Ahora, décadas después, estos sentimientos son incluso más intensos.
¿Dónde deja esto a la mujer que crea? En un dilema, como de costumbre. Mi abuela está sentada en mi hombro y trato de silenciarla. Me recuerda mis deberes: la entrevista en el colegio, la compra, la creación de un nido, el cuidado de la esfera privada. Pero yo necesito trabajar y decirle que no a mi hija. Mi marido también tiene que cocinar y ganarse la vida. También tiene que hacer la limpieza. ¿Hay una libertad andrógina más allá de hombre y mujer? Tanto unos como las otras la necesitan.
Un recuerdo de la niñez se abre paso entre las sinapsis. Estoy tumbada en la cama enorme entre mis padres. Puede que tenga cuatro o cinco años. He despertado de una pesadilla, y mi padre me ha llevado a su cama y colocado entre él mismo y mi madre.
Una bendición. Un anticipo del cielo. Un recuerdo del océano amniótico: el calor del cuerpo de mi madre por un lado y el de mi padre por el otro. (Los freudianos dirían que soy feliz por separarlos, y puede que tengan razón, pero dejemos a un lado esa cuestión, de momento.) Basta decir que estoy contenta por encontrarme en la caverna primordial, bañada por los rayos del paraíso.
Atrás, atrás en el tiempo. Estoy tumbada boca arriba y el techo parece un calidoscopio de guisantes y zanahorias en cuadraditos -comida del jardín de infancia-, reconfortante y cálido. Se mezcla el aliento de mis padres y el mío. Feromonas familiares de las que nacemos. Por el momento, no hay otro mundo que éste, nada de hermanas, ni profesores, ni coches, ni calles. El Edén está aquí entre mis padres dormidos y no hay destierro a la vista. Me esfuerzo por seguir despierta saboreando el momento au paradiso que asoma por el purgatorio de todos los días, el inferno del colegio y las hermanas, las guerras competitivas en el cuarto de los juegos, y la crueldad de los demás niños.
Ahí es donde empezamos todos: en el paradiso de la infancia. Y ése es el lugar que la poesía busca devolvernos. Los polos de nuestra existencia: amor y muerte: la cama de los padres y la tumba. Nuestro paso es de una a otra.
Mi abuela, que está subida a mis hombros, está decepcionada. Ella no quiere que escriba esas cosas. Ella cree que el camino de la sabiduría en la vida de una mujer es mantenerse callada sobre todas las verdades que sabe. Es peligroso, ha aprendido, hacer gala de un conocimiento íntimo. La mujer lista sonríe y calla la boca. Mi problema es que los libros no se escriben de ese modo. En especial los libros que contienen unas migajas de verdad.
De modo que volvemos, inevitablemente, al problema de las mujeres que escriben la verdad. Debemos escribir la verdad con objeto de dar validez a nuestros sentimientos, nuestras vidas, pero sólo muy recientemente hemos conseguido esos derechos. Y sólo provisionalmente. Los dictadores queman libros porque saben que los libros ayudan a que la gente reclame sus sentimientos, y la gente que reclama sus sentimientos es más difícil de aplastar.
La sociedad patriarcal ha puesto tradicionalmente una mordaza a la expresión pública de los sentimientos de las mujeres porque el silencio empuja a la obediencia. Mi abuela cree que me quiere proteger. Ella no quiere ver cómo me lapidan en la plaza pública. No quiere que me pongan en la picota por culpa de mis palabras. Quiere que yo esté a salvo para que pueda salvar a la próxima generación. Tiene el interés de una matriarca por mantener viva a nuestra familia.
Cállate, Mamá, el mundo ha cambiado. Estamos reclamando nuestra propia voz. No sólo hablaremos por nosotras mismas, también hablaremos por ti. Y nuestras hijas, esperamos, nunca tendrán que matar a sus abuelas.
Hago una incursión a la cocina para preparar unos sandwiches de mantequilla, compota de manzana y azúcar glasé mientras mi hermana mayor queda vigilando (y atendiendo a la niña).
– ¿Qué estás haciendo? -pregunta mi abuela.
– Oh, nada -digo yo, poniéndome a cubierto con los sandwiches.
– ¡Niñas! -grita mi abuela-. ¡Niñas!
Hacemos como que no oímos.
– ¡Niñas! -grita ella-. ¿A qué estáis jugando?
– Oh, a nada -decimos, comiendo nuestros sandwiches dentro del armario, escondiéndonos de unos nazis imaginarios.
No podemos decir que estamos jugando a amor y muerte. Ni siquiera sabemos pronunciar las palabras. Pero jugamos para salvar nuestra vida, para tener tiempo, y jugamos como un modo de aprender a vivir.
Mi hermana mayor, que inició este juego, ha nacido en 1937. El mundo estaba al borde de la guerra cuando salió a él por primera vez, y asimiló la amenaza de peligro con la leche de nuestra madre. Yo la seguí, como hacen las segundas hijas. Los detalles me obsesionaban: la pequeña estaba en el coche de la muñecas; mi misión era ir a la cocina a robar los sandwiches; mi loco regreso corriendo por el pasillo a través de bosques imaginarios, llenos de nazis imaginarios, con ametralladoras apuntando; mi sensación de la propia importancia como superviviente, abastecedora de alimentos.
«En los sueños comienza la responsabilidad», dice el poeta Yeats, asegurando que cita textos antiguos. En los juegos comienzan las cuestiones serias de nuestra vida. Aún mensajera, aún abastecedora de alimentos, estoy escondida en la aromática cueva del armario de la ropa blanca para escribir, luego corro afuera a conseguir el sustento del mundo, luego corro de vuelta a dar de comer a la niña y alimentarme a mí misma.
La niña pequeña a la que doy de comer a veces es mi hija, a veces yo misma, a veces mis libros. Pero el modelo de supervivencia frenética está claro. Alterno entre periodos de calma y periodos de máxima tensión. La II Guerra Mundial me llena la cabeza.
Trato de imaginar la vida de mi abuela comparada con la mía. Nacida hacia 1880 en Rusia, criada en Odessa, fue a Inglaterra a los diez años y pico, crió a dos niñas pequeñas en Nueva York, después de sobrevivir a pogromos, agitaciones prerrevolucionarias, la epidemia de gripe, la tuberculosis, la I Guerra Mundial, el exilio, la emigración, dos nuevos idiomas, dos nuevos países. Y yo, la segunda hija de una segunda hija de una segunda hija, llevo su peso en mi alma.
Me aferró a él. Adopto el valor y la tenacidad que ella me pasó. Pero he ganado el derecho a hablar de ello, un derecho con el que ella nunca soñó.
¿Adonde van todos los recuerdos?
Ahora que mi madre sabe que estoy escribiendo una autobiografía, me trae notas escritas en pequeños Post-it amarillos. La última nota dice: «DeeDee, Graciosa y Fabuloso.»
– Sólo tengo unos recuerdos vagos -le digo a mi madre-. ¿Quiénes eran?
– Oh…, eran amigos imaginarios tuyos -dice ella-. Solías charlar con ellos durante horas. Nunca ibas a ninguna parte sin DeeDee, Graciosa y Fabuloso.
Estoy parada en mitad de un cementerio. Todos los días muere otra persona más joven que yo. Todos los días las necrológicas hablan de alguien de la universidad o el instituto o el campamento que murió a los cuarenta y siete años o a los cuarenta y ocho o a los cuarenta, nueve o a los cincuenta. A veces veo a compañeros míos de clase en la tele y parecen viejos. Y a veces me encuentro con personas cuyos nombres no recuerdo en absoluto. ¿Cuándo me volví como la tía Kitty? ¿Cuándo lo olvidé todo?
Y ahora mis imaginarios y queridos amigos de la infancia han mordido el polvo. Lo único que me queda de ellos son sus nombres escritos en un Post-it. No recuerdo nada suyo. ¿Cómo demonios habían sido?
Fabuloso, sospecho, es una especie de doble secreto de mi padre. Lleva puesto un esmoquin blanco con una boutonniére azul brillante. Lleva el pelo peinado hacia atrás con fijador y apesta a ice-blue de Aqua-Velva. El olor evoca un tintineo de pianos en el apartamento de al lado, y limusinas azul medianoche con aletas fálicas. Baila como en sueños, deslizándose sobre suelos de antracita brillante con sus brillantes zapatos antracita. Es deseo, amor, suerte, un viaje a la luna con alas de gasa. Puede tocar lo que sea de su falso libreto: canciones olvidadas como «Muchos recuerdos» o «Jersey hounce», y canciones famosas como «Llega el amor» y «El humo ciega tus ojos». Puede bailar el tango, el mambo, la rhumba (con «H»), y cuando se va te deja con el blues. Es Papá y es el chico pelirrojo con bufanda de Harvard que sujetaba las puertas del metro de la esquina de la 78 con Central Park West. Una vez, sudó una camiseta, la dejó en tu cesto y tú la sacaste y nunca la lavaste. Has dormido con ella desde entonces.
Todos los demás de los que te has enamorado o con los que te has casado son dobles de Fabuloso. Tiene los ojos azules y verdes y pardos y cálidamente dorados a la vez. Puede cambiar de cabeza más deprisa que la princesa Langwidere. Cuando te haces mayor, cada vez te encuentras menos con él. Una melodía a medio oír, que llega desde el otro lado de la pared, un olor a sudor y colonia, y te parece verle. Una vez, cruzaste la ciudad a medianoche en limusina buscándole, segura de que cuando le encontraras le atraerías dentro y harías el amor con él en el mismo suelo, mientras el chófer con ojos Braille y el cráneo de cristal conducía. Oh, Fabuloso, ¿cuándo vendrás a vivir en mi vida?
– Nunca.
– ¿Porqué?
– Ya lo sabes.
Porque el deseo es una limusina que nunca deja de moverse, una alfombra voladora que se desliza sobre las chimeneas vistas por un Peter Pan que vuela, un fragmento de una canción de la que no puedes recordar el estribillo. Ah, Fabuloso, ven y haz el amor conmigo ahora mismo.
– Lo estoy haciendo. Lo estoy haciendo al dictarte estas palabras.
¿Y qué pasa con DeeDee? DeeDee es la típica chica norteamericana. Es una que no tiene abuelos rusos ni batiks balineses en la barandilla de la escalera. Es una que tiene unos dientes blancos como el hielo y el pelo rubio. Lleva un cancán almidonado y encima de él una falda de fieltro azul con perros de lanas; perros de lanas unidos a otros perros de lanas. Tú también tuviste una falda como ésa, pero nunca tuviste el aspecto que tiene DeeDee. ¿Cómo era ese aspecto? Normal. DeeDee era una chica normal y tú nunca serás normal aunque vivas hasta los ciento seis años. Tuviste la falda con perros de lanas y un conjunto y unas perlas y un imperdible grande en la falda escocesa, pero no engañabas a nadie. Eras decididamente anormal. ¿Y sabes qué? Todavía eres anormal; incluso entre los escritores eres anormal. Nunca serás DeeDee. No eres de ninguna parte, tienes un nombre raro. No puedes cambiarte el nombre por el de DeeDee, hagas lo que hagas. Eres Erica, Erótica, Eroica, como te llamaban en el instituto; o Isadora, Fanny, Jessica, Leila, como te llamaste en los libros. Pero nunca una DeeDee, rubia, contenta y normal, que se casa con el capitán del equipo de fútbol y nunca anduvo detrás de Fabuloso, y mucho menos cruza la ciudad en su busca y le invita a entrar en aquella larga limusina.