta triste ocasión. Mando a Jenny que se compre un sostén negro. No tiene ninguno, porque es casi una niña.

– Echo de menos a mi padre -dice, afligida.

Discutimos sobre lo que vamos a llevar puesto en el funeral y luego yo vuelvo a casa. Me encierro en mi cuarto de trabajo de Nueva York, desenchufo el teléfono, y trato de conseguir que mis anárquicos sentimientos se condensen en un poema.

El color de la nieve

Para David Karetsky

(14 de abril de 1940 – 12 de marzo de 1991)

Muerto en una avalancha

Al dejar los esquís
en la blanca nieve,
cantaba el viento,
la ventisca del tiempo
cruzaba ante tus ojos,
es un poco
como que esté nevando
en la casa de Connecticut
un día en que el mundo
desaparece
y sólo el perro blanco
te sigue afuera
bajo la alargada sombra azul
de la montaña.
Estamos allí a medio camino,
prefiriendo no
pensar en ello.
Rajaste la montaña
primero,
en un resplandor luminoso,
que nos recuerda
que nos aferremos a nuestra vida,
para vivir con el viento
silbando en los oídos,
y la luz deslumbrante
en las puntas de los esquís
y las personas que queremos
esperando en el albergue de abajo
garabateando versos
en papel del color
de la nieve,
que saben que no
hay nada que aferrar
sino sólo el viento que canta
y estas líneas de lux
brillando
en la nieve reciente.

Al final del acto en la funeraria Frank E. Campbell, después de que hablaran los chicos y Gerri y otros miembros de la familia, yo leí ese poema; «el poema de David», lo llamo yo para mí misma. La multitud llegaba hasta la calle. Los encargados de la funeraria no tenían suficientes sillas preparadas. Hasta los famosos -a veces los famosos en especial- cuentan con pocos que asistan a su funeral que no sean curiosos. Cuando su momento de éxito ha pasado, no acude nadie, ni siquiera un amigo. Pero David tenía amigos que ninguno de nosotros conocíamos. Había chicos a los que había dado clase, adultos a los que ayudó, amigos de hacía mucho tiempo, compañeros de la universidad y conocidos de muchos años atrás. Aparecieron todos para decir por qué estaban allí.

Mi amiga dijo unas hermosas palabras que ninguno de nosotros recuerda. Ella y sus hijos se mantuvieron con los brazos echados por encima de los hombros, balanceándose levemente. Todo el mundo trataba de encontrar algo de humor en la profunda oscuridad, pero todos sabíamos que nosotros seríamos los siguientes.

Fue esta muerte la que me hizo tomar conciencia de que yo era mortal.

Sabía que David se había querido llevar a sus hijos a su última excursión y que Gerri se lo había impedido. Sabía que también había querido que fuera ella y que Gerri se negó. Ya había estado allí anteriormente, y notó la muerte en el aire. Lo único que puedo pensar es que David no quería envejecer. Un ciego presentimiento había detenido a Gerri y ahora ella conocía la culpabilidad de estar sola.

Sólo he visto la parte externa del dolor, de modo que resulta difícil imitar el dolor con palabras. Me fijé en la resistencia de Gerri a dejarle ir; como si dejarle ir le matara para siempre, como si ella fuera la guardiana sagrada de su recuerdo y si dejaba de centrarse en él durante un solo segundo, se escaparía.

Emily Bronté sabía de esto. Nos llega a todos con el dolor. Queremos olvidar para seguir viviendo, pero tenemos miedo de que el olvido haga que el muerto muera otra vez. Y esta muerte será la definitiva.

Fría la tierra, y la profunda nieve apilada sobre ti,
Lejos, removida muy lejos, fría, ¡en la aterradora tumba!
¿He olvidado, mi único amor, el amarte,
Separados al fin por la oleada que lo separa todo del Tiempo?
71
{"b":"94186","o":1}