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Es un hermoso día cálido de mediados de septiembre, como un año después de haber entrevistado a mi padre. Estamos en mi casa de Connecticut. Mi madre ha estado hablando delante de un magnetófono animada por mí. Involuntariamente había contado un secreto sobre su enemistad con Kitty.

– De modo que todos le debemos mucho -digo-. Sin ella, no estaríamos aquí.

– Eso parece -dice mi madre, sin querer decir eso.

Hay otra antigua disputa entre nosotras: a ella le duele mi idealización de mi abuelo, considerando que en cierto modo yo recibí las mejores cosas de él y ella nunca resolvió sus problemas con él. Quiere que piense de él lo que ella piensa.

– Pero para mí fue diferente -protesto-. ¿No puedo tener mi propio punto de vista sobre él?

Al parecer, no. Incluso a los cincuenta años, entrevistando a mi madre, esperando que sea objetiva para una autobiografía, le cabrea que tenga mi propio punto de vista. Su punto de vista es el único correcto.

– ¿Por qué te quedaste con ellos si te molestaba tanto? -pregunto.

– Era lo que menos costaba -dice mi madre-. Al final nos marchamos. Y nunca les dejamos que vinieran a vivir con nosotros.

Hay el olor de la sangre antigua en esta enemistad y noto que nunca llegaré al fondo de ella. Mis abuelos están muertos, pero la enemistad sigue viva. Ha minado toda nuestra energía durante años y continúa recordándose en los nombres que usamos entre nosotros. Yo también llamo a mis abuelos «Mamá» y «Papá»; y a mis padres, «Eda» y «Seymour». En la edad adulta he intentado llamar a mis padres «Madre» y «Padre», pero parece una especie de excrecencia; en cierto modo, contra natura. Mis abuelos todavía controlan el gallinero, y eso que han muerto hace mucho.

Mi padre se puso nervioso cuando mi madre y yo nos sentamos juntas delante del magnetófono. Se ha sentido excluido. Ahora pasea, con una tarjeta en la mano en la que ha escrito una frase algo larga. Nos la lee en voz alta a mi madre y a mí, como si fuera un poema:

He llegado a ser quien soy,
viejo, abandonado, irreal para mí mismo,
una víctima del azar absolutamente
incomprensible de la vida,
y del atroz paso del tiempo.
¿Por qué soy yo, y no soy otro?
Joven, en absoluto viejo o nonato…
Más que el resultado
del azar coincidente,
hecho carne, y depositado en
un mundo duro
para que florezca, macho y cerca de la muerte.

– ¿Sabéis de quién es esto? -pregunta.

Y antes de que ninguna de las dos pueda contestar, añade:

– De Gore Vidal. Un gran escritor. De su libro 1876.

– También él lo ha pasado mal con los críticos -digo, esperando reconfortar a mi padre.

– Que les den por el culo -dice mi padre, valientemente-. Tú te impusiste una vez; volverás a hacerlo.

– Casi moriste -dice mi madre- al nacer -luego hace una pausa y añade gravemente-: Pero yo no dejé morir a ninguna de mis hijas.

Ha sido un día extraordinariamente agradable. Mi madre ha pintado en la terraza, ha pintado una acuarela con un cubo rebosante de tulipanes. Ken ha preparado el almuerzo para todos y nos hemos sentido cómodos unos en compañía de los otros de un modo que habría sido imposible antes de haberme casado con él. Con todo, continúan las diferencias. La verdad es que no puedo imaginar las limitaciones de la vida de mi madre o de mi abuela, ni puedo responder a la desconcertante pregunta de por qué yo he sido mucho más libre que mi madre y mi abuela. Sé que hay algo en los esfuerzos de las hijas frente a las limitaciones maternas que nos empuja a encontrar lo que somos. Veo a mi propia hija echándome abajo, desconstruyéndome. Tiene que hacerlo para librarse de mí. Se burla de mis distracciones, mi tendencia a la preocupación, mis fechas límite perennes. Hace burla de mis matrimonios, mis amigos, mi innoble reputación de escritora de pornografía. Tiene que hacer estas cosas para imponer su identidad frente a la mía. Es el modo en que se hace mayor. Yo soy el suelo del que crece. Tiene que derribarme para construir el edificio de sí misma. Para ella, yo soy un solar.

¿Es libertad el amor, o es una esclavitud?

Era el asunto del que nos ocupábamos Ken y yo siempre que discutíamos si nos íbamos a casar. Y es el asunto principal, ¿no? «Amor contra Libertad» -escribí en alguna de las notas de estas memorias-: «¿cómo suprimir el contra?»

– Si nos sabemos querer uno al otro, será libertad -solía decir Ken-. ¡Qué libertad saber que vuelves a casa por la noche! ¡Qué libertad no tener que precuparse de los fundamentos de nuestra vida! ¡Qué libertad saber que alguien te quiere por lo que eres!

Al principio, yo me oponía a esto, pensando qué propio de hombre es. Para mí, el matrimonio siempre ha significado esclavitud y sumisión, de la que nunca podía esperar escape. Un hombre podía sentirse enraizado en el mismo matrimonio que una mujer experimentaba como trampa.

Pero esta vez juré que sería diferente. Nuestras reglas básicas eran diferentes. Me casé decidida a no ser esa cosa horrible: una esposa. Insistí en la igualdad, sabiendo que en caso contrario la cosa no funcionaría en absoluto.

Sin embargo, ya al comienzo de nuestro matrimonio -y a pesar de todo lo que me había prometido a mí misma-, me encontré desempeñando el papel de esposa: centrada en la renovación del apartamento, haciendo cosas domésticas tontas en lugar de escribir, utilizando el papel de esposa como alternativa a mi trabajo: mi trabajo, que siempre me había producido tantos conflictos y del que parte de mí misma ansiaba escapar. Podía echarle a Ken la culpa de esto, pero no era culpa de Ken. Más bien era el esposatropismo mío. Aunque tenía cuarenta y siete años, estaba en posesión de todo mi poder, mi propia identidad, algo mío quería escapar del combate y reducirme a ser una esposa. Parecía muy cómodo, muy seguro. Estaba muy cansada de luchar. Pasaba los días durmiendo y de compras. No quería continuar la guerra.

Muchas mujeres combativas han relatado este periodo: el deseo de rendirse y ocultarse, el deseo de dejar que guiara el hombre. Hasta que encerrara a ese dragón concreto en su cueva, ¿cómo pretendía hablar por las otras mujeres?

Me he preguntado una y otra vez cómo es posible que la revolución de la mujer haya empezado y se haya detenido tantas veces en la historia, empezando con la brusquedad de un terremoto y muchas veces apagándose con la misma rapidez. Las mujeres derraman mares de tinta, cambian algunas leyes, cambian algunas expectativas, y luego ceden y de nuevo se convierten en sus abuelas. ¿Cuál es la dialéctica que las dirige? ¿Cuál es la culpabilidad que las lleva a sabotear sus propios logros? O a lo mejor no es culpabilidad. Puede que sea, como dice Margaret Mead en Blackberry Winter, que: «El bebé sonríe demasiado». O puede que sea el desgaste emocional por tener que luchar todos los días.

La batalla por los derechos de la mujer todavía no ha sido ganada. Las mujeres no pueden ver lo astutas que son las trampas patriarcales hasta que maduran un poco. Las feministas más jóvenes, como Naomi Wolf, han subestimado lo arraigada que está la fuerza patriarcal y lo muy a menudo que las mujeres le rinden sus propias almas. Ni siquiera consideran todavía el arco completo de la vida de una mujer. Nos rendimos a la condición de esposas porque estamos acostumbradas a tener a alguien a quien echarle la culpa y estamos muy poco acostumbradas a la libertad. Preferimos el autocastigo a imponernos a nuestros miedos. Preferimos nuestra ira a nuestra libertad.

Si las mujeres fueran completamente conscientes de la parte de sí mismas que le entrega el poder a los hombres, el pronóstico de la victoria resultaría cierto. Pero estamos lejos de tener conocimiento de nosotras mismas. Y nos alejamos cada vez más y más cuando nos retiramos del modelo del yo del psicoanálisis. Mientras infravaloremos la importancia de las motivaciones inconscientes, la existencia del propio inconsciente, no podremos desarraigar a la esclava que hay en nosotras. La libertad resulta difícil de querer. La libertad elimina todas las excusas.

Si esto fuera consciente, todo sería fácil, y fácil de cambiar. Pero está profundamente enraizado. Habitualmente no nos damos cuenta de que sobrevaloramos al hombre e infravaloramos a la mujer. Habitualmente no nos damos cuenta de que nos enfrentamos entre nosotras mismas. No nos damos cuenta de que aceptamos interiormente que Papá tiene razón y Mamá está equivocada.

Cada uno de los libros que he escrito ha sido escrito sobre el cadáver ensangrentado de mi abuela. Cada uno de los libros ha sido escrito con culpabilidad, gracias al empuje del dolor. Cada uno de los libros ha sido un recién nacido que no tuve que cuidar, diez mil comidas que no tuve que preparar, diez mil camas que no tuve que hacer. Quisiera, por encima de todo, ser completa, no estar dividida (esto, de hecho, es de lo que trata toda mi obra), pero en cierto modo sigo dividida. Lo mismo que una persona que una vez cometió un delito horrible que quedó sin castigo, siempre espero que caiga el hacha. En esto, sospecho, no soy diferente a las demás mujeres.

Mi abuela murió en 1969. Diez años después escribí este poema, intentando expresar parte de los sentimientos que su ejemplo me provocó:

Bastante mujer
Porque las horas de mi abuela
fueron tartas de manzanas en el horno,
y motas de polvo acumulándose,
y sábanas poniéndose amarillas
y costuras y dobladillos
descosiéndose inevitablemente,
yo casi nunca me ocupé de una casa,
aunque la verdad es que me gustan las casas
y quisiera tener que hacerle la limpieza a una.
Porque los minutos de mi madre
fueron chupados con el zumbido
de la aspiradora,
porque bailaba el vals con la lavadora
y se arrancaba el pelo esperando a que la repararan,
yo mando la ropa a la lavandería
y vivo en una casa con polvo,
aunque la verdad es que me gustan las casas limpias
tanto como a cualquiera.
Soy bastante mujer
para que me encante amasar el pan
tanto como el tacto
de las teclas de la máquina de escribir
en contacto con mis dedos,
elásticos, resistentes.
Y el olor de la ropa recién lavada
y el de la sopa que hierve
me resultan casi tan queridos
como el olor a papel y tinta.
Me gustaria que no hubiera elección;
me gustaría poder ser dos mujeres.
Me gustaría que los días fueran más largos.
Pero son cortos.
Conque escribo
mientras se apila el polvo.
Estoy sentada a mi máquina de escribir
recordando a mi abuela
y a todas mis madres,
y los minutos que perdieron
queriendo a las casas más que a sí mismas;
y el hombre al que quiero limpia la cocina
gruñendo, sólo un poco,
porque sabe
que después de todos estos siglos
es más fácil para él
que para mí.
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