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– Hace años que no me pongo un condón -dijo, con una jovialidad fingida para disimular su pánico cuando surgió la cuestión sexual-. Siempre he vivido con la misma persona.

Y de hecho, el acto de colocarse el obligatorio condón hizo que quedara instantáneamente sin erección.

– Cuestiones de corrección política -dijo. Yo hice como que me reía. Pero estaba desesperada y también lo estaba él. Cuando a la mañana siguiente me desperté con su erección apretándose contra mí, inmediatamente dejé que me entrara un ataque de culpabilidad con respecto a Piero para evitar la posibilidad del sexo. Pobre Piero, pensé. ¿Cómo le podía hacer esto? ¿Cómo podía abandonarle por otro hombre?

¿Pobre Piero? El pobre Piero debía de haber pasado por una larga serie de mujeres durante todo el tiempo que le conocía, y nunca le había obligado a ponerse un condón. (Tenemos unas normas para los malos chicos y otras normas para los buenos.)

¿Qué es lo que yo quería? ¿Quería volver con el gigoló? Después de todo, en mi generación era una herejía que las primeras relaciones sexuales no fueran algo mágico, a calzón bajado, una maravilla de la química. Habíamos dejado de creer en Dios y en su lugar habíamos instaurado el sexo instantáneo. Cuando eso se demostró problemático, declaramos muerto a Dios. El País del Folleteo era nuestra tierra sagrada, y cuando se demostró que era de difícil acceso, nos declaramos abandonadas en una isla desierta.

Por la mañana, gracias a los cielos, Ken tenía una reunión. Y yo me quedé en el hotel para escribir. Lo pensé largo rato, luego llamé a Piero a Venecia. Parecía notablemente indiferente porque no hubiera ido, y se refirió a los proyectos que tenía con su dama y a lo apretado que andaba de tiempo. Esperaba verme aquel verano cuando yo alquilara mi usual palazzo estropeado.

Cuando volvió Ken, me sentí encantada de verle. Tenía una sonrisa que hacía que te alegraras por estar viva. Me tendió un pequeño paquete. Lo abrí. Era la primera edición de La fin de Chéri, de Colette.

– Quería que tuvieras algo que te recordara este fin de semana -dijo-, por si acaso es el último que pasamos juntos.

– ¿Cómo supiste que era uno de mis libros favoritos? -exclamé yo.

– No lo sabía. Sencillamente parecía que me llamaba desde la estantería.

¿Cómo podía saber él que yo valoraba todas las etapas de mi vida en relación con las de Colette? Yo había tenido mi Will, mi Chéri… ¿Iba a ser aquel hombre imposible el que se convirtiera en un amigo? Colette lo consideraba el estado definitivo de la vida de una mujer. Ese hombre había comprado el libro, pensando que sería un recuerdo de despedida. Sabía que ésta era una época implacable.

¡Y qué implacable! De algún modo había elegido el único libro que me abriría el corazón.

Incluso ahora me asombra que hayamos perseverado.

Porque la verdad es que lo que encontré con Ken fue la única cosa que no tenía catalogada en mi capítulo sexual: empatía. Creía que lo sabía todo, pero no sabía esto. Los hombres están tan oprimidos por la mitología machista como las mujeres. Les aterroriza tener que ser sementales. En nombre de la liberación los hemos reducido a sementales o nada. Hemos insistido en los gigolós y luego gritamos que lo único que teníamos eran los gigolós. La «química» se ha convertido en la nueva tiranía de mi supuestamente liberada generación. Pero la química puede quedar bloqueada por la proximidad.

Lo que aprendí con Ken es que algunas de nosotras temen el amor incluso más de lo que lo desean. Hemos aprendido a utilizar el sexo como un modo de desterrar el amor.

Una extraña convergencia de las estrellas llevó a Joan Collins a estar en París al mismo tiempo que nosotros. Nos invitó a que fuéramos a verla rodar una entrevista en la televisión francesa. Después fuimos todos a cenar a la Brasserie Lipp.

El programa que estaba haciendo Joan requería que la entrevistasen llevando puesto un fabuloso vestido color rosa de Chanel, en un decorado de antigüedades de Didier Aaron. Por algún motivo, Joan hablaba de antigüedades y de lo divertido que debería de ser comprarlas. Me quedé sentada y contemplé su consumada profesionalidad. Allí estaba una mujer que se había impuesto al sistema, sobrevivido a todos sus maridos, recuperado a sus hijos, metido la nariz en un mundo que se reía de las mujeres mayores (y trataba a las actrices como bienes de consumo de usar y tirar). Había encontrado la mejor venganza: vivir bien. En un mundo sensato, habría sido un modelo, no un objetivo para que lo atacaran las otras mujeres. Pero las feministas eran tan duras con ella como los chovinistas machistas. ¿Por qué? ¿Porque llevaba maquillaje? ¿Porque se atrevía a interpretar el papel de una mujer de edad sexy? ¿Porque, al ser una actriz, sabía hacer una buena entrada?

Después de la grabación, su amigo Robín, Ken y yo íbamos andando hacía el hotel Bristol a tomar el té. Una pareja norteamericana nos reconoció; Joan y yo íbamos andando delante de los hombres. La mujer se detuvo y exclamó:

– ¡ Ahí va Joan Collins!

– ¿Cuál de ellas es? -preguntó el marido.

Así es la fama.

Aquella noche en el Lipp, formábamos un grupo curioso. Después de su sesión de trabajo con la prensa, Joan no quería que la fotografiaran con su novio, Robin Hurlstone, de modo que le pidió a Ken que fuera su acompañante. Joan hablaba con él y yo hablaba con Robin, y los paparazzi quedaron todos confusos cuando entramos. Estaban reunidos a la puerta del restaurante. (No me extraña que lospaparazzi odien a los famosos que les dan de comer. Siempre están esperando fuera, al frío, mientras la presa está caliente dentro, comiendo.)

Estar con famosas del voltaje de Joan siempre me hace dar las gracias por ser simplemente una escritora.

Puede que me reconozcan durante breves periodos cuando estoy promocionando un libro, pero el resto del tiempo soy invisible, mientras tomo notas.

En un determinado momento de aquella alegre (aunque excesivamente pública) cena, Joan, su secretaria y yo bajamos juntas al pequeño cuarto de baño.

– Es bastante atractivo -dijo Joan de Ken-. Y parece lo suficientemente listo para ti -puso en blanco sus ojos enormes.

Como yo trataba de hacer algo para librarme de Ken, me dio que pensar que Joan lo encontrara «atractivo». Seguía pensando en irme de París y tomar un avión a Venecia, pero entonces recordé que allí no tenía nada por lo que ir.

Resulta difícil abrirse a alguien que te quiere de verdad. Yo seguía tratando de alejarme de Ken y él seguía aprobando el examen para quedarse.

Siempre trataba de hacer cosas por mí, desde llenarme la bañera a traerme aperitivos. Nos recuerdo a los dos dando vueltas en aquella diminuta suite como boxeadores en un ring.

– ¿Es que crees que una persona no te va a querer si no haces cosas sin parar por ella? -le grité exasperada.

Eso le dejó seco.

– No-dijo.

– Está bien. Eres encantador-grité-. El problema es que no lo crees.

Se puso a llorar. Se tumbó en la cama con lágrimas corriéndole por la cara. Le abracé.

– Eres encantador, lo eres -dije yo. Y, los dos llorando, aquella noche hicimos el amor por primera vez.

Así fue como empezó nuestra relación. Si yo hubiera sido agente de apuestas, no habría apostado por ella.

Unas semanas después, de vuelta a Estados Unidos, me llevó a su casa de Vermont a pasar el fin de semana. Era un tiempo demasiado tempestuoso para volar, de modo que fuimos en coche por la Route 91 hasta Bratdeboro y luego seguimos por las Green Mountains. En Putney, nos detuvimos a cenar. La conversación entre nosotros fluía como siempre y me aterraba lo cerca que estábamos uno del otro.

– Te he estado esperando toda la vida -dijo él.

– Estoy aterrada -dije yo, reconociéndolo por fin.

– ¿Por qué?

– Si me enamoro de ti, trataré de hacer que lo pases bien todo el tiempo y entonces no podré escribir -dije-. Tengo que ser libre para ser sincera con lo que escribo, y eso es lo primero de todo. No puedo ponerme a cuidar de un hombre.

– Escribe todo lo que necesites escribir sobre mí, sobre todo lo que sea -dijo él-. Nunca te echaré eso en cara. Por eso me he enamorado de ti.

– Lo dices ahora… Pero la cosa cambiará. Siempre cambia. Los hombres dicen una cosa cuando andan detrás de ti y otra cuando te tienen bien agarrada. Probablemente creas lo que estás diciendo ahora, pero la cosa cambiará, te lo aseguro.

– No, no cambiará -dijo él-. Además, yo no soy los hombres -agarró una servilleta-. Te doy plena libertad…, sobre todo -escribió en ella. Y luego-: Escribe todo lo que te apetezca, siempre -y añadió su firma y la fecha.

Todavía tengo este documento en la caja fuerte.

Pero lo cierto era que yo me tenía más miedo a mí misma del que le tenía a él. Si me enamoraba de él, ¿censuraría lo que escribía para agradarle? Si me casaba con él, ¿me empeñaría en que mi escritura fuera la de una mujer casada?

Al principio, éste fue mi dilema, pues nos casamos tres meses más tarde, en Vermont. Tuve que luchar contra mi tendencia a tratar de agradarle censurando la verdad.

– Si censuras algo -dijo él-, al final te enfadarás y me dejarás. Y prefiero que digas la verdad y te quedes.

Mi locura particular era pensar que siempre tenía que elegir entre lo que escribía y mi vida. Puede que sea la locura de todos los que escriben. Todavía lucho en la guerra de mi madre y mi abuela.

Antes de que nos casáramos, nuestros padres organizaron una cena en un restaurante del campo. Luego Ken llevó a sus padres en coche de vuelta al Sugarbush Inn y yo llevé a Molly. En algún punto del camino tomé una carretera equivocada y me dirigí hacia Nueva York. La lluvia arreciaba. Conduje y conduje…

Molly estaba muy enfadada, como de costumbre, por mi espantoso sentido de la orientación.

– Ya lo sabes, mamá -dijo-, no te tienes que casar a menos que quieras hacerlo.

En ese momento, Ken y su padre aparecieron en coche detrás de nosotros.

Sólo después de que nos casáramos nos dimos cuenta de que todos los motivos para que lo hiciéramos eran inevitables. Su innata tendencia Prozac se imponía a mi pesimismo. Tenía la loca tenacidad de mi padre. Nunca se rendía. Se despertaba riendo en plena noche. Necesitaba quererme más de lo que necesitaba alejarse de mí. Yo necesitaba quererle a él más de lo que necesitaba sentirme abandonada y desheredada.

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