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– ¿Qué otra alternativa hay? -preguntó Ken-. Ahora o nunca.

La primera cita fue un miércoles por la noche. Lo dejé en su apartamento de una de las calles 60 Este y me dirigí a mi casa de Connecticut, donde Molly, Margaret y Poochini estaban pasando las vacaciones de primavera.

Ken llamó a las diez de la mañana siguiente. No jugaba.

– Lo pasé muy bien contigo.

– Yo también -dije.

Luego, me entró el pánico por haber revelado tanto, y cerré la boca. Había aprendido de varios pretendientes reservados a no hablar en exceso. Era peligrosamente poco adecuado.

– ¿Qué te parece el sábado que viene? -preguntó.

– ¿Qué me parece de qué?

– De salir conmigo.

– Yo nunca salgo los sábados por la noche -dije yo, impasible-. Paso los fines de semana en el campo… Escribo…

– Entonces iré al campo.

– No te atrevas -dije yo.

– ¿Y por qué no?

– No invito a casa a hombres que acabo de conocer… Va en contra de mi religión.

– Bueno, pues peca.

– No tan deprisa -dije.

Hubo un pausa violenta mientras los dos considerábamos nuestro primer enfrentamiento.

– Me veré contigo en Nueva York -dije finalmente.

– ¡Estupendo! Toma el tren y te recogeré en Gran Central. Luego te llevaré a casa en coche.

– No -dije yo decididamente (nunca quería estar sin coche con un hombre nuevo)-. Iré en coche y me reuniré contigo.

– No hagas eso. ¿Dónde vas a aparcar?

– Aparcaré en mi garaje; o conseguiré un chófer. Eso es… Conseguiré un chófer para poder volver y ver a mi hija por la mañana.

– Te llevaré en coche yo de vuelta… Me encanta conducir.

– No, no me llevarás -dije.

–  Muy bien… Como quieras. Siempre que aparezcas.

– ¿Por qué no iba a aparecer?

– Podría entrarte pánico -dijo-. A la gente le pasa.

¿Pensé mucho en él después de esa llamada? No. Sabía que era mucho mejor no pensar en ningún hombre en ese momento.

Los días pasaron imaginando cuál era el mejor momento de llamar a Venecia, cuáles eran los fines de semana en que estaba fuera la mujer de mi amante actual, y revisando interminablemente Any Woman's Blues, aunque ya lo había entregado. (Soy de las escritoras a las que los editores tienen que arrebatarles el manuscrito de las manos.) También trabajaba en la versión musical de Fanny Hackabout-Jones, hacía investigaciones para un libro sobre Henry Miller y tomaba notas para una nueva novela. En mitad de todo esto apareció uno de los pretendientes más reticentes, después de una ausencia de cuatro meses.

Me mandó un regalo de cumpleaños -una miniatura hindú de una diosa bailando- y llamó después por teléfono. Quería saber lo que iba a hacer por mi cumpleaños. Era como si intuyera que yo no estaba disponible. En caso contrario no lo habría preguntado.

Le dije que Ken y Barbara Follett iban a venir a Connecticut para mi cumpleaños (que aquel año también caía en el día de Pascua). Me preguntó si se nos podía unir. Le dije que les llamaría para ver lo que les parecía.

– ¿Quién es ese tipo? -quiso saber Follett, que me había visto seis meses antes en Venecia con Piero. Y luego se echó a reír-. Por supuesto, invítale también. Me gustará compararle con el otro.

– ¿Le conocemos? -preguntó Barbara.

Durante los últimos años he cargado por Londres con todo tipo de acompañantes, casados y solteros. Mis amigos siempre estaban intrigados, pero también se mostraban intensamente protectores conmigo. Una vez, Barbara le preguntó de sopetón a uno de mis pretendientes:

– ¿Estás casado?

Era un guapo historiador portugués al que yo había conocido en un congreso en Roma. No tenía ni idea de qué decir ante tal pregunta.

– Eso parece -dijo, tímidamente.

Barbara le lanzó una mirada fulminante.

– Le echaremos un vistazo a ese tipo -dijo Barbara por teléfono-. En cualquier caso, veremos cómo pinta los huevos de Pascua.

Aquel fin de semana nos sentamos en torno a la gran mesa redonda del comedor con Molly, que hacía autorretratos con óleo en huevos cocidos.

– El modo en que una se ve a sí misma dice algo sobre cómo es -dijo Barbara, que era especialista en leer las palmas de la mano, leer la cara, leer a la gente-. Y qué animal es, Ken es un lobo, ¿no es verdad, Lobito? Y Molly es un elefante. Y Erica es un bichon frisé como Poochkin.

Todos pintábamos los huevos, hasta el pretendiente. La suya era una cara reservada. El modo de ser expansivo de Barbara en cierto modo le cohibía. Yo estaba contenta.

El y yo dormimos juntos aquella noche, pero ni siquiera nos tocamos. Soñé que volaba en una avioneta con Isadora Wing y Piero y un gran oso negro. Piero estaba asustado pero el oso no.

– Que no cunda el pánico, señoras y caballeros -dijo.

Y de pronto Ken y Barbara Follett también estaban en el avión, y Molly, y todos los chicos de los Follett.

– ¿Has intentado andar por las alas? -le pregunté al oso.

– Soy un piloto prudente -dijo-. Todavía no quiero morir. Tengo muchas cosas que vivir.

El día de mi cumpleaños, que era el de Pascua, el oso llamó desde Toronto.

– ¿Qué tal el fin de semana? -pregunté.

– Espantoso -dijo él-. Supongo que no se puede revivir el pasado.

Yo quedé perpleja.

– Vine aquí a pasar mi cumpleaños con mi antigua novia.

Tragué saliva, pero mi boca siguió seca.

– ¿Tu cumpleaños? ¿Cuándo es tu cumpleaños?

– Hoy… el veintiséis de marzo.

– Dios mío -dije yo, con un nudo en la garganta-. También el mío.

Un largo silencio. Pero él no pareció sorprendido.

– ¿Te veré la semana que viene? -quiso saber.

– ¿El sábado?

– Sí, la noche en que escribes.

– Sí -dije yo-. Voy a hacer una excepción contigo.

Me molestó que su cumpleaños fuera el mismo día que el mío. En primer lugar, nadie más debería cumplir años ese día. En segundo, parecía otro maldito presagio. Se estaba cerrando algo sobre mí y no me gustaba. Como dijo Anita Loos: «El destino sigue manifestándose.»

¿Cómo se atrevía ese hombre a cumplir años el mismo día? ¿Es que no respetaba nada? ¿Quería meter el hocico en todas mis cosas? Mi cumpleaños era mío.

Aquel sábado por la tarde le recogí con mi coche -con un chófer contratado para la ocasión- y fuimos al centro, al Public Theatre, a ver un musical que era medio en yídísh, medio en inglés. Elección suya. Por el modo en que no dejaba de mirarme, me di cuenta de que era una prueba. Quería saber si me reía en los momentos adecuados, si entendía el yídish. Ahh… No me la daba. Era una especie de prueba: el asunto de los tres cofres, la montaña de cristal que hay que trepar, el beso al príncipe dormido para ver si se puede romper el hechizo. ¿Cómo se atrevía a ponerme a prueba? , pensé. Debería ponerle a prueba yo a él.

– Bien, ¿la pasé? -pregunté cuando nos subíamos al coche.

– ¿A qué demonios te refieres?

– Mira… Sé cuándo me ponen a prueba. No soy idiota.

Me miró con expresión de burla.

– ¿Dónde aprendiste yídish? -preguntó.

– En el mismo sitio donde lo aprendiste tú -dije-. Además, no sé mucho.

– Te reiste en todos los momentos adecuados -dijo.

– Los que tú consideraste así -dije yo-. Dios santo… Eres un hijo de puta engreído.

– Te gustó -dijo él.

Después de eso, empezamos a salir a cenar todas las noches.

– He conocido a un hombre agradable de verdad -les conté a los de mi terapia de grupo.

– Sí, sí -dijeron ellos-. Si era agradable de verdad, no serás capaz de gustarle.

– No me digáis.

– Sí, sí, sí-dijeron ellos.

Ken y yo adquirimos la costumbre de cerrar los restaurantes. Nos sentábamos, cenábamos, bebíamos, hablábamos y de repente había personas barriendo y pasando la fregona a nuestro alrededor.

¿De qué hablábamos? No lo puedo recordar. Pero no podíamos parar. Le miraba y pensaba: No me voy a acostar nunca con él. Estaba harta de las cosas que empiezan con sexo y luego fracasan. Seríamos amigos, me dije, amigos, no amantes. Así nada podría ir mal. La amistad era lo mejor, después de todo. La amistad tenía posibilidades de durar.

De modo que cenábamos juntos todas las noches y no dormíamos juntos.

Se convirtió en un juego el ver hasta dónde podía prolongarse aquello. El sexo no demostraba nada, me dije. Sólo ensucia el agua. Me había sentido atraída por muchos hombres, y cuando dejé la adicción, lo que quedaba habitualmente era algo por lo que no merecía la pena molestarse. Esta vez el hombre me iba a gustar antes. No iba a casarme con él hoy y cambiarle después.

Entretanto, estaba Piero. Su amor era imperecedero porque su vida estaba comprometida con otra persona. Había venido a verme a Connecticut no mucho antes de que yo conociera a Ken, y en cierto modo resultaba menos impresionante fuera del mundo acuático de Venecia. Como Ondina en tierra, necesitaba sus escamas iridiscentes para deslumbrar. Le había visto brevemente después de la boda de St Moritz y la magia volvió a recuperarse en parte. Pero creo que lo cierto era que me estaba cansando de su predecible carácter evasivo. Si yo me prestaba, él se prestaba a aparecer, durante un tiempo. El sexo, claro, nunca había dejado de ser un delirio, pero incluso los delirios tienen sus límites.

Sin masoquismo que lo alimente, se enfría. Lo mismo que los hombres que persiguen con ardor y luego huyen, lo mismo que los solteros de buena posición que te interrogan sobre tus propiedades e inversiones, hasta los grandes sementales se vuelven aburridos al cabo de un tiempo. Saben hacer que te corras y corras y corras y corras y corras. ¿Y qué? En cuanto ves su cinismo subyacente, el folleteo deja de ser tan importante. Manipulación más que revelación.

En Los Angeles, adonde fui a ver a mi agente literario y a leerles algo de mi nueva novela a una selección de magnates jovencitos (que habían leído Miedo a volar en el colegio), me alojé en el apartamento de una actriz amiga, en West Hollywood. Todas las mañanas me levantaba tres horas antes de lo necesario y me encontraba llamando a Ken sin haberlo planeado de verdad. Me encontré relatándole la escena en la que cuento el argumento de mi nueva novela a una sala llena de tipos de veintitantos años con trajes de Armani que les robaban a escondidas mi primera novela a sus padres y se la meneaban con ella en el cuarto de baño. Trato de explicarles por qué de esta novela sobre una artista madura esclavizada por un atractivo y joven semental saldría una gran película. Pero no hay modo de que lo acepten. Para ellos, yo soy un ser curioso, una antigüedad de una época perdida entre la niebla de la historia: los años setenta.

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