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¿Por qué había venido?

Estaba bloqueada con mi escritura, bloqueada con mi matrimonio, sentía nostalgia de Nueva York, y estaba contenta de encontrarme lejos de mi familia. Necesitaba a mi marido. Odiaba a mi marido. Me aburría con mi marido. Quería escribir. No podía escribir. Nunca podía mandar los manuscritos porque los revisaba sin parar. Sabía que no quería terminar bloqueada y resentida para siempre.

Desde la primera sesión, me tomó en serio y tomó en serio mis poemas, incluso antes de tener motivos para hacerlo.

Pronto me tumbé en el sofá, desde el que distinguía los títulos de los libros en inglés, alemán, húngaro, checo, francés, italiano, español. Yo recordaba mis sueños y los relataba. Vagando de los sueños a los recuerdos, a mi vida en Heidelberg, sencillamente «conté el desgraciado Presente para rememorar el Pasado», hasta que antes o después «éste vaciló en el verso donde / mucho antes habían empezado las acusaciones» -según Auden describe el proceso de su poema sobre Freud-. Tenía una espina clavada en la garganta, me aguijoneaba el corazón hasta que dije cuál era el dolor.

El psicoanálisis implica una rendición, y ¿quién se quiere rendir? Nadie. Luchamos hasta que no tenemos otra opción, hasta que el dolor es tan grande que debemos rendirnos. El ego quiere fuerza bruta. El ego prefiere la muerte a la rendición. Pero la vida no deja de reafirmarse. Tropezamos contra las mismas piedras repetidamente hasta que un día, después de un desenmarañamiento trivial, el suelo parece lo suficientemente despejado para que podamos caminar sobre él sin dar traspiés.

Y así iba la cosa, un lunes tras otro lunes, un martes tras otro martes, un miércoles tras otro miércoles, un jueves tras otro jueves, un viernes tras otro viernes. Se hacía más fácil durante un tiempo, luego se volvía más duro. Se hacía aburrido, luego soportable, luego nuevamente imposible. Continuábamos como si avanzáramos por una novela que hemos llegado a odiar. Sólo la disciplina para poder terminarla nos empuja a seguir. Y en un punto cercano al final, la luz vuelve a brillar, como por un triforio.

El triforio que el doctor Mitscherlich tenía en su consulta de Heidelberg sigue siendo, para mí, la mejor imagen de cómo empezó el psicoanálisis a arrojar un poco de luz sobre mi dolor. Se iban sucediendo los días grises, uno tras otro. Llovía sin cesar, como siempre llueve en Alemania. Y un día, de pronto, vi penetrar los rayos del sol.

Al terminar mi primer año de psicoanálisis, el doctor Mitscherlich trasladó su consulta a Frankfurt. Desde mi triste apartamento del Ejército, estaba a un cuarto de hora de coche de la Heidelberg Bahnhof, una hora de tren hasta Frankfurt, veinte minutos de tranvía hasta el Instituto Sigmund Freud.

Pocas veces me perdí una sesión.

Salía de casa a las siete y veinte, llegaba a la estación de Heidelberg a las siete treinta y cinco, aparcaba mi viejo Volkswagen Escarabajo (o «Beatle», como le llamaba yo), tomaba el tren de las siete cincuenta a Frankfurt/Darmstadt, llegaba a la Frankfurt Bahnhof a las ocho cincuenta y dos, esperaba hasta las siete y nueve por el tranvía (hiciera el tiempo que hiciera), luego recorría andando varias manzanas de casas y estaba en la sala de espera del doctor del Instituto a las nueve cuarenta. Mi sesión empezaba a las diez en punto.

Jamás he tenido que hacer cosas tan complicadas y persistir en ellas, excepto en cuestiones amorosas.

Supongo que de eso se trataba.

Había dejado de llamar nazi al doctor M., pues me había enterado de que sus silencios ocultaban su fama de antinazi, escritor, investigador de las condiciones que hicieron surgir el nazismo. Sociedad sin padre, era una expresión suya. Se había hecho famoso por sus estudios sobre las causas ocultas del nazismo. Era una estrella y yo no me había enterado. Más importante aún, él siempre me trató como a una estrella mucho antes de que yo lo fuera. Su creencia en mí fue lo que hizo posible toda mi vida creadora.

Cuatro días a la semana emprendía el mismo viaje de vuelta, corriendo para alcanzar el tren de las doce y pico, y llegando a mi apartamento de Heidelberg hacia la una y media o dos.

Tenía que comprar la comida, me quedaban tres horas para escribir, luego preparar la cena. Por la noche había fiestas con los oficiales y sus Frauen a las que teníamos que asistir. El viaje a Frankfurt nunca me pareció que no mereciera la pena. Sólo en dos ocasiones no me atuve al horario previsto y perdí el tren. En las dos ocasiones estaba en el andén, viendo cómo se alejaba el tren.

El tren se convirtió en mi vida. En él leía, tomaba notas, garabateaba poemas y relatos. El balanceo me tranquilizaba y surgían fantasías eróticas. Tomaba nota de ellas, las convertía en fábulas, las exploraba con el psicoanalista.

Miedo a volar en cierto modo surgió de esos trayectos en tren. En el tren una puede fantasear que el hombre de enfrente se quitará las gafas de cristales tan gruesos, se desnudará y hará apasionadamente el amor contigo en un túnel interminable, y luego desaparecerá como un vampiro con la luz del sol. El tren hace que te balancees atrás y adelante en tus sueños más excitantes, une la humedad de dentro y fuera. He llegado a correrme en los trenes sin tocarme. Sólo es una cuestión de concentración. Ese él (o ella) imposible te penetra. La fantasía se impone. El tiempo se detiene mientras el tren se balancea. De repente tengo el regazo lleno de estrellas.

Al cabo de tres años, me despedí del doctor M., prometiendo escribir. Y lo hice: cartas, poemas, novelas.

Él me había enseñado cómo. Me había enseñado a encontrar el valor para hundirme en mí misma. El inconsciente está lleno de tinieblas, figuras edípicas, leyendas rotas, cuentos a medio contar. Una escala poco fija con los peldaños podridos se hunde en él. Otra escala dorada te puede llevar a las estrellas. Pero antes una debe encontrarse a sí misma en la oscuridad. Si no te conoces a ti misma, ¿cómo vas a poder encontrar nada?

«¿Cómo voy a recibir la semilla de la libertad -se pregunta Thomas Merton- si estoy enamorado de la esclavitud, y cómo voy a abrigar el deseo de Dios si estoy lleno de otro deseo que se le opone? Dios no puede plantar en mí su libertad porque estoy preso y ni siquiera deseo estar libre.»

El viaje psicoanalítico por lo menos me había hecho desear ser libre.

«La única auténtica alegría de la tierra es huir de la prisión del propio y falso yo…» -de nuevo Merton. Describía la búsqueda de la vida contemplativa. Pero la escritura también requiere la vida contemplativa.

Al psicoanálisis se le tacha hoy de elitista, sexista e indulgente. Yo no estoy de acuerdo. ¿Cómo puedes quererte a ti misma en cuanto mujer si te estás enfrentando a una pared con navajas? ¿Y cómo puedes querer a tu hermana si crees que esas navajas están hechas de acero en lugar de con tu propio miedo? En cuanto mujeres, necesitamos conocernos a nosotras mismas más que nunca. Necesitamos las verdades del inconsciente más de lo que las necesitaron nuestras madres y abuelas. El cinismo y la desesperación nos seducen. Tenemos miedo a aceptar el amor. Preferimos «el corrupto lujo de sabernos perdidos» (como lo llama Thomas Merton).

El psicoanálisis puede resquebrajar la desesperación. Puede ser tanto una oración como una meditación. Pero requiere un intenso deseo de cambio.

Cuando me fui de Alemania, ya escribía con facilidad. Todavía me autoflagelaba, pero no hasta el punto de paralizarme. Todavía estaba atrapada en mi desesperación, pero por lo menos sabía que mi desesperación era una lucha por cambiar.

Volví a Estados Unidos con mis manuscritos. Y volví delgada de verdad. Este no había sido el objetivo del psicoanálisis, pero de pronto tenía menos cosas que ocultar.

A los veintisiete años había decidido ser escritora. Pensaba que era vieja comparada con Neruda, que publicó a los diecinueve años; vieja comparada con Edna St Vincent Millay, que escribió Kenascence también a los diecinueve; vieja comparada con Margaret Mead, que ya era mundialmente famosa a los veintisiete. Conque me concedí hasta los treinta años para lograrlo, creyendo que una vez que el libro de poemas se publicara, por una vez, sería feliz. La esperanza era el combustible de mi reactor.

¿Cómo podía saber yo que un escritor que publica raramente es la criatura viva más feliz? «Uñas que crecen hacia dentro», nos llamó Henry Miller. Estamos sentados y empollamos como una gallina durante años, sacándonos poco a poco pelusillas del ombligo, sólo para experimentar el anticlímax, la publicación, que muchas veces confirma nuestros peores miedos, llevando a la letra impresa cosas que sólo nuestros más acérrimos enemigos dirían de nosotros.

Para una mujer, la profesión es doblemente precaria. Antes o después, las mujeres escritoras se encuentran con el problema de que una mujer que esgrime la pluma siempre es alguien marginal.

Las mujeres que escriben se espera que sean las guías a través de los pantanos del amor heterosexual. Se nos permite ser novelistas pop (mimadas por los del dinero que dirigen las empresas), pero despreciadas por la muchedumbre de críticos literarios como husmeadoras de basureros. Se nos permite escribir fábulas carnales que puedan usar como calmantes las otras mujeres, bromuro que las tranquilice con su terrible papel. Cuando no hacemos eso, sino que encima nos dedicamos a la sátira o a la creación de mundos imaginarios perversos, nos echan la culpa, no por nuestros libros sino por nuestra imperfecta condición de mujeres, dado que la condición de mujer, por definición, es un defecto.

¿Y por qué? Pues porque no es la condición masculina.

Pero ¿qué habría sido de mi vida si yo hubiera nacido hombre? Mi marido trata de convencerme de que, dada mi familia, me habrían obligado a dedicarme al negocio de tchotchke y nunca me habría hecho escritora.

– Conseguiste escapar por haber nacido mujer -dice-. Si hubieras sido hijo, habrías pasado la vida vendiendo regalos.

Puede que tenga razón, pero yo veo otra imagen. Me veo con el título que se confiere automáticamente al creador varón: a un hombre que escribe no se le considera automáticamente un usurpador.

Un escritor varón sin duda tiene que encontrar su voz, pero ¿también tiene que convencer primero al mundo de que tiene derecho a encontrar su voz? Una mujer que escriba no sólo tiene que inventar la rueda, además debe plantar al árbol y talarlo, serrarlo en redondo y aprender a hacer que ruede. Luego debe abrirse un camino propio (imponiéndose a los chillidos de los que aconsejan sin que nadie lo pida).

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