Литмир - Электронная Библиотека

La primera colección que presenté fue Junto a la Selva Negra. Llena de poemas sobre mi descubrimiento de mi condición de judía en Alemania, contiene cosas que todavía leo conteniendo la respiración: ¿Cómo sabía eso una majadera como yo? La colección siguiente, titulada El tentador debajo del párpado, contenía los mejores de los poemas de Heidelberg, además de unos cuantos nuevos sobre la seducción de la musa, el matrimonio con la poesía, la persecución del amor en forma de fruta o verdura. La tercera colección, Frutas y verduras, llevaba esta tendencia todavía más allá. Estaba llena de poemas irónicos sobre la poeta en la cocina, la poeta como ama de casa, el sexo, el amor, el feminismo, y la condición de mujer flagelada. Más libre que las dos primeras -tanto en forma como en contenido-, la colección todavía (en conjunto) me gusta. Estaba pelando la cebolla de mí misma, y encontrando en esa picante verdura mi propia alma interminablemente desnudada.

Para cuando reuní Frutas y verduras, estaba tremendamente impaciente por publicar. Parecía que sólo un libro de poemas publicados me daría lo que me faltaba. Las revistas de poesía de poca circulación ya no me contentaban. Estaba deseosa de que me leyeran mis contemporáneos. Creía que un volumen de poesía me cambiaría la vida. Tenía ganas de convertirme en una de las legisladoras no reconocidas de la condición femenina, alcanzar el amplio público de los amantes de la poesía que creía que estaba fuera de allí, azotar al mundo con poesía y alzarla ante sus sentidos.

¡Qué enloquecidas me parecen ahora esas pretensiones! Como yo vivía para la poesía, suponía que el mundo hacía lo mismo. Por entonces mi dúo de mentores poéticos se había convertido en un triunvirato. Louis Untermeyer, aquel desafiante e infatigable antólogo, se había unido a Mark Strand y Stanley Kunitz en mi panteón personal. Louis había visto uno de mis poemas en una revista espantosa y me había escrito una carta: «¿Qué está haciendo usted en esa publicación tan mediocre?» Era el equivalente literario de: «¿Qué hace una chica tan guapa como tú en un sitio como éste?». Poco después, me invitó a cenar en su casa de Connecticut, y nos enamoramos de inmediato, como sólo se enamora una poeta de veintitantos años, alguien que se puede enamorar de un antólogo de ochenta y tantos (y viceversa).

A ésa la siguieron muchas otras cenas literarias: cenas con Arthur Miller e Inge Morath, Howard y Bette Fast, Muriel Rukeyser, Robert Anderson y Teresa Wright, Arvin y Joyce Brown, Martha Clarke, y muchos otros poetas, dramaturgos, novelistas, actores, bailarines y directores de cine.

Debido a Louis y su mujer Bryna, yo creía que Connecticut era una versión a pequeña escala del Monte Olimpo. Gracias a Louis y Bryna, conocí a los Fast, que me presentaron al padre de mi hija. Gracias a Louis y Bryna, volví a revisar una vez mi libro de poemas.

Conque mandé la nueva colección a X, Y y Z. Por un giro del destino, que de hecho resultó ser un importante milagro de la sincronía, también la mandé a Holt, que en aquellos días se llamaba Holt, Rinehart amp; Winston.

Yo había vuelto de Alemania el verano antes de terminar nuestro «viaje obligado» y encontré a mi abuela moribunda. Se extinguía sobre sus sábanas de auténtico lino mirando el soleado West Side por la ventana. Había arreglado sus prendas de vestir para hacerlas más pequeñas, «de modo que tendré algo que ponerme cuando vuelva a salir». Pero nunca volvió a salir. El cáncer de páncreas la mató más deprisa de lo que mató el sida a mi amigo Russell. Pero nosotros negábamos el cáncer de los dos. Ninguno de nosotros pronunciaba la palabra.

Me preguntó débilmente qué estaba haciendo.

– Trabajando en mis poemas -dije yo, vacilando.

Sin vacilarlo en absoluto, me aconsejó:

– Vete a ver a Gracela, Gracie, Grace -Mi abuela siempre triplicaba o quintuplicaba los nombres, llamándome muchas veces «Erica, Claudia, Nana, Edichka, Kittinka».

«Gracela, Gracie, Grace» era la hija de una vieja amiga de mis abuelos, una dama rusa indomable que se llamaba Bessie Golding. Grace y yo descubrimos más tarde que Bessie había sido amante de mi abuelo mientras mi abuela esperaba en Londres que la reclamaran desde el Reino dorado. Lo que sólo le llevó ocho años.

Cuando la abuela llegó a Nueva York, el abuelo encontró inmediatamente un comunista adecuado para que fuera el marido de Bessie. Después de eso, siempre la describió como «una anarquista, seguidora de Emma Goldman, que creía en el amor libre». En resumen, lo opuesto a mi comedida abuela, que creía en las perlas de verdad, los guantes crema con botones de perla, las sábanas de lino auténtico, los manteles de lino auténtico con servilletas bordadas a juego, las mantas con los bordes de terciopelo. También creía en el zumo de naranja recién exprimido, el aceite de hígado de bacalao, los huevos pasados por agua con picatostes, los abrigos ingleses Chesterfield con cuello de terciopelo para las niñas. Pero no en el amor libre. Indudablemente no creía en eso.

Conque fui con mis poemas a ver a Gracela, Gracie, Grace (el producto de Bessie y del comunista adecuado que le había buscado mi abuelo). Tenía las tres versiones consecutivas en una carpeta de cuero negro.

El autobús que cruzaba la ciudad me llevó cerca de Park esquina con la calle 68, donde Grace (que había pasado toda su vida de editora) trabajaba ahora en la revista Foreign Affairs.

Con su imponente fachada de caliza, la limusina de Roy Cohen aparcada en doble fila al otro lado de la calle, el Council on Foreign Relations, que publicaba Foreign Affairs, era un sitio aterrador. Un nido de blancos, anglosajones y protestantes, un aquelarre de calvinistas, un refugio de licenciados por Harvard; existían rumores de que al Council lo manipulaba la CIA. Podía imaginarse que desde allí soltaban a James Bond. Y que había escalinatas secretas, estanterías de libros que giraban para dejar a la vista oubliettes secretas para innombrables y malignos agentes, o tiburones que comían hombres en estanques calientes como meados instalados en el suelo del sótano.

Entré audazmente, ocultando mi timidez con mi habitual bravura de mierda. (Más que temer el tener miedo, me asustaba el parecer asustada, una herencia de mi padre.) Subí la escalinata en graciosa curva hacia el despacho de Grace.

El despacho era una caverna con libros y flores, litografías en color y cuadros. Era un santuario presidido por una encarnación de la gran diosa madre: Grace. En aquellos días, era rechoncha, con el pelo sal y pimienta muy corto, y la ropa suelta que usaban las gordas para disimular su grasa ante sí mismas.

Me dejé caer en un sillón de cuero verde junto a su mesa, crucé las piernas bajo mi minifalda roja plisada, me ajusté mi chaqueta de lino rojo y mi blusa con flores rojas. Al cruzar las piernas con mis sandalias de plataforma, me sentí a la última moda, pero impotente.

– ¿En qué te puedo ayudar? -preguntó Grace, tratando de que me sintiera cómoda. Pero la cosa no era fácil. Miré los blandos ojos pardos de Grace y casi no pude hablar.

– Tu abuela dice que escribes poemas -dijo amablemente Grace.

– Eso parece, pero probablemente no sean nada buenos -mentí yo. Sabía que eran buenos. Se trataba de un modo de protegerme.

– ¿Los puedo ver? -la carpeta negra de cuero estaba húmeda en mis palmas sudorosas.

– ¿De verdad que quieres?

– No te lo pediría si no.

Agarró el libro, abrió la página del título que ahora decía Frutas y verduras, abrió el primer poema, y dijo rápidamente:

– La poesía es muy especial; toda la vida de una persona enmarcada en estos grandes márgenes en blanco.

Luego, se puso a leer en silencio.

Yo estaba toda nerviosa.

Le parecen espantosos -pensé-, está siendo educada para librarse de mí, le hace un favor a mi abuela porque se está muriendo.

Leyó durante unos veinte minutos, abstraída, sin levantar la vista.

Luego declaró:

– Vas a ser la poeta más famosa de tu generación.

Era como si se me hubiera echado encima un océano. Estaba sin respiración.

Pero dije:

– Muchísimas gracias.

– No -dijo-. Lo que quiero decir es que son unos poemas maravillosos. Tienen tu propia voz, tu propio humor, tu propia imaginería. Quiero mandarlo a un amigo de Holt.

– No están terminados. Tengo que revisarlos -dije.

– Puedes revisarlos eternamente para no arriesgarte a publicarlos -dijo Gracie, conociendo mis estratagemas sin conocerme a mí.

Conque me vi obligada a dejarle Frutas y verduras (ya presentado a X, Y y Z) a Gracela, Gracie, Grace. Sin saberlo yo, se lo pasó a Robin Little Kyriakis, de Holt, que se lo pasó a Aaron Asher, el editor.

Pasaron las semanas. Un libro de poemas siempre parece un pétalo de rosa que revolotea en el Gran Cañón, pero éste parecía un pétalo de margarita perdido en un pliegue temporal.

Me quieren, no me quieren, me decía, preparándome para el golpe que seguramente caería.

Unos dos meses después, recibí una carta de X ofreciéndome publicarlo, una carta de Y ofreciéndome publicarlo, una carta de Z diciendo que esperara un poco. (¿Podría presentarlo nuevamente el año siguiente?)

Al día siguiente llegó una carta de Holt, ofreciéndome publicar Frutas y verduras.

¿Estaba contenta? Estaba demasiado aterrada para estar contenta.

Me dominó un intenso pánico, luego culpabilidad, luego vergüenza. Había roto la regla -presentarlo en cuatro sitios-, y ahora estaba expuesta al fraude. ¡Les había mentido a los editores, a las augustas editoriales universitarias. Estaba desolada. Ahora sin duda no me podía proteger nadie. En menos de treinta segundos, había convertido el éxito en fracaso.

Los poetas me odiarán, pensé, dando vueltas sin dormir al lado de Allan. ¡He hecho algo inmoral!

¿Cómo podía saber que de todos modos los poetas me odiarían después de Miedo a volar? ¿Y cómo podía saber que yo no tenía en absoluto control sobre eso?

Fui a cenar con Aaron Asher e inmediatamente me enamoré de él. Ojos azules, humor retorcido, una historia de fábula como editor de Saul Bellow y Philip Roth. Si yo le gustaba a él, yo debía de ser buena. La misma primavera en que apareció Frutas y verduras, Asher publicó a otra escritora desconocida que se llamaba Toni Morrison. Su primera novela, Ojos azules, había sido rechazada en todas partes porque ¿a quién le interesaba una chica negra y fea que se llamaba Pecola y tenía un hijo con su padre? En aquellos días se suponía que los negros no leían y que a los blancos no les apetecía leer cosas sobre los negros. Aaron tenía buen gusto, y quizá algo más importante, agallas.

42
{"b":"94186","o":1}