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– A mi madre le encantan sus libros -dice uno de ellos. Y se alza un coro de: También a la mía, también a la mía, también a la mía.

Volverán a sus despachos y llamarán a sus madres con orgullo:

– ¿Sabes a quién conocí? -dirán. Pero ¿quieren hacer películas que les gusten a sus madres? Decididamente, no. Sus madres son, por definición, viejas.

– He pasado de ser demasiado joven para todo a ser demasiado vieja para todo -le digo a Ken por teléfono-. Cuando estuve en Hollywood en los años setenta, acababa de hacerme famosa. Todas las personas importantes eran mayores que yo. Ahora todas las personas importantes son más jóvenes, pero todos siguen siendo tíos.

¿Por qué le estoy contando todo esto?, me pregunto. ¿Porque lo entiende? ¿Porque sabe a qué me refiero? ¿Porque hablamos como si lleváramos hablando toda la vida?

Sin embargo, no me fío. ¿Cuándo se va a convertir en un monstruo o en un marica? ¿Cuándo va a rechazar algo más íntimo? ¿Cuándo va a revelar el Mr. Hyde detrás del Doctor Jekyll?

Durante mi semana en Los Angeles no dejaba de recordar la frase inmortal de Hannah Pakula sobre el regreso al este: «Hollywood no es sitio para una mujer de más de cuarenta años que sea socia de una biblioteca.» Hollywood siempre me hace sentir que nunca seré lo bastante rica o lo bastante delgada o lo bastante joven. Hasta cuando era joven me sentía demasiado mayor en Hollywood. De modo que me encuentro encantada cuando la auténtica personificación de la mujer mayor que ha conquistado Hollywood se acerca a mi mesa en Morton's -donde estoy cenando con mi agente- hablando toda excitada de mis libros. Me invita a almorzar en su casa al día siguiente y me entero de que la muy importante, la muy atractiva Joan Collins, es en realidad una madre tierra judía por debajo de toda su pintura.

Nos sentamos en su cuarto de estar blanco intercambiando historias sobre hombres más jóvenes. Ella acaba de sobrevivir a una dura prueba con un tipo muy moderno y resbaladizo que se llamaba Peter Algo.

– Nunca me di cuenta de que me estaba mintiendo -dice ella-, ni follando con mis amigas. Era muy romántico. Es lo que echamos de menos, a hombres que no tengan miedo de ser románticos con nosotras.

Tomo el avión de vuelta a Nueva York y Ken está esperando en el aeropuerto.

– Pensé que necesitabas a alguien que te viniera a buscar-dijo, despidiendo al chófer alquilado.

Poco después de esto, me llevó a dar un paseo en avioneta por primera vez. Su avión era un Cessna 210 que tenía en el aeropuerto de Teterboro, en New Jersey. Me enseñó a comprobar el combustible, el mecanismo de aterrizaje, los alerones, a hacer las verificaciones para el despegue, y luego se quedó totalmente tranquilo y concentrado en cuanto despegamos. Volar era para él un estado de conciencia alterada. Nunca estaba tan contento como volando. En cuanto ascendimos sobre los depósitos de gasolina y los solares industriales de New Jersey, los problemas de la tierra quedaron debajo. El aire estaba lleno de pequeños aviones, cada uno de ellos unido a tierra por un torrente constante de comunicación por radio. El aire era el último sitio donde la libertad era algo más que una palabra.

Volamos hacia el norte, Hudson arriba, con sus empalizadas rojas, luego doblamos hacia el este sobre Long Island Sound y realizamos una rápida gira hasta el final de la isla, con sus rompientes de espuma y verdes campos de patatas. Escuchamos los partes meteorológicos que daban los otros pilotos y volamos por los baches de encima de las nubes. ¡No me extraña que se me hubiera ocurrido que Isadora tuviese un marido piloto! Ésta era la libertad que yo había buscado toda mi vida. Pero ¿cómo se las arregla un personaje de ficción para emplazar a un hombre de verdad? Debo de haber escrito un poderoso conjuro.

Tomamos tierra.

– No has tenido nada de miedo -dijo él.

Y era verdad.

Después de ese primer vuelo, volvimos en coche a mi casa de Nueva York, donde me estaba esperando Molly, que acababa de volver de casa de su padre. Fue la primera vez que Ken la vio.

Molly estaba haciendo diligentemente sus deberes en la mesa del comedor.

– ¿Qué quieres ser cuando seas mayor? -preguntó él (poco inspirado).

– Abogada.

Y Ken se enamoró de ella sobre la marcha.

Se volvieron a disparar las alarmas. Este tipo no está bromeando, pensé. ¿Qué voy a hacer?

Salir para Italia lo más pronto posible, eso mismo. Por suerte tenía una amiga que me había invitado a un curso de cocina en Umbría. Ibamos a encontrarnos en Roma, y luego viajaríamos a las colinas de Umbría, donde, durante una semana, aprenderíamos a distinguir los distintos tipos de aceite de oliva, a amasar pasta y a preparar sugo. Me había comprometido a hacer este viaje mucho antes de conocer a Ken, pero nada más llegar a Roma le eché de menos. También echaba en falta a Molly. Parecía que no existía razón para que yo estuviera allí.

Nos alojaron a todas en una encantadora hostería instalada en un antiguo establo. Las habitaciones eran de piedra, húmedas y oscuras, y no tenían teléfono. La campiña de Umbría era un estallido de flores silvestres -amapolas, lirios, jacintos-, pero llovía sin cesar. Hice la llamada habitual a Piero y, como de costumbre, resultó difícil de localizar. Luego me devolvió la llamada (mientras yo estaba amasando pasta) y dijo que no podía venir. Después me pasó a su hijastro: más tarde me enteré de que era una clave para indicarme que iba a venir, pero no quería que eso lo supiera su familia.

Imaginando que no iba a venir, hice planes de volver a casa de inmediato. Pero cuando Piero llamó y dijo:

– Non scappi -quedé nuevamente prendida de su voz.

Ken, entretanto, llamó desde Nueva York y me pidió que nos viéramos en París. Entonces apareció Piero de improviso. Pasamos una noche maravillosa juntos en el establo de piedra. Hicimos el amor con nuestra habitual facilidad milagrosa, y dormimos uno en brazos del otro toda la noche. Al día siguiente exploramos la húmeda campiña de Umbría y llegamos hasta Todi, comiendo en el Ristorante Umbría. Mientras reíamos y nos tocábamos, comiendo y bebiendo, le pregunté por qué seguía con una mujer de la que no estaba enamorado.

– Es mi antibiótico -dijo él-. Sin ella, me habría casado veinte veces.

Mi explicación es -pensé para mí misma- que ella es el antibiótico y yo soy la enfermedad.

Me trajo en coche de vuelta al curso de cocina y nos besamos y nos despedimos. Cuando volví a mi habitación, había tres recados de Ken, en el último me informaba que había un pasaje de avión para París esperándome en el aeropuerto de Roma.

Llamó algo después para decir:

– No te sientas obligada a venir, pero sería estupendo que lo hicieras.

Amaneció finalmente el día en que pensaba volver a casa, y tomé un taxi hasta el aeropuerto sin estar segura de dónde estaría aquella tarde.

Si iba a Venecia, esperaría y esperaría para poder pasar unas horas con Piero. Si iba a París, pasaría algo muy distinto.

En el aeropuerto, fui al mostrador de Air France y encontré mi pasaje. Miré los horarios. El próximo vuelo a Venecia salía dentro de una hora, el próximo vuelo a París dentro de hora y media. Di vueltas por el aeropuerto dominada por el pánico. Tenía los ojos vidriosos. Chocaba contra la gente y las paredes. Me parecía que aquella decisión era fundamental en mi vida. Pensaba en la hermosa Venecia y en el hermoso Piero y en aquellos días mágicos que pasamos después de la boda en St Moritz. Los podría recuperar. ¿Podría? Nunca se entra dos veces en el mismo dormitorio. Una vez que se empieza a ver lo rutinario de la dicha, ¿sigue siendo dicha? Hasta los voluptuosos pueden verse encadenados a sus relojes. Ah… Era el momento de sumergirme nocturnamente en el Caos y la Vieja Noche. Las deidades clónicas no quieren someterse a horarios. Una vez que las conviertes en rutina, tienden a alejarse. ¿Y Pan? Corre de vuelta al bosque primordial.

¿Y si iba a París? Bueno, pasaría algo nuevo. Se abriría otra puerta. O se cerraría. Sudaba de sólo pensar en ello. Tenía miedo de que estuviera a punto de renunciar a mi libertad, a mi vida.

Tomé el vuelo a París. Cuando fui a recoger mi equipaje, vi, al otro lado de la puerta de cristal, a ese gran oso humano saludándome enloquecidamente con la mano, sonriendo. Tenía un rostro muy sincero. Cuando me reuní con él al otro lado de la puerta, no podía dejar de decir lo contento que estaba de que hubiera venido. Cuando me subí al coche que él había alquilado, siguió mirándome con tal intensidad que continuamente circulaba por el arcén. No paraba de decir:

– Estoy tan contento de que hayas venido, estoy tan contento de que hayas venido.

Nos registramos en su hotel favorito, un pequeño relais de un parque en pleno arrondissement XVI. Antiguamente una maison depasse, tenía habitaciones diminutas y estaba lleno de espantosos muebles rococó, pero nuestra suite daba a un jardín verde.

– Necesito un baño -dije. Un baño tiende a ser mi solución para todo.

Ken se agitaba por allí, abriendo los grifos del baño, echando Vitabath de pino, tratando de ayudarme a deshacer las maletas, dando saltos por la diminuta habitación, hasta que yo grité:

– ¡Por favor, estáte quieto! ¡Me estás volviendo loca!

Estaba tan deseoso de agradarme, que me ponía nerviosa.

Por fin, sola en el cuarto de baño, me metí en la bañera y pensé: ¿Qué demonios estoy haciendo aquí?

Una llamada a la puerta.

– ¿Quieres té o café? -preguntó Ken-. ¿Te pido algo?

Me molestó que me interrumpieran. Pero grité:

– Café.

Cuando salí de la bañera, nos sentamos en el cuarto de estar de la suite y tomamos el café.

– Me encanta lo cómoda que estás con tu cuerpo -dijo él-. Andas por la habitación vestida, semidesnuda, desnuda, y te sientes contenta con tu piel. Nunca he estado con una mujer así.

– ¿A qué te refieres?

– Normalmente echan el pestillo a la puerta y se maquillan. Las mujeres tienen mucho miedo de que les vean su cara de verdad.

Hablamos. Salimos a cenar a una brasserie cercana. Hablamos y hablamos y hablamos algo más. Yo pensaba en lo diferente que habría sido mi velada si hubiera ido a Venecia. Habría pasado mucho tiempo telefoneando, concertando citas, cancelándolas, volviéndolas a concertar. Luego habría habido el sexo intenso, y luego el adiós. Esto era lo contrario. Estábamos al comienzo, no al final de algo. Anduvimos y anduvimos por las calles de París. Hablamos. Cuando volvimos al hotel, hablamos algo más. En cierto momento, yo pensé: Vamos a tener que hacer sexo, ¿y luego qué? Era un rubicón que debíamos cruzar, posiblemente un Waterloo.

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