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– Diles que tenías que publicar en Holt porque también piensas escribir novelas -dijo Aaron, haciendo planes para una novela con los poemas como cebo (¡Qué antiguo resulta eso ahora!)-. Diles que soy tu editor para todo.

Emocionada de que mi obra provocara semejante posesividad, seguí agonizante. Traté de escribir cartas de «Gracias pero no» a aquellas editoriales universitarias, pero estaba bloqueada. ¿Una poeta importante con un editor de Nueva York? ¿Una novelista potencial (poetenáat)?

– Ponte a escribir una novela-había dicho Aaron- con la misma voz impetuosa de esos poemas.

Me negué a creer lo que decía. Y continué castigándome por este leve soplo de éxito. Aquello era demasiado para los fracasos de mi madre, para los fracasos de mi abuela. Después de todos los esfuerzos que me había costado subir este primer escalón, no podía pensar en más que en interrumpir mi ascenso y dejarme caer en brazos de mi neurótica familia.

Este esquema me ha perseguido durante toda mi vida de escritora. He dudado, reescrito y vuelto a reescribir libros que debería haber entregado al mundo. ¿La fuente de mi miedo? El enfado de mi familia. Exponerme a sus burlas.

Cuando me trasladé al Oeste después del éxito de Miedo a volar, compré un coche poco caro, un Pacer, en lugar del Rolls-Royce Corniche con el que fantaseaba. ¿En qué estaba pensando? ¿En que un coche barato haría que me quisieran? Quería que me quisieran mucho más de lo que quería un Rolls. Hasta que dejé de preocuparme de esto, no pude trabajar en paz.

Si a una la quieren o no, depende más de los otros que de lo que haga una. El talento no es finito. Hay de sobra para seguir. Las personas con talento saben que pueden utilizar sus logros como inspiración. Pero las almas mezquinas que creen que destrozándote también destrozarán tu obra, prosperarán. Están equivocadas, claro, pero todo eso queda lejos de tu alcance. Una sólo puede seguir trabajando. «Lo demás -como dice T. S. Eliot en Cuatro cuartetos - no es asunto tuyo.»

Finalmente reuní el valor para informar a aquellas pacientes editoriales universitarias de que ya tenía compromiso. Luego firmé con Holt tal como pensaba hacer. Después de haber vendido el libro por mi cuenta, ahora contraté a un agente para que sacara tajada de él. Un agente confería credibilidad. Me gustaba decir «mi agente» a mis parientes y amigos. El adelanto por frutas y verduras fue generoso para tratarse de poesía: 1.200 dólares. El agente se llevó 120 dólares, y la opción sobre una novela titulada Miedo a volar.

Que preste atención el mundo entero. Otra poeta iba a desaparecer tragada por el Gran Cañón.

Pero antes necesitaba un nombre.

Empecé a publicar con mi nombre de soltera, Erica Mann, que, después de todo, siempre había sido mi nombre. Pero cuando mi freudiano marido dijo tenebrosamente:

– La poeta no tiene marido -me sentí dominada por una culpabilidad inútil.

En lugar de contraatacar con un:

– ¡Claro que no! ¡Las poetas están casadas con sus musas! -dejé que me bajara los humos utilizando su apellido.

Para ser justos, él se habría contentado con «Erica Mann Jong». Que justamente era lo que yo temía que me llamaran: «una dama poeta con dos apellidos». Jugué con «E. M. Jong» (para disimular mi sexo de segunda clase), luego con «Erica Orlando», debido a mi novela favorita, luego con «Erica Mann Jong», debido a mi padre y mi marido. Por fin elegí «Erica Jong» porque sonaba enigmático, con pegada, y tenía las mismas cuatro sílabas que mi nombre de soltera.

La decisión de suprimir mi nombre de soltera fue una decisión para desafiar las burlas sexistas, pero en cualquier caso caí en una trampa sexual. A los veintipico años todavía no sabía que hagan lo que hagan las mujeres -usen dos apellidos, supriman su nombre de soltera, insistan en mantener ese nombre de soltera por principio-, obrarán equivocadamente porque su elección no depende de los hombres. En definitiva se burlarán de ellas, como le pasa a Hillary Rodham Clinton; de hecho da lo mismo, pero evoca una secreta fuente de alegría en todos nuestros corazones.

¿Qué hay en un nombre? La decepción de mi padre porque mi apellido no haga brillar directamente el suyo, el desconcierto de mi hija por llevar el apellido de alguien a quien no conoce. (La llamamos Molly Miranda Jong-Fast. Molly para que floreciera, Miranda para que todas las tempestades afectaran su casa, Jong por mi nom deplume, y Fast por su padre y su familia.)

Pero un nombre también proporciona leyenda. Si se adopta con resentimiento para enfrentarse a la magia negra patriarcal, quien lo lleva siempre lo padece.

Mi nombre era una finta, una finta para evitar la desaprobación de Allan, una finta frente a las burlas sexistas sobre «una dama poeta con dos apellidos», una finta para evitar a Erika Mann, la hija escritora de Thomas Mann, que fue quien inspiró mi nombre.

El miedo no es un buen motivo para adoptar un nombre. Un nombre debería considerarse un acto de liberación, de celebración. Un nombre debería ser una invocación mágica a la musa. Un nombre debería ser una bendición para una misma.

Desgraciamente, «Erica Orlando» le habría sugerido a la gente más Disney World y Florida que Virginia Woolf. Y «Erica Porchia», debido a un poeta sudamericano que me gustaba mucho, podría provocar chistes sobre mi peso, dado que quedaba cerca átporky («gorda», «gordinflona»). Pensé en llamarme E. M. J. Parra debido a Nicanor Parra, otro de mis poetas favoritos, pero resultaría desconcertante, puede que incluso a mí misma. Y los nombres que inventaba de noche me sonaban todos ridículos de día: «E. M. Bronté», «E.M. Bloomsbury», «Erick de Jong». Además, eran nombres poco honrados para alguien cuya lucha se resumía en ser honrada.

Si yo era mujer y poeta, sería eso. Seguí con «Erica Jong», y me dio suerte usarlo. Ahora me gustaría hacer lo mismo que Hillary con el Rodham, y puede que lo haga.

Pero «Erica Mann Jong» es, por desgracia, tan patriarcal como «Erica Jong». Y como la hija de Thomas Mann, Erika, estaba viva, la confusión de nombres no me apetecía. Mis padres habían conocido a Thomas Mann y le admiraban. Les gustaba el nombre de su hija y deseaban que me proporcionase creatividad. Erica, en alemán, significa flor blanca, y reina en la vieja Escadinavia, pero para ellos significaba escritora.

Ahora ya estoy acostumbrada al Jong, que rima con Vietcong, dong, ping-pong, Hai Phong, song («canción»), long («largo») y wrong («equivocado»). Recibo cartas de lectores que escriben a «Querida Erika de Jong», «Querida Erica Mann Jong», «Querida Erica Mann Jong Fast Burrows», «Querida escritora asiático-norteamericana», y «Óyelo bien, PERRA JUDÍA, COMUNISTA, PUTA… ¡Hitler debería haber terminado con todos vosotros!»

Conque ¿qué hay en un nombre? Todo y nada. A veces sólo quiero ser Erica, como Colette (que primero firmaba para sí misma «Willy», luego «Colette Willy», luego «Colette Willy de Jouvenel», y terminó convirtiéndose en «Colette»). Pero «Colette», después de todo, era el apellido de su padre. Le servía tanto de nombre como de apellido a alguien que, en caso contrario, hubiera sido Sidonie-Gabrielle Colette Willy de Jouvenel Goudeket.

Para los nombres de las mujeres creo en la propia invención: un nombre que encarne el deseo. Un nombre que debería adoptarse cuando una se dedica a una vida de trabajo.

¿Ya es demasiado tarde para mí? Mi nombre de escritora ya se ha fundido extrañamente con mi esencia. Puede que recupere mi nombre de soltera (que, después de todo, es el nom de théátre de mi padre: Mann). Durante veintitrés años yo fui una desafiante «Mann». Luego me sometí a un matrimonio freudiano.

Puede que cuando esté terminado este libro reaparezca la autora.

Es raro que me llevara tanto tiempo encontrar un nombre, pues en Heidelberg tuve la suerte de contar con ese extraño tipo de psicoanálisis que pone los cimientos de la vida de un escritor.

Mi psicoanálisis con el profesor Herr Doktor Alexander Mitscherlich sólo pudo haber tenido lugar por la intervención de los ángeles del psicoanálisis. Si la cosa funciona, habitualmente se debe a ellos. Revolotean sobre las salas de consulta de tres continentes mandando por los aires a los que se psicoanalizan, como esos vientos barbudos con los carrillos hinchados de los mapas antiguos.

Atascada en Heidelberg con un marido con el que no podía hablar, encontré, gracias a un psiquiatra de Nueva York, a un tal Herr Professor Doktor Alexander Mitscherlich. Dijo que hablaba inglés. Y resultó que ejercía en Heidelberg.

El médico norteamericano era al que yo había consultado sobre mi pánico al matrimonio, mi miedo a que el matrimonio me esclavizase a los deberes conyugales, y que entorpeciera mi trabajo de escritora.

– Absurdo -había dicho este psicoanalista-. Los hombres también trabajan en casa. Cortan el césped, arreglan cosas, sacan la basura. Es una responsabilidad parecida, ¿no le parece?

No me parecía. Pero entonces no tenía recursos feministas para demostrarlo. El problema no tenía nombre todavía. Creía que debía de estar loca.

A diferencia del médico de Nueva York que me lo recomendó, el doctor Mitscherlich no era sexista. No pensaba a base de clichés. Había estado huido de Alemania durante doce años por culpa de los nazis y vivió y ejerció en Suiza y en Inglaterra. Había esperado hasta el final de la guerra. Lo que no evitaba que yo -en mi ignorancia- le llamara nazi cuando estaba en el sofá, cosa que siempre le ponía mortalmente nervioso.

Fue en el mes de octubre de nuestro primer año en Alemania cuando me apeé del tranvía por primera vez delante de su consulta.

Entré en el patio de adoquines de una clínica del siglo XIX con altas paredes amarillas. El doctor Mitscherlich acechaba en su despacho rodeado de libros. Había alfombras orientales en el suelo. Un antiguo sofá para el psicoanálisis me amenazaba y me negué a tumbarme.

– Entonces, siéntese frente a mí -dijo el médico.

Obedecí.

Era un hombre atlético y alto, de unos sesenta años. Una cara alargada, unos ojos intensos gris-azulados, unas gafas gruesas brillando como puros rectángulos, una atención total.

Llevaba bata blanca, una corbata de punto púrpura, zapatos con suela de crepé que rechinaban cuando andaba. Su bata parecía un Engelhempd o «camisa de ángel» (como los alemanes llaman a estas prendas). De hecho, parecía angelizarle. Cuando hablé, sus ojos me pertenecían por completo.

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